Debía hacer mucho frío aquel día de verano en Petrópolis, hace ahora 75 años. Stefan Zweig ha muerto, murió un día helado de febrero de 1942. El humanista, el ilustrado, el judío, el escritor más leído de Alemania huía de la brutalidad, de la infamia, de la barbarie y acosado en Viena, encontró refugio en París, después en Londres y finalmente en Petrópolis, cerca de Río, en Brasil.
El idealista, el europeísta que tanto trabajó codo con codo con los premios Nobel Romain Rolland y Hermann Hesse por construir la paz, el austríaco que escribió en plena Gran Guerra el artículo “A los amigos en tierra extraña” refiriéndose a los escritores en el campo enemigo y que tuvo uno de los momentos más felices de su vida cuando Rolland le contestó “Non, je ne quitterai jamais mes amis”, tuvo que asistir años más tarde a una nueva Guerra Mundial y al vergonzoso avance del nacionalsocialismo por Europa y por el mundo.
Él, que ahondó como nadie en el alma humana y que dio al relato biográfico una perfección difícil de superar, con su ritmo apasionado, elegante, entusiasta, que nos hizo comprender y compartir la vida con Fouché, con Erasmo, con Tolstoi, con Balzac, con Antonieta, con Hölderlin, con Cicerón….se encontró muy solo ese 22 de febrero.
Como ha escrito EM Forster, yo también creo en la aristocracia, si es que los demócratas podemos utilizar esa palabra. Pero no una aristocracia del poder sino una aristocracia de lo sensible que creo que nos une en una tradición verdaderamente humana y que nos acerca a Zweig y le hace vivir entre nosotros, que nos permite como dice Forster sobreponernos y vencer a la crueldad y al caos. Porque esa aristrocracia sensible es también una aristocracia de la amistad que quiere en palabras de Cicerón, comunicar al mundo una luz de buena esperanza. “Una amistad por la cual, los ausentes están presentes, los que necesitan algo abundan en todo, los débiles se sienten fuertes y lo más difícil de afirmar, los muertos viven”.
Cómo siento mi torpeza, mi impotencia para expresar todo el afecto, el calor que necesitaba Zweig esa mañana fría de verano en Petrópolis.
Nunca dejó de trabajar. De todos los misterios del Universo ninguno más profundo que el de la creación, proclamaba en una conferencia en Buenos Aires en 1940. Sin embargo, ya aquellos días dejaba entrever su angustia y su desánimo. El suicidio de Ernst Weiss le afectó mucho. No creía poder regresar jamás a Europa y veía perdidos todos aquellos países en los que había arraigado. Todo lo aniquila un hombre demente repetía.
Fue Zweig sin embargo, un hombre animoso, algo tímido, extraordinariamente culto, de maneras suaves, con buenos amigos, amigo de la libertad y la fraternidad, que quería hacer comprender a través de sus libros. Podría haber suscrito, si hubiera vivido lo suficiente, aquellas palabras de Camus en boca de Tarrou, en “La Peste”.
“Vamos, Tarrou, ¿Qué es lo que le impulsa a usted a ocuparse de esto?
-No sé. Mi moral, probablemente.
-¿Cúal?
-La comprensión.“
Sí, su moral era la comprensión.
El final se precipitó un 22 de febrero, en Petrópolis. Las últimas derrotas aliadas, la caída de Singapur, el presentimiento de un mundo futuro cruel y desalmado pudo más que él. La sombra de la guerra no se apartó y se cernía sobre sus pensamientos noche y día. Se quitó la vida junto a su esposa Lotte. Su imagen, en la que conserva el rostro apacible y la de su mujer que le coge la mano y se aferra a él en el último instante, es probablemente la imagen más desgarradora y asfixiante que se pueda recordar. La derrota de la inteligencia y de la humanidad que representó la muerte de Zweig resulta terrible. Más aún en estos días de incertidumbre, cuando un nuevo déspota alimenta la xenofobia, el machismo, el odio y bendice algunas formas de tortura. Es ahora precisamente cuando debemos hacer aun más patente nuestro respeto y nuestro recuerdo por Zweig, su digno combate y su eterna sonrisa.
Debía hacer mucho frío aquel día de verano en Petrópolis, hace ahora 75 años. Stefan Zweig ha muerto, murió un día helado de febrero de 1942. El humanista, el ilustrado, el judío, el escritor más leído de Alemania huía de la brutalidad, de la infamia, de la barbarie y acosado en Viena, encontró refugio en París, después en Londres y finalmente en Petrópolis, cerca de Río, en Brasil.
El idealista, el europeísta que tanto trabajó codo con codo con los premios Nobel Romain Rolland y Hermann Hesse por construir la paz, el austríaco que escribió en plena Gran Guerra el artículo “A los amigos en tierra extraña” refiriéndose a los escritores en el campo enemigo y que tuvo uno de los momentos más felices de su vida cuando Rolland le contestó “Non, je ne quitterai jamais mes amis”, tuvo que asistir años más tarde a una nueva Guerra Mundial y al vergonzoso avance del nacionalsocialismo por Europa y por el mundo.