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Un viaje (inesperado) a la España al otro lado de la frontera

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Aún suenan en la plaza de Canet los últimos acordes del Hymne à l’amour de Edith Piaf cuando Acosta, la ‘voix latine’, hijo de andaluz y madrileña, pide al público que levanten la mano los españoles. Poco a poco, azuzados por sus acompañantes y entre risas, empiezan a alzarse brazos. La mayoría rondan la edad de jubilación y son hijos e hijas de las familias que en los años sesenta inundaron los campos del sur de Francia para huir de la miseria de un país que, dos décadas después de una guerra injusta contra un régimen legítimo, no terminaba de prosperar. Desde ese momento, de manera extrañamente natural, empiezan a sucederse canciones dispares que van del rock galo de los ochenta al Porompompero y la copla. 

Para terminar de entender España, también la del siglo XXI, hay que viajar al sur de Francia. Se cuentan por millones las personas que dejaron atrás su tierra y sus familias en los años sesenta y setenta buscando un lugar en el que dar de comer a sus hijos. Allí se unieron a los cientos de miles de desplazados por la guerra que siguió al golpe de estado y a los descendientes de quienes abandonaron el Levante, ya en el XIX, para labrar los suelos de las colonias del norte de África y que, tras independencia de Argelia, en 1962, fueron a parar a un país que nunca había sido el suyo. 

En casa de Régis todavía se recuerdan las paellas de la bisabuela. Oranesa de padres originarios de Altea, no fue fácil regularizar sus papeles. A su llegada a la metrópoli tenían que pedirle por favor que hablara en francés porque en Marsella era la mejor manera de desenvolverse. Con un hijo de madre colombiana, ahora vuelve a escucharse, aunque con otro acento, el español en la familia. 

La huella de la presencia española, sobre todo del sur, se nota en los cementerios de la Francia mediterránea, repletos de apellidos familiares e incluso de símbolos de la Segunda República, en la gastronomía, en la toponimia y, por encima de todo, en las gentes. No se trata de un fenómeno del pasado. Aunque apenas se hable de eso, aún hoy, una parte de España es emigrante. María, a sus ochenta y nueve años, sigue emocionada a Alcaraz por televisión. Totanera, vive como propias las victorias del muchacho de El Palmar. Sus hijos, con el corazón y la cabeza divididos entre los dos países, se desenvuelven mejor o peor en castellano según la edad a la que llegaron y aún sus nietas nacidas al otro lado de la frontera reconocen sus raíces y hablan la lengua de sus abuelos. 

Con las lentejas que comparten cada semana, convertidas en anécdotas, llegan las duras historias de los primeros años en Pouzols, ‘pueblecico’ cercano a Montpellier. Nunca se acoge bien a quien huye de la pobreza. Más de medio siglo más tarde, esas calles ya son propias. Incluso Paco, el abuelo, descansa de una vida de trabajo intenso bajo esa tierra, la misma que cubre los huesos de Antonio, el poeta universal. 

A pocos kilómetros de la frontera, una vez que se abren sus puertas, apenas se hace el silencio en el pequeño cementerio de Colliure en el que reposa Machado. Cada poco tiempo acceden personas de todas las edades a leer poemas o dejar flores y banderas tricolor, también algún que otro cigarro. Pasaron demasiados años hasta que un gobierno tuvo la valentía de rendirle homenaje y aún queda mucho por hacer. Apenas conocen los estudiantes españoles la historia de los exiliados, comenta un señor de la zona que enseña la tumba a un grupo de jóvenes. 

Ojalá esa historia, que tuvo uno de sus capítulos más tristes en los campos de concentración cercanos, y la del resto de millones de personas que tuvieron que dejar España por razones políticas o económicas no se pierda. Se lo debemos a sus descendientes, nos lo debemos a nosotros mismos. 

De momento, emigrantes y exiliados comparten canción. Decía Juanito Valderrama, quien luchó en un batallón de la CNT, que compuso su copla más famosa al ver llorar a los españoles que se refugiaron en Marruecos y que le hubiera puesto de título “El exiliado”, en lugar de “El emigrante”, si no hubiera estado seguro de que le fusilarían por eso. Esas notas sonaron hace apenas tres meses para Paco en una iglesia rodeada de las viñas en las que se dejó la piel.

Aún suenan en la plaza de Canet los últimos acordes del Hymne à l’amour de Edith Piaf cuando Acosta, la ‘voix latine’, hijo de andaluz y madrileña, pide al público que levanten la mano los españoles. Poco a poco, azuzados por sus acompañantes y entre risas, empiezan a alzarse brazos. La mayoría rondan la edad de jubilación y son hijos e hijas de las familias que en los años sesenta inundaron los campos del sur de Francia para huir de la miseria de un país que, dos décadas después de una guerra injusta contra un régimen legítimo, no terminaba de prosperar. Desde ese momento, de manera extrañamente natural, empiezan a sucederse canciones dispares que van del rock galo de los ochenta al Porompompero y la copla. 

Para terminar de entender España, también la del siglo XXI, hay que viajar al sur de Francia. Se cuentan por millones las personas que dejaron atrás su tierra y sus familias en los años sesenta y setenta buscando un lugar en el que dar de comer a sus hijos. Allí se unieron a los cientos de miles de desplazados por la guerra que siguió al golpe de estado y a los descendientes de quienes abandonaron el Levante, ya en el XIX, para labrar los suelos de las colonias del norte de África y que, tras independencia de Argelia, en 1962, fueron a parar a un país que nunca había sido el suyo.