La crisis de desafección política -que desborda a los partidos- llega también a Andalucía. La lenta descomposición de los viejos partidos va por zonas y se extiende ahora hacia el sur, al histórico feudo del PSOE, al principal granero de votos e importante bastión político por su peso territorial sobre el resto del partido y sobre el resto del país.
Desmintiendo muchos pronósticos, los resultados de las elecciones autonómicas en Andalucía muestran el mapa político muy parecido a otros ya existentes, por la dificultad de hallar una salida adecuada a lo de verdad necesitamos. En primer lugar, los resultados electorales no muestran un cambio drástico marcado por la diferencia entre una gran derrota y una victoria sin paliativos, sino una situación más compleja, cuyo desenlace no va a representar una mejoría respecto a la situación precedente.
Se enciende la alarma en Ferraz por el resultado -el recurso a los tópicos y al folclore, de los que ha abusado Susana Díaz, no da más de sí-, hay quien no se resiste y se inclina por solicitar su dimisión, pero a esta mujer no se le pasa por la cabeza, no tiene otra cosa donde ir, le queda el resquicio de ser la fuerza más votada. Otra cosa es que ella pueda seguir al frente de la Junta, dado el interés mostrado por el PP, Cs y Vox en desalojarla y poner fin a una era, de corrupción dice Casado, tratando de ocultar la monumental del PP. Pero es indudable que el tema de los ERE y otras cosas terminan pasando factura.
La suma por la izquierda lamentablemente no es suficiente. Aporta 50 diputados por 59 de una derecha que ha realizado la campaña electoral en clave nacional, es decir, sacando pecho de españolidad. No se entiende el júbilo en el PP, ni la actitud exultante de Casado por el ascenso de Cs y Vox, sus competidores más cercanos, uno por arriba y otro por abajo, con los cuales una sencilla suma de escaños le permitiría, en teoría, formar gobierno. Esta sería una forma de endulzar el retroceso electoral, tan necesario tras el desalojo de la Moncloa por la moción de censura. Claro que Vox es una escisión del PP, de sus militantes y dirigentes, que han decidido volar por su cuenta, apoyados por el poder eclesiástico.
Vox representa, por un lado, lo más rancio del franquismo sacado a la luz sin complejo alguno, que sirve de alimento a la parte más plebeya y popular de la derecha. Está dirigido por un aventurero contrario a los gobiernos autonómicos, pero que ha vivido del momio de dos de ellos, el vasco y el de Madrid, apadrinado además por la buscadora de príncipes y descubridora de sapos. Su arraigo en la provincia de Almería, viejo feudo del PP, con su red clientelar bien asentada, presenta otra contradicción de bulto, que es el selectivo discurso contra los extranjeros, no dirigido a los jeques árabes que llegan en yate a Puerto Banús, sino contra los inmigrantes pobres procedentes de África, que luego, si hay suerte, encuentran trabajo en condiciones ilegales o con contratos leoninos.
El dato que nos debe preocupar, y en especial a los socialistas, es la alta abstención (41%) que se ha dado en zonas y barrios propios del voto de izquierda, cuyos habitantes parecen haber pensado: “No nos representan”. La campaña, que ha despertado poco entusiasmo, y alejada de los problemas cotidianos, ha oscilado entre el folclore de la patria chica y el nacionalismo de la patria grande para contrarrestar el nacionalismo de la patria catalana -es la reconquista, dicen en Vox-
En esta feria de provincianas vanidades, esto va de una profunda desafección por la política.
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