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De todos los veranos en un mismo verano o el misterio de la gran belleza

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Nací en una casa de planta baja situada a escasos metros de un cine de verano. De mayo a septiembre se repetía el mismo ritual: sesión doble y después la primera película se volvía a repetir. En aquella gran pantalla pintada de blanco, cuando anochecía, se podía soñar despierto, vivir otras vidas, y viajar hasta los confines de otros mundos, y aunque uno no dominara aún ese misterioso mundo de las letras, como poder, podía hasta decir: “puedo escribir los versos más tristes esta noche. /Escribir, por ejemplo: ”La noche está estrellada/y titilan, azules, los astros, a lo lejos“.

A lo lejos siempre estaba aquella luna que día a día crecía hasta que se colocaba en su traslación, ya henchida de luminosidad, tan cerca de la pantalla, que te inquietaba y descolocaba, y te llevaba de aquella ficción que se representaba en la pantalla, en la que el séptimo de caballería, a pleno sol, cabalgaba, después del toque del corneta, y perseguía a los que tú creías que eran los buenos. Ahí estaba la emoción, galopaban aquellos caballos para defender el Fuerte y en un momento, desde la tercera fila, volvía la mirada y te miraba aquella chica, y tú volvías a soñar y a sentir que; “En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. / La besé tantas veces bajo el cielo infinito”.

En alguna de aquellas largas sesiones también recuerdas como tu padre te recogía en sus brazos, del largo balcón de la última fila. Y te posaba en tu cama. Te habías quedado durmiendo en el cine y volvías a soñar en la cama, como si fuera un truco.

Volvías a soñar y habías crecido y llegaba otro verano y otro y descubrías que todos los veranos estaban en un mismo verano. Recordabas otro verano, de aquel Cine Martínez, y recordabas como había querido descubrir aquel artilugio, desde el que salía el foco y se proyectaba en la pantalla, también recordabas aquella salamandra que se posaba sobre la pantalla y se superponía sobre la película, y te transformaba en ese Totó de la película Cinema Paradiso, y hasta podía ver la cara de aquel Alfredo que te dejaba ver los misterios de esa cabina y que te regalaba trozos de películas. El gusanillo del cine estaba ahí y recortando las viñetas de un tebeo, las pegabas con cola, una a una, hacías un pequeño rollo, en una caña, que metías en un par de orificios de una caja de zapatos, y con una bombilla, querías proyectar esos dibujos, como una película. Querías hacer un truco.

Después de aquellos veranos has vistos muchas películas y te preguntas cuál es la película que más veces has visto este verano, e incluso en los últimos meses, y aunque sabes que es “La grande belleza”, de Paolo Sorrentino, te preguntas ¿Y por qué? Simplemente no lo sabes, puede que te identifiques con su protagonista: Jep Gambardella. Es escritor. Tú también escribes y has vivido la noche. La película comienza con una cita Louis-Ferdinand Celine, de su novela: “Viaje al fin de la noche”: “Viajar es útil, ejercita la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Personas, animales, ciudades y cosas, todo es inventado. Es una novela, nada más que una historia ficticia. Lo dice Littre, él no se equivoca nunca. Y, además, cualquiera puede hacer otro tanto. Basta cerrar los ojos. Está en la otra parte de la vida”.

No pretendo contarle la película, en este verano que poco a poco se va yendo y se fundirá en otros veranos, en los que habrás vivido tus propias escenas, en blanco y negro y otras veces tecnicolor, ni siquiera me quiero meter en tu película. Volveré a ver, otra vez, esta noche “La grande belleza”. Y otra noche, de verano, me volveré a creer el truco. También este artículo que estás leyendo es un truco y lo quiero terminar con las últimas palabras de esa película: “Siempre se termina así, con la muerte. Pero primero, ha habido una vida. Escondida bajo el bla, bla, bla, bla, bla. Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido. El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados e inconstantes destellos de belleza. La decadencia, la desgracia, y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo. Bla, bla, bla, bla. En otros lugares, hay otras cosas. A mí no me importan los otros lugares. Así pues, que empiece la novela. En el fondo, es sólo un truco. Sí, sólo es un truco”.

Nací en una casa de planta baja situada a escasos metros de un cine de verano. De mayo a septiembre se repetía el mismo ritual: sesión doble y después la primera película se volvía a repetir. En aquella gran pantalla pintada de blanco, cuando anochecía, se podía soñar despierto, vivir otras vidas, y viajar hasta los confines de otros mundos, y aunque uno no dominara aún ese misterioso mundo de las letras, como poder, podía hasta decir: “puedo escribir los versos más tristes esta noche. /Escribir, por ejemplo: ”La noche está estrellada/y titilan, azules, los astros, a lo lejos“.

A lo lejos siempre estaba aquella luna que día a día crecía hasta que se colocaba en su traslación, ya henchida de luminosidad, tan cerca de la pantalla, que te inquietaba y descolocaba, y te llevaba de aquella ficción que se representaba en la pantalla, en la que el séptimo de caballería, a pleno sol, cabalgaba, después del toque del corneta, y perseguía a los que tú creías que eran los buenos. Ahí estaba la emoción, galopaban aquellos caballos para defender el Fuerte y en un momento, desde la tercera fila, volvía la mirada y te miraba aquella chica, y tú volvías a soñar y a sentir que; “En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. / La besé tantas veces bajo el cielo infinito”.