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Ibn Arabi, el viajero de los mundos (I)

“Velad por no estar atados a una creencia concreta que niegue las demás, pues os veréis privados de un bien inmenso (…) Dios es demasiado grande para estar encerrado en un credo con exclusión de los otros”.

Estas palabras fueron escritas en el siglo XIII por el místico, pensador y poeta musulmán Ibn Arabi (conocido también como Ben Arabi), nacido en la Murcia islámica de 1165.

Viajero inagotable (recorrió Al-Ándalus, el norte de África, Turquía y Oriente Medio), vivificó el sufismo, la corriente mística islámica que aboga por la profundización en el propio yo como modo de llegar al conocimiento de lo divino.

Dijo en uno de sus poemas:

“Mi corazón se ha hecho capaz de todas las formas. Es (…) templo para los ídolos y Kaaba del peregrino, tablas de la Torá y libro del Corán”.

Este respeto por toda creencia es una de las muchas cosas que le granjearon en su tiempo los títulos “El más grande de los maestros” o “Sello de los Santos de Mahoma”.

Sus detractores, en cambio, lo tildaron de “destructor de la religión”, “ateo” y “enemigo de Dios”.

Los postulados del sabio murciano desatan todavía hoy, ocho siglos después, muy opuestas reacciones en el mundo islámico: En Arabia Saudí, cuna del ultraconservador whahabismo, sus libros están prohibidos.

Lo contrario sucede en Marruecos o Turquía, “en cuyos centros de saber es una figura de referencia”, explica Pablo Beneito, profesor del Departamento de Traducción e Interpretación de la Universidad de Murcia, traductor de la obra de Ibn Arabi y presidente de MIAS-Latina, asociación laica consagrada a la difusión de su legado.

Las enseñanzas del suní murciano han sido también profundamente integradas en la tradición espiritual de Irán, pese a ser país de mayoría chií.

Tanto es así que el ayatolá Homeini le recomendó su lectura a Gorvachov en su famosa carta de 1989, en que pronosticaba la inminente caída del comunismo.

La producción escrita de Ibn Arabi es casi inabarcable: cuatrocientas obras -se estima- de las que apenas se conservan cien. “Las iluminaciones de la Meca” suma ella sola 14.000 páginas. Escribió también más de mil poemas.

A todo ello se añade la confusión de numerosos escritos apócrifos que se le han atribuido a lo largo de siglos, algunos de los cuales, como el “Tratado de la unidad”, gozan de gran popularidad aún hoy.

De él se cuentan leyendas -apócrifas también- como que el Taj Mahal fue construido siguiendo el plano del Paraíso que dejó escrito.

Ibn Arabi es una figura compleja, de dimensión tan inabarcable como su propia obra, que desata amor o rechazo, y cuya vida y pensamiento, gracias al trabajo de numerosos investigadores, podemos reconstruir de manera muy precisa.

En la Murcia del rey Lobo

Ibn Arabi nació en Murcia en el 1165. Su madre era bereber. Su padre, murciano, fue un alto mando militar al servicio de Ibn Mardanis, el rey Lobo.

“Desde pequeño estuve acostumbrado a cabalgar, afilar espadas y maniobrar en campamentos militares”, relata el propio Ibn Arabi.

En la Murcia de Ibn Mardanis imperaba una visión muy abierta del islam en la que musulmanes y cristianos convivían sin restricciones. Puede especularse que este ambiente de tolerancia dejase su impronta en el Ibn Arabi niño.

En el 1172, este mundo se desmorona con la derrota del rey Lobo. Murcia pasa a manos de los conquistadores almohades, que imponen una interpretación mucho más estricta del islam.

Esto, sin embargo, no significa la caída en desgracia del padre de Ibn Arabi, quien los había combatido junto a su rey. Al contrario, “los almohades lo siguen teniendo en alta consideración” , afirma Fernando Mora, autor del libro “Ibn Arabi, vida y enseñanzas del gran místico andalusí”.

Tanto es así que, al servicio de la nueva bandera, la familia abandona Murcia y se traslada a Sevilla, nueva capital califal. “Siempre tendrán acceso al palacio”, afirma Mora.

Ibn Arabi tiene entonces ocho años.

Esplendor cosmopolita de Sevilla

Pese al rigor religioso que imponen los almohades, Sevilla es en la época una ciudad cosmopolita en pleno esplendor cultural.

“El califa tenía una biblioteca de un millón de volúmenes, conocía a Platón y a Sócrates, cuando en el medio cristiano todavía quedaban siglos para que se supiese, por ejemplo, de Aristóteles”, relata Fernando Mora.

Estudiosos de toda Europa viajaban a Sevilla para asomarse a este mar infinito de saber que abarcaba de la medicina a la religión.

Fue un tiempo de viajes. La inmensidad de los territorios islámicos permitía moverse sin peligro de Al-Ándalus a Persia. Todo musulmán estaba obligado, además, a peregrinar a la Meca al menos una vez en la vida.

Esto generaba conocimiento y un continuo intercambio.

“Había barrios andalusíes en Fez, Túnez, Alejandría, la Meca”, cuenta Fernando Mora.

