La violación vende. Es una palabra que provoca pánico moral y hace que aumenten las audiencias. Es el delito favorito de quienes quieren que las mujeres nos sintamos humilladas, avergonzadas y petrificadas, hasta el fin de nuestros días, en semejante violencia. Si para esta sociedad, una violación es ya de por sí lo peor que le puede pasar a una mujer, el hecho de que lo pudieran perpetrar cinco hombres infringe en nuestro imaginario social y en nuestra conciencia particular, una crudeza en la que cuesta hasta controlar el vómito.
Con el caso de #LaManada el ansia por llenar los titulares de violación se multiplica. Hay a quien siente decepción al comprobar que la sentencia habla de abuso sexual y no de violación, pese a que parece describir la intimidación y no por ello, haber sido probada en el contexto jurídico.
El resultado duele, pero creo que muchas ya nos esperábamos semejante desenlace ante la demora de la sentencia. Posiblemente, por ello, ha florecido un consenso tácito para mostrarle a la víctima que no está sola. Son especialmente los grupos feministas quienes encabezan esta posición y salen a la calle bajo el lema “No es abuso, es violación”. Está bien que la injusticia nos remueva hasta el punto de llenar, una vez más, las calles. Lo que creo que puede ser más cuestionable es pretender que la rabia sea nuestro único motor en esta lucha, pues la rabia nos come, nos ciega y acaba por dominarnos.
Habrá quien me llame blanda. Habrá quien diga que me falta empatía. Habrá, por supuesto, gente que no me entienda y quien me entienda, por partes. No me importa. Con 19 años, yo también viví una violación y posiblemente pueda estar más cerca del dolor y contradicciones de una víctima que muchas de las personas que se dedican a juzgar porque no me dejo arrastrar por el posicionamiento dominante. Yo no denuncié. No tuve el valor de esa chica. No me vi capaz de enfrentarme al proceso de revictimización del proceso penal.
Tardé mucho tiempo en contarle a alguien lo que me había pasado y tardé, mucho más, en poder recuperarme, en devolverme la confianza a mí misma. No tuve un trauma, solo sentía dolor y por eso escribía y escribo a menudo sobre ello. Es mi forma de soltar lastre. Es la forma precisa en la que depuro la rabia.
Por ello, como le comentaba ayer al cantautor Luis Ramiro, ningún poema sobre violación que no haya escrito yo logra conmoverme: soy la única persona que conoce a milímetro ese dolor, así que no necesito las elucubraciones poéticas de otros para poder resarcir cualquier atisbo que evoque la pena.
¿Por qué digo esto? Porque observo cómo son muchas las personas que pretenden reapropiarse del dolor de la víctima, de esa parte tan íntima de ella. Puede haber buena intención. Puede haber empatía. Puede ser también una forma de llamar la atención y de caer en el más sucio de los oportunismos. Pero no lo comparto: porque el dolor de las víctimas no debe usarse, por una cuestión de ética y coherencia feminista, como baluarte de la indignación colectiva.
Lo que sí creo que conviene poner sobre la mesa, sobre lo que sí es urgente hacer protesta social confiere al sentido que tiene este país, en mayúsculas, de la justicia. El fallo sugiere lo espeluznante: si te resistes en una violación y te matan, nadie cuestiona que ahí hubo violencia.
Pero si no te resistes, si sobrevives y puedes llegar a contarlo delante de un tribunal, la violencia y la intimidación no resultan obvias para quienes emiten sentencia. Aún con esta escena, sabiendo que mi opinión puede ser impopular, no creo que exista una justicia patriarcal. Habrá quien se ofenda por expresar esta opinión, pero a mí, que no me gusta tragarme la rabia ni la lefa de quien se cree con la autoridad de abrirme sin consentimiento las piernas, no me gusta callar y autocensurarme.
El problema de fondo ante este tipo de sentencias es otro. El empuje del movimiento feminista y el cambio de conciencia de nuestra sociedad propició que se depuraran en el Derecho los estereotipos sexistas que contenía la ley.
La sentencia de #LaManada apoya la credibilidad absoluta de la víctima, se demuestra que no hubo consentimiento. Por tanto, lo que considero que hay que cuestionar ampliamente es la interpretación que hacen los jueces y juezas de determinadas situaciones que se disponen a juzgar.
Los prejuicios sexistas forman parte incluso de aquellas personas que consideramos formadas y capaces de administrar justicia. Tenemos que poner el foco en la falta de perspectiva de género en las facultades de Derecho, en el camino hacia la judicatura o en la escasa formación de los jueces y juezas al respecto.
Dicho esto, no comparto la absolución pedida por Ricardo González y tampoco las amenazas y provocaciones que hacia su persona inundan las redes sociales o las descalificaciones hacia el conjunto del tribunal. Me provoca asimismo cierta desazón que Twitter sea entre ayer y hoy un nido de expertos en Derecho. Nunca falta el síndrome del opinólogo u opinóloga de turno, que en muchas ocasiones hace más mal que bien.
El debate va a seguir en la calle. Hoy se convocan nuestras concentraciones. Yo no puedo evitar darle vueltas a lo siguiente: ¿alguien le ha preguntado a la víctima si quiere que medio país hable de cómo abusaron de ella? Seguramente no. Seguramente sea muy difícil contestar a esta pregunta.
Yo no sé si la víctima quiere que salgamos a la calle o que mejor nos quedemos en nuestras casas, evitándole recordar lo que cinco delincuentes hicieron con ella una noche de julio. El mensaje martillea fuerte en todo el entramado mediático. ¿Cómo huir de la pesadilla si todo el mundo te la recuerda con el objetivo, supuestamente bienintencionado, de salvarte? ¿Cuándo se convierte una violencia en un espectáculo?