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La incierta subsistencia del pequeño agricultor en el Campo de Cartagena: “El mercado está hecho para los grandes”

El pequeño agricultor ecológico Juan Carlos Ros pisa la tierra de su finca de brócoli de Lobosillo, en la comarca del campo de Cartagena (Región de Murcia)

Álvaro García Sánchez

Cartagena —

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En medio de su finca repleta de hojas de brócoli ecológico, junto a un pino tan alto que puede verse desde los caminos terrosos de Lobosillo (Región de Murcia), Juan Carlos Ros señala: “En toda esta zona, que la conozco como la palma de mi mano porque me vine aquí en el año 89 cuando mi padre era agricultor”, dice, mirando hacia una extensión de hileras de cultivos que se abren como en abanicos de puntos de fuga, “había hasta hace poco cuatro agricultores”. “De esos cuatro, solo queda uno. Un poco más a la izquierda, en aquellos terrenos, había seis. Pero ya no queda ninguno. Todos han realquilado sus parcelas a grandes empresas agrícolas y a comercializadoras. Es algo así como un monopolio. Yo lo llamo el fomento del supermercado, que es en realidad el que está detrás de todo”.

En la figura de Ros se impone, a sus 46 años, sobre la fatiga visible del trabajo y la preocupación de los últimos años de pérdidas, después una vida, desde niño –cuenta–, dedicada a las cosechas, un tranquilo aire de disfrute de las tareas rutinarias: la delicadeza de la tierra cediendo bajo las pisadas, la fragancia de las plantas del brócoli, los ángulos rectos de los huertos, tan precisos como los de una hoja de papel.

Recorre palmo a palmo el suelo y analiza los ejemplares que, en el transcurso de unos pocos meses, cuando crezcan saludables y frescos, venderá a algunas de las mismas comercializadoras que acaparan la tierra de los antiguos agricultores, no solo en este lugar, sino en el resto del país. A pesar de todo, Ros asegura tener una relación comercial positiva y provechosa con ellas. Esa hortaliza viajará después a Alemania, Suiza y Francia. “Desde hace un tiempo, unos años, todo se vende a unos precios tan bajos y repentinamente hay tanta oferta de productos ecológicos que es imposible cubrir gastos. La rentabilidad de mi empresa –Explotaciones Ecológicas Murcianas S.L.–, ahora mismo, está bajo mínimos. El año pasado tuvimos, añadido también al aumento de temperaturas, una pérdida de 270.000 euros, y ahora tenemos que hacer el doble de esfuerzo para intentar recuperarla”.

Varios factores confluyen en la delicada situación que atraviesa el pequeño agricultor ecológico a lo largo de todo el Campo de Cartagena. Todos ellos, también los agricultores convencionales, han desatado una oleada de protestas en la Región que se solaparán al unísono en la tractorada multitudinaria del próximo miércoles 21 de febrero. Algunas manifestaciones han sido muy tensas, como el bloqueo a la salida de la Asamblea Regional a los diputados y al propio jefe del Ejecutivo murciano, Fernando López Miras, que comparecía en ella en la tarde del miércoles. Otras, desorganizadas e ilegales, como la furia de los tractores que colapsaron Murcia y Cartagena el pasado 6 de febrero.

A Ros le gustan las reivindicaciones planificadas y respaldadas por los sindicatos. No salió en ninguna de las anteriores, pero sí lo hará el miércoles, pese a que no cree que en la Región vayan a servir de mucho. “Hay muchos intereses económicos, y pienso que eso no va a cambiar. No veo a grandes empresas ni a supermercados en las calles. La mayoría son pequeños, como yo”, explica.

Por un lado, destaca la presión que los supermercados ejercen sobre las colosales comercializadoras, con las que llegan a acuerdos previos que desploman los precios de venta y equiparan, para mayor inri, a juicio de Ros, las tarifas de los productos ecológicos con la de los convencionales, a pesar de que, en comparación, el desembolso de producción necesario para los primeros es mucho mayor. Por otro, sale a la palestra el excesivo protagonismo y la preferencia de los productos cultivados más allá de las fronteras de Europa, en tierras norteafricanas, asiáticas, americanas o sudamericanas.

Hay empresas españolas, cuenta el agricultor, que producen sus frutas y hortalizas en esos países, donde las restricciones son infinitamente más laxas y las condiciones laborales brillan por su ausencia, para luego importarlas al viejo continente con etiqueta nacional.

En tercer lugar, la salvaje burocracia, la marea incesante de papeleo y condiciones que un pequeño agricultor debe acatar para poder ejercer su trabajo sin impedimentos. En todas ellas, cuenta Ros, destaca una cuestión ostensible: “El mercado está hecho para los grandes. No podemos competir contra eso. Tienen cogida la sartén por el mango. Tienen cantidades ingentes de dinero, exportan, venden, producen y hacen de intermediarios, y lo tienen todo firmado”.

Un monopolio en la tierra

Casi la totalidad de los mantos verdes y las llanuras horadadas de tierra que envuelven la finca de Juan Carlos Ros están, ahora mismo, bajo el control de las grandes empresas agrícolas. Imponentes naves industriales de las que entra y sale gente durante todo el día se levantan en cualquier costado. “Para mí, esas sociedades no tienen nada que ver con lo que yo hago. Son especuladores de la agricultura, no agricultores. La agricultura es la herencia, es mi abuelo, mi padre, mi hijo, el trabajo físico. Nosotros tenemos nuestra tierra, y sabemos qué tenemos que hacer con ella. Pero esas empresas manejan volúmenes muy grandes y no les importa nada más allá del dinero”, relata.

Ros posee unas cien hectáreas en diferentes puntos de la comarca de Cartagena. Explica que no todas funcionan al mismo tiempo. En ellas cultiva, aparte del brócoli, lechuga romana, apio, calabaza, melón de piel de sapo o sandía. Todo ecológico. Empieza cada día a las seis de la mañana, cuando el campo es aún un mar de oscuridad hendido por los faros de su furgoneta. Planifica el riego, hace cortes, analiza cantidades, labra la tierra, se encierra en un pequeño despacho a repasar la documentación. Llega a su casa a las ocho de la tarde. Trabaja de lunes a domingo, sin apenas descanso. No recibe ni un solo euro de subvención por su tarea.

“La producción no está apoyada económicamente por las instituciones, pero la exportación sí. Y la tecnología, y la maquinaria y todo lo que caracteriza a las grandes”, manifiesta. Las compañías multinacionales a las que pertenecen todos esos edificios y almacenes reciben decenas de miles de euros de subvenciones públicas, ya sea regionales, estatales o europeas. Para ellas está construido el negocio. Dice Ros que, para el resto, para los pequeños, para los que aman de verdad la tierra, como él, “todo está en el aire”.

Hay un actor fundamental que propicia, según Ros, esta desigualdad: el supermercado. “Desde ellos se ha fomentado que las propias empresas que le proporcionaban antaño mercancía convencional comprada a agricultores de verdad entren ahora, también, en la producción, especialmente en la ecológica”.

Cuenta que antes había solo unos pocos agricultores dedicados al cultivo ecológico, pero que los supermercados, con el objetivo de vender más productos sostenibles por precios más baratos, le han exigido a esas mismas comercializadoras producirlos en masa en lugar de adquirirlos a terceros. “Ahora, por tanto, hay mayor oferta”, explica. “Y llega un momento en que sobra. La producción ecológica tiene unos costes tan elevados que no se puede sostener. Si no podemos vender lo que producimos porque los supermercados llegan a acuerdos con las comercializadoras, te vas a la ruina”.

“Hay colapsos. No damos salida a los productos, porque ya los hace todo el mundo”, sentencia Ros. “Al final te empiezas a replantear el modelo de negocio. Se trata de subsistir, como se pueda”.

“La burocracia es un agobio, una defensa constante”

Parado junto al agricultor, que comprueba las gomas negras que surcan a lo ancho la tierra y que desprenden, con una persistencia de reloj, mínimas gotas de agua, Eloy Gimeno, ingeniero técnico agrícola, mira el teléfono y consulta datos en una Tablet. Ayuda a Juan Carlos con el papeleo digital. 

“Tienes siempre el miedo metido en el cuerpo con toda esta burocracia”, explica Ros. Gimeno enumera las medidas a cumplir. No son todas, recalca: programas de actuaciones sobre nitratos; códigos de buenas prácticas agrícolas; ley del Mar Menor; requisitos inapelables de la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS); manuales del buen uso del agua; utilización adecuada de fertilizantes y abonos; memorias técnicas visadas por colegios profesionales. “Es una cascada de oficialismo en la que te puedes perder. Hay que cumplir con todo simultáneamente, que es lo lógico. Pero también hay que demostrarlo cada día, en las inspecciones”.

Si Gimeno no se encargara de todos esos formalismos, Juan Carlos apenas tendría tiempo para dedicarse a la tierra. Explica el técnico que el trasiego de documentación es continuo. Y que surgen más complicaciones burocráticas en el día a día. Hay aspectos puntuales en que la Administración puede ver indicios de irregularidades. Entonces el agricultor debe demostrar que lo está haciendo todo según la legislación. “Nos hemos tenido que informar, con mucho esfuerzo, de cuáles son las leyes y las normativas exactas que tenemos que respetar. Aun haciendo eso, nos hacen requerimientos de cosas que llevamos a rajatabla, como si fuéramos culpables. Es un agobio, una defensa constante”, asevera Ros.

“Las grandes empresas”, señala de nuevo, “tienen más facilidad para sobrellevar esta situación, porque tienen oficinas y personal contratado que se dedica exclusivamente a los papeles. Pero nosotros no podemos. Tienes que ser, aparte de una empresa de agricultura, una especie de asesoría propia”, explica, y no deja de manifestar el estrés que le produce: “Te pueden sancionar incluso por posibilidades, no por hechos concretos. Posibilidades de contaminación, de vertidos, de lo que sea. Tenemos que tener conocimiento de todo, hasta de urbanismo. A la mínima te pueden poner multas de miles de euros que te llevan a la ruina y te obligan a cerrarlo todo. Lo haces todo de forma legal, y ni así es suficiente a veces. Te afecta a tu trabajo, te afecta psicológicamente, porque no todo está en tu mano”, describe. “Las pequeñas explotaciones no deberíamos tener tanta burocracia. No al menos como las grandes”.

Alrededor de Ros y de su parcela, mientras habla y expresa sus miedos y sus problemas y sus constantes reivindicaciones, cae la tarde, y los campos y las terrazas minuciosamente cultivadas se van manchando de sombra. Al mismo tiempo, en la Región, hay protestas insomnes de agricultores que abogan por una tercera cuestión: la “competencia desleal” de los importadores extranjeros, las bonificaciones a sus productos.

Cosechas fuera de Europa: “Pasan por encima de nosotros”

Juan Carlos no sabe calcular desde hace cuánto tiempo entraron en escena tantos países que exportan productos a los Estados europeos, cultivados todos con medidas y exigencias infinitamente más relajadas, con costes más reducidos y con precios de venta que pulverizan a los del mercado comunitario. “No estamos inventado nada”, expone Ros. “Se cultiva en África o en Sudamérica y se vende en Europa a un precio contra el que no podemos competir. Muchas de las empresas que lo hacen son españolas. Nos metemos al cuerpo productos químicos y tóxicos, de todos esos cultivos, que están prohibidos aquí desde hace décadas”.

“Pasan por encima de nosotros, los que sí cumplimos las normativas y las medidas. Y encima les dan bonificaciones de importación. Tienen mano de obra mucho más asequible, sin apenas derechos, tierras y agua más baratas, grandes extensiones y mucha productividad. Y utilizan pesticidas y herbicidas y lo que ellos quieran”, prosigue el agricultor.

Gimeno atestigua: “El mercado está inundado de producto procedente del extranjero. Estamos en un punto en que dices ¿Qué está pasando aquí? En nuestras fincas se están quedando los productos sin valor, y los mercados están saturados de los que vienen de fuera, que encima están llenos de residuos supuestamente vetados. Es la principal razón de la ruina del sector. No hay apenas controles y tiene que haberlos. Deberían ponerles, como mínimo, las mismas restricciones y prohibiciones fitosanitarias que a nosotros, y unos aranceles para la importación”, sentencia el técnico.

Ros se agacha para comprobar más de cerca el estado de algunas de sus plantas más crecidas. El aire tiene el olor húmedo de las hojas del brócoli sobre la tierra rojiza. El trabajo es tan desagradecido, explica, mientras manosea las láminas verdes, que, en el mejor de los casos, cuando todo iba bien, podía sacar un dinero digno para vivir. “No tengo salario. Nunca lo he tenido. Este año todavía estoy pagando el pufo del año pasado. No tengo casa en la playa, ni chalet, ni nada. Todo lo que tenemos está aquí, en estas tierras, y en el orgullo de lo que hacemos. Pero ese orgullo tiene que ir asociado a la rentabilidad”, dice, recogiendo los aparejos y metiéndolos en un cobertizo, junto al enorme pino, “y eso ahora mismo está muy en el aire”.

“Al fin y al cabo nuestro trabajo es dar de comer a las personas. Necesitamos más apoyo. Que los supermercados no nos controlen, y que no nos compitan deslealmente desde fuera. Nadie nos obliga a hacer esta tarea que hacemos, pero si no la hiciéramos nosotros, ¿quién la haría? Lo llevamos en la sangre”.

Juan Carlos Ros termina la jornada, ya de noche. La explanada de los campos tiene ahora una oscuridad como de océano sin orillas, de cerros negros y árboles como apariciones o estatuas. Tiene un hijo, dice, de 19 años, que quiere seguir con el oficio que ha caracterizado a generaciones enteras de su familia. “Lo apoyaré para que así sea, aunque no sé explicarle el futuro que le espera. Cómo se lo explico, si no sé lo que va a pasar. Es una incertidumbre total. La agricultura es una actividad de alto riesgo”, concluye.

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