Criado en este ambiente, Ibn Arabi se convierte en un joven brillante que aprende retórica, leyes, poesía y a recitar el Corán.

Como toca a su edad, también se dejó tentar por los brillos de nocturnos de Sevilla, donde el erudito y el asceta convivían con el vividor, el rufián, el juglar.

Se sume en fiestas, justas poéticas, cacerías.

Estas exploraciones terminan de manera abrupta cuando, una noche de farra en la casa de un miembro de la alta sociedad sevillana, una voz sin dueño le espeta: “¡No es esto para lo que te he creado!”

El propio místico narra como, aterrado, huyó de la casa, dio sus ropas a un mendigo y se instaló en una tumba abandonada del cementerio.

Fue su primer retiro. El místico iniciaba su andadura.

Las padres de Ibn Arabi tardaron mucho en aceptar que su hijo abandonase una prometedora carrera palaciega para abrazar el voto de pobreza y consagrarse a lo divino.

Además, decía haber recibido la iluminación y tener la guía de visiones que lo visitaban y aconsejaban en sueños.

El padre, temiendo que su hijo hubiese enloquecido, lo llevó a Córdoba ante el mismísimo Averroes, médico personal del califa y traductor de Aristóteles.

El encuentro entre los dos gigantes se resuelve con un breve diálogo, pero es suficiente para dejar al filósofo y jurista cordobés conmocionado por la profunda sabiduría del jovencísimo Ibn Arabi.

Su sistema de pensamiento, sin embargo, estaba muy lejos aún de forjarse. Eso empezaría a cambiar en el 1184 cuando, con veinte años, descubre el camino que iba a determinar su vida: el sufismo.

La senda sufí

El sufismo, corriente mística y ascética del islam, considera que Dios puede ser hallado en cualquier forma o creencia.

Esta voluntad de apertura no impidió que en Al-Ándalus los almohades la toleraran ampliamente.

De hecho, “se erigieron, mediante una leyenda, en vengadores de la memoria del persa al-Ghazali, el gran sintetizador del misticismo islámico”, señala el historiador Javier Albarrán.

Tanto es así que, bajo el dominio de este imperio, se crearon los primeros diccionarios hagiográficos de sufíes del Occidente islámico, como el de al-Tadili.

La principal inspiración de los sufíes es el propio Corán:

“Por mucho que se diga, en el Corán hay un montón de pasajes en que se respeta a todos los mensajeros de la humanidad, de cada pueblo”, afirma Fernando Mora.

Y añade: “El Corán dice que, si Dios hubiese querido, hubiera creado a todos con la misma religión, y que nadie puede ser convertido a la fuerza. Otra cosa son las interpretaciones reductoras que hacen algunos”.

El sufismo tiene su eje en la búsqueda interior: “Ayer era inteligente, por lo que quería cambiar el mundo. Hoy soy sabio, por lo que me quiero cambiar a mí mismo”, escribió el poeta y místico persa Rumi.

El sufismo asume también que nada existe sin su contrario: “Las cosas se vuelven claras mediante sus opuestos”, dice de nuevo Rumi.

En esta visión abierta y eterogénea de la divinidad, rayana en el panteísmo, encontró Ibn Arabi el carrete con que hilar su propio pensamiento:

“Es Dios quien se muestra en cada faz, a quien se busca en cada señal (…) Ni una sola de sus criaturas puede dejar de encontrarlo en su naturaleza original”, escribió.

Ruta propia

En sus años iniciales de búsqueda, y también después, Ibn Arabi se acercó a muchísimos maestros, algunos por completo iletrados: Para él, entendimiento e inteligencia no son lo mismo. El primero va mucho más allá.

A la vez, “jamás se adscribió a una filiación particular que limitara el alcance de su enseñanza”, resalta Pablo Beneito.

Nunca se presentó a sí mismo como fundador de una escuela. No buscó la institucionalización de su mensaje, sino que éste permaneciese vivo, abierto a todos los lenguajes.

“Ibn Arabi no habla sólo a los musulmanes, sino a toda la humanidad”, concluye Beneito.

“Fue una persona muy inquieta en cuanto a saber y búsqueda del conocimiento”, añade Fernando Mora. “Visitó y se entrevistó con personas de todas las doctrinas que pudo”.

En tiempos de Ibn Arabi, Al-Ándalus albergaba todo tipo de eremitas, santos, peregrinos y contemplativos.

La Península “ era un centro espiritual de gran magnitud. Un cofre de tesoros cuyas huellas viven todavía; habría que recuperarlas para la educación, el arte”, señala Ana Crespo, artista y autora del libro “Los bellos colores del corazón”, sobre el cromatismo en el sufismo.

En esta época de consolidación espiritual, el joven Ibn Arabi frecuenta a maestros entre los que figuran dos mujeres: la octogenaria Yasmina de Marchena y la nonagenaria Fátima de Córdoba.

Otros sabios de los que aprendió fueron Abd Allah Muhammad de Aljarafe, quien pasó cincuenta años en una celda sin encender luz ni fuego, o Abu Ali Al-Sakkaz, hombre que jamás pronunció la palabra “yo”.

En Sevilla se cruza con el que será su más joven maestro: un niño de diez años que, según narra el propio Ibn Arabi, lo hizo sentir minúsculo “con sólo una sonrisa”.

Huida de Al-Ándalus

A la muerte de sus padres, Ibn-Arabi decide abandonar Al-Ándalus de manera definitiva. Lo hace de noche y a escondidas del califa quien, en su afán por protegerlo, le había ofrecido trabajo a él y matrimonio a sus hermanas.

“En esa época las circunstancias en Al-Ándalus no eran las más prometedoras”, explica Mora. “En pocos años Sevilla caería en manos de Fernando III. Tal vez él tuviera alguna intuición al respecto”.

Antes de cruzar para siempre el Estrecho en dirección a Marruecos, hace una última visita a Murcia.

De Fez a la Meca

Fez es en aquel entonces un centro de saber académico y sufí, además de refugio de andalusíes emigrados. Albergaba la primera universidad del mundo, que atraía a estudiantes de todos los rincones del territorio islámico.

Allí acude Ibn Arabi, y se nutre de nuevos conocimientos. Para entonces ya ha escrito algunas de sus obras: “El divino gobierno del reino humano”, “El viaje nocturno”, “El crepúsculo de las estrellas y la aparición de las lunas crecientes de los secretos y las ciencias”.

En 1201 emprende la prescriptiva peregrinación a la Meca, que le llevará a conocer Túnez, Alejandría, el Cairo.

Visita también Palestina, Jerusalén y Medina, donde presenta sus respetos ante la tumba del Profeta.

Tras un año de viaje, llega a la Meca. Allí pronto empieza a ser conocido por sus enseñanzas.

Es en esta ciudad donde se cruza con la joven que inspirará los versos de “El intérprete de los deseos”, compendio de poemas amorosos cuya escritura no concluirá hasta diez años después.

De toda su ingente obra poética, esta es la única que ha sido traducida a lenguas europeas y la que lo hizo conocido en Occidente, ya en el siglo XX.

El libro, por su temática, despertó las suspicacias de los ultraortodoxos, que lo acusaron de falso santo con apetitos terrenales.

“Las imágenes amorosas, que a primera vista son mundanas, tienen un significado espiritual”, argumenta Mora. “En Ibn Arabi no está clara la diferencia entre el amor divino y el humano”.

Esto nos ayuda a trazar algunos rasgos de su personalidad: “Era un hombre inmerso en un mundo trascendental, un contemplativo profundo, pero no vivía en las nubes: Viajó muchísimo, tuvo mujeres, hijos”.

Veinte años de vagabundeo

La peregrinación a la Meca no sacia las ansias de mundo de Ibn Arabi. Durante los veinte años siguientes recorre los dominios del islam hasta sus confines, siempre escribiendo y sumando discípulos. En Bagdad ofrece lecturas públicas de su “Epístola de la santidad”. Da a conocer en tierras orientales a los sufíes andalusíes, haciendo de puente entre ambas tradiciones.

En Mosul escribe el “Libro de las revelaciones de Mosul”.

En Anatolia, adonde acude invitado por el rey de Konya, establece una profunda amistad con Kayka’us, su hijo y sucesor. Juntos compartirán una larga relación epistolar.

Tiene aquí origen la fuerte conexión histórica entre Ibn Arabi y Turquía. De hecho, fue un sultán otomano quien, a los dos siglos de la muerte del sabio murciano, cuando sus enseñanzas habían caído en el olvido, contribuyó a revivirlas alzando una mezquita en el lugar de Damasco donde reposan sus restos todavía hoy.

La Perla del Desierto

Damasco, la “Perla del Desierto”, el “Refugio de Profetas” donde, según la tradición islámica había de descender Jesucristo en el fin de los tiempos: Ese fue el lugar eligido por Ibn Arabi para establecerse por fin en 1223, tras toda una vida de vagabundeo.

Allí pasó los últimos diecisiete años de su vida, rodeado de familia, discípulos y amigos, culminando las ambiciosas obras que había empezado a escribir mucho tiempo atrás.

No es hasta el 1238, dos años antes de su muerte, cuando concluye el vastísimo compendio de metafísica islámica “Las iluminaciones de la Meca”.

“Absolutamente todo, incluidas las piedras, está imbuido de vida”, nos dice en él el sabio murciano.

También en ese periodo completa “Los engarces de las sabidurías”, su libro más atacado por la ortodoxia islámica durante siglos y que él asegura haber recibido de manos del propio Mahoma en un sueño.

Termina también “El gran diwan” o “Diwan de los conocimientos divinos”, que compendia los más de mil poemas que hizo a lo largo de su vida y que, ocho siglos después, sigue sin traducirse de manera completa.

“Velad por no estar atados a una creencia concreta que niegue las demás, pues os veréis privados de un bien inmenso (…) Dios es demasiado grande para estar encerrado en un credo con exclusión de los otros”.

Estas palabras fueron escritas en el siglo XIII por el místico, pensador y poeta musulmán Ibn Arabi (conocido también como Ben Arabi), nacido en la Murcia islámica de 1165.