En el mes de abril de 1979 los familiares de los ejecutados por el franquismo en la Región de Murcia se organizaron para realizar una de las primeras exhumaciones de las fosas de la guerra civil.
Después de las exhumaciones de 1978 en Marcilla (Navarra), Casas de Don Pedro (Badajoz) y La Carolina (Jaén), llegó el turno de Murcia. La región albergó así una de las primeras movilizaciones de parientes de víctimas del franquismo aprovechando la ventana de oportunidad que les brindó la indefinición administrativa que caracterizó la Transición. Tras el 23F la ventana se cerró y no fue hasta el año 2000 cuando la `memoria histórica´ se instaló definitivamente en la agenda política española.
La exhumación del cementerio de Espinardo fue posible gracias a las dudas de las nuevas autoridades, acentuadas por la proximidad de las elecciones locales, en un ambiente en el que los políticos temían mostrar en público su vieja `chaqueta´.
La gran fosa común del cementerio de Espinardo (Murcia) albergaba los cuerpos de 377 republicanos fusilados entre 1939 y 1948 como consecuencia de la brutal represión con la que la dictadura consolidó su vasto poder. Si en la mayor parte del país las fosas comunes se encontraban dispersas, sin atender a una ubicación premeditada, en el caso de la ciudad de Murcia estos enterramientos se concentraron en una gran fosa en Espinardo.
La fosa se encontraba frente a las tapias del cementerio donde se realizaban los fusilamientos de los condenados a muerte por los juicios sumarísimos franquistas. Esta circunstancia hacía que casi todos los familiares murcianos supieran o imaginaran que los restos de sus seres queridos se encontraban ahí, a diferencia de lo que sucedía en otras partes del país. En el caso de Murcia, los familiares pudieron romper el aislamiento al que les condenaba el terror de la posguerra compartiendo experiencias y resistiendo así al olvido decretado por el franquismo.
La dictadura trató de negar a los familiares de los fusilados el derecho a un duelo digno, sin embargo, aquellos murcianos sortearon las dificultades y visitaron cada 1 de noviembre el cementerio para poner flores encima de una considerable extensión de tierra.
La localización exacta de esa fosa común hubiera sido imposible sin la ayuda de Plácido Martínez, el sepulturero del cementerio durante la guerra y la posguerra, y del que los familiares decían que “era una buena persona, no miraba ideologías y atendía a los familiares de los fusilados de la mejor manera que podía”.
En 1960 los familiares comenzaron a dignificar su `lugar de memoria´ colocando placas en el muro que rodeaba la fosa, mientras que quienes allí coincidían empezaron a crear lazos de amistad y solidaridad bajo un mismo dolor y una misma causa.
Oposición de los familiares al traslado de los restos al osario
En el Día de Todos los Santos de 1978, los familiares se alarmaron a ver un cartel del consistorio en el que se advertía que aquella fosa iba a ser vaciada y sus restos enviados al osario común.
El socialista yeclano Pedro Martínez Gil, ante la posibilidad de que desapareciera la fosa común que contenía los restos de su padre y que visitaba desde su niñez, empezó a contactar al máximo número de familiares posibles. Todos llegaron a un acuerdo: “trasladar los restos a una nueva fosa con el pago de lo que debamos”. Surgía así la `comisión de familiares´, que pasó de tener sólo siete miembros a más de 62 en poco tiempo. El objetivo de esta comisión era el de intentar juntar el máximo dinero posible y trazar una estrategia que les permitiera poder hacer una sepultura digna.
El Ayuntamiento y el resto de autoridades no se mostraron reacios a estas peticiones. Tampoco fue mal recibida por la prensa de la época, en parte gracias a Tomás Llorente, hijo de fusilado y fotógrafo de los diarios La Verdad y Línea.
Los familiares consiguieron que el Ayuntamiento les diera todos los permisos tras presentar una exhaustiva solicitud que siguió el modelo de la presentada poco antes en la exitosa exhumación de La Carolina (Jaén). De esta exhumación también imitaron la estrategia de dar un “carácter apolítico de cara al público” que no desentonara con el relato de la reconciliación propio de las élites políticas de la Transición, para aumentar así sus posibilidades de éxito.
Sin embargo, el discurso apolítico con el que se dirigían a las administraciones y a la prensa contrastaba con los lemas izquierdistas con los que se buscó reunir a los familiares y obtener el apoyo de PSOE y PCE.
Una vez obtenidos todos los permisos, cada familiar puso 5.000 pesetas en una cuenta abierta en la Caja Rural de Murcia para sufragar los gastos derivados del traslado de los cuerpos y el de un monumento de mármol conmemorativo.
En señal de agradecimiento, este monumento de mármol fue encargado a Plácido Martínez, el antiguo sepulturero, que acababa de abrir una empresa de lápidas. El monumento está ubicado en el cementerio de Espinardo y sigue siendo visitado por parientes de víctimas y simpatizantes cada 14 de abril.
La comisión de familiares logró reunir 713.000 pesetas, una cantidad que se sumó a las 300.000 pesetas donadas por sorpresa a última hora por la Diputación. La nota discordante se produjo cuando los familiares tuvieron que aceptar la celebración de una misa en el funeral y que los restos no fueran entregados a sus respectivos familiares, sino que fueron trasladados a una nueva fosa colectiva por la imposibilidad de identificar todos los restos.
Todo estaba preparado para la exhumación y el funeral en la nueva sepultura. La comisión de familiares pagó 25.556 pesetas al periódico La Verdad por la publicación de una esquela y una invitación para que aquel sábado 7 de abril de 1979 fuese un acto multitudinario.
“Caídos por la libertad”
A esto siguió la celebración de un funeral el 7 de abril de 1979 que, pese a las advertencias de los familiares, tuvo unos tintes claramente políticos siendo un acto a la vez público y privado con clara vocación antifranquista.
El funeral no puede ser entendido por tanto como una supuesta `reconciliación nacional´ entre republicanos y nacionales, tal y como preconizaban las élites desde Madrid. En este sentido, cabe destacar la presencia de líderes políticos murcianos como Agustín Sánchez Trigueros, Mariano Ruiz-Funes García o Francisco Guillén, así como la ausencia de diputados y senadores por Murcia del PSOE, lo que causó un malestar entre los familiares de las víctimas.
Los familiares de los fusilados murcianos demostraron una capacidad y habilidad política que debería servir de ejemplo hoy día. Su movilización, desarrollada en un contexto cambiante y en principio hostil, invita a explotar las grietas de la Transición que, convertidas en oportunidades, permitan desmentir el discurso oficial sobre un consenso que nunca existió.