En mitad de la tempestad
Desde alta mar mecanografío estas escurridizas palabras. Las letras del ordenador bailan al compás del ritmo de la mar, al igual que mis aguas internas. El movimiento no cesa; el balance es patente e incesante, a veces, desesperante; el rugir del motor constante. Con sutileza, violencia o travesura, según su antojo, todo cambia de lugar, copando toda mi atención. Las olas impactan enérgicamente contra el casco del barco, y un sonido estridente e inquietante se alcanza a oír desde mi camarote. Asusta, más te acostumbras. Es el ulular del viento el heraldo de la mar, y ésta, con su manifestación ostentosa, decreta su fortaleza y autoridad; excelsa impone sus leyes, y motu proprio me adentro hacia ella.
El pasado jueves 19 recibimos los alabados y dichosos plomos, esclareciéndose por fin el día de partida. Sólo un detalle indispensable por ultimar: el sello de migración que atesorara que salíamos de Sudáfrica. Una furgoneta nos recogió en el puerto, y por turnos, todos los tripulantes procedimos. Oficialmente, empezaba la cuenta atrás, y legítimamente, en marinos con convertíamos. Tras tanta espera, se entremezclaban disonantes emociones y sentires. Nostalgia, incertidumbre, ansiosas ganas y dispersos miedos. El corazón palpitaba fuerte y firme mientras oteaba el horizonte en el último adiós. El práctico, capitán asesor que conduce los barcos en aguas peligrosas o de intenso tráfico, subió a bordo, y flanqueados por el remolcador, todos en sus posiciones y máquina atronando, los cabos arriados al aire inauguraban el desatraque. La vibración del navío en libertad incoaba la travesía de más de 21 días.
Rumbo puesto hacia el ocre ocaso, con la vista puesta hacia lo que atrás quedaba de la estela dibujada en el agua, sonó estrepitosamente una alarma: 6 pitadas cortas y 1 larga, señal acústica para indicar el abandono del buque. Según el cuadro orgánico que decora todas las mamparas del barco (documento donde se recogen las obligaciones de todos los tripulantes para las situaciones de emergencia en caso de incendio, peligro y abandono de buque), todos debíamos acudir al punto de encuentro con chaleco salvavidas y botas de seguridad, acatar el plan de evacuación y seguir en todo momento y bajo cualquier circunstancia las órdenes y directrices del capitán. Algunos, además, según el caso y el rango, tenían funciones añadidas específicas, como llevar consigo agua, mantas y comida. Una imagen imborrable: Jatoro con zurrón, cual Papá Noel, colgando al hombro una negra bolsa de basura más grande y pesada que él con galletas hasta rebosar. No pude contener la risa, y el soponcio cómico me impidió reaccionar como si real fuera. Con cierta perspectiva, creo que es una estrategia psicológica de evasión para no dejarte apoderar por el bloqueo y el pánico de que así fuera.
Recién empezaba la ruta, y con ella, el primer simulacro: una manera especial de cerciorarse de que no falta nadie, y a la par, examen para ratificar que cada cual sabe cómo ha de actuar. Pero esencialmente, hacernos conscientes de dónde estamos para arrostrar todo tipo de peligro y dificultad, la gravedad aquí de lo que en tierra sería un accidente nimio y banal, la vulnerabilidad de nuestra existencia en este ambiente; la objetiva realidad de que una inclemencia nos puede asolar. Y es que ahora la historia es otra, pues ante el fuego y la mar, nunca se va a ganar. Ahora, la historia comienza de verdad.
Viento de proa a 25 nudos y mar fresco encaramos los incipientes días, lo cual no ayuda en demasía a la progresiva aclimatación. Hasta los lobos de mar sufren mareo cinético, (dícese de marino viejo y de gran experiencia y cuyo uso probablemente provenga de las novelas Moby Dick), el cual aparece cuando el cerebro recibe información contradictoria de sus sensores de movimiento (los ojos, los canales semicirculares del oído interno