Los viejos pescadores dicen que un hombre como Dios Manda huele a sudor y sal. La gran Isak Dinesen escribió que el agua salada lo cura todo, las lágrimas, también el sudor, y el mar. La profundidad de este pensamiento ha alcanzado las pizarras de los chiringuitos playeros para que los bañistas beban su caña bien tirada y fría con literatura de alta calidad. Madonna, que no es ni mediterránea ni escritora, pero sí reina del Pop, recomienda sudar como disciplina. Varias veces al día para limpiar cuerpo y alma de cualquier toxicidad. Pero nada funciona en esta operación química por la que nos hará libre la salada secreción epidérmica si después no nos damos un baño.
En un día cualquiera de este julio sofocante se han juntado en la parte más noble del puerto de Cartagena tres hombres que no se conocen, pero llegan a su cita con un mismo ritual. Uno de ellos es marroquí y el único de los tres que no llega en bicicleta. Es casi un niño, va con un bañador y una raída camiseta. Mira el mar y respira hondo, sonríe a los que estamos apoyados en la baranda, arriba, y se mete cauto con las chanclas en una especie de piscina natural que hay junto al antiguo Club de Regatas.
Allí se bañan los franconadadores, esa especie que no gusta de playa, ni multitudes, va por libre y se baña en esta zona donde, si no fastidia mucho el Levante, el agua está limpia y cristalina. No son muchos, pero son de todos lados. Del casco antiguo, que cada vez se parece más al Raval, de algunos barrios, los olvidados, pero también se refresca alguna señora de la vecina y elegante Muralla del Mar. El marroquí nada regular y se dedica a sacar algún plástico a la superficie, y lo que parece una medusa. Estos días han aparecido muchas. A esas alturas uno de los ciclistas, que también va a bañarse, le habla en castellano que el chaval no entiende . “Moha, que te vas a resbalar”, y salta con cuidado el escalón del muelle para chapotear a su lado.
El chico se ríe, porque ser Mohamed es como Pepe en Iisbania. Entre los dos se establece una conversación muda de personas decentes y amables. El tercer hombre, que va a la suya, tira al agua tres barras de pan enteras, ha puesto perdido el agua y de paso el baño de los otros dos, que habían dejado su área de ocio más limpia que una patena. Así que los franconadadores miran arriba con mosqueo, y el español le dice a Moha con resignación “Nada hijo, que aquí marranos hay mogollón”. Con su misión cumplida, el agitador del pan se marcha, algo torcido, y al coger la bici le reluce, en negro, un aguilucho en su pulsera rojigualda. Entonces, los que estamos de miranda comprendemos que no se ha bañado porque la compañía no le gustaba.
A la Virgen del Carmen el mestizaje le parece un deber tan divino como el de llevar su escapulario para que los marinos tengan protección. Esa misma tarde, en el muelle de Santa Lucía, los pescadores la sacan en procesión, como hace cientos de años. Los organizadores nos dicen a los que vamos en faluchos pequeños que nos apartemos, que hay mucho tráfico. Todos los barcos del barrio quieren acompañarla. Y mientras nos abarloamos para dejar espacio, lo vemos pasar. Un barco grande, pesquero, en el que van una familia senegalesa y otra magrebí, intercambiando merienda con el resto, que es español. Y sin creer del todo, o por si acaso, doy gracias a esa diosa acuática que acoge tres culturas diferentes, como hace cincuenta años lo hacía con los trabajadores de aluvión. No hay mejor mezcla que la del Poulet Yassa, el gazpacho y el cous cous adobado con la pureza del salitre, el respeto sagrado con que cada uno reza a su deidad del mar. A todos les protege el sudor honrado del trabajo, el agua salada y las lágrimas por los que en sus profundidades se quedan. La Virgen del Carmen, sabedlo, bendice a los menas.
Los viejos pescadores dicen que un hombre como Dios Manda huele a sudor y sal. La gran Isak Dinesen escribió que el agua salada lo cura todo, las lágrimas, también el sudor, y el mar. La profundidad de este pensamiento ha alcanzado las pizarras de los chiringuitos playeros para que los bañistas beban su caña bien tirada y fría con literatura de alta calidad. Madonna, que no es ni mediterránea ni escritora, pero sí reina del Pop, recomienda sudar como disciplina. Varias veces al día para limpiar cuerpo y alma de cualquier toxicidad. Pero nada funciona en esta operación química por la que nos hará libre la salada secreción epidérmica si después no nos damos un baño.
En un día cualquiera de este julio sofocante se han juntado en la parte más noble del puerto de Cartagena tres hombres que no se conocen, pero llegan a su cita con un mismo ritual. Uno de ellos es marroquí y el único de los tres que no llega en bicicleta. Es casi un niño, va con un bañador y una raída camiseta. Mira el mar y respira hondo, sonríe a los que estamos apoyados en la baranda, arriba, y se mete cauto con las chanclas en una especie de piscina natural que hay junto al antiguo Club de Regatas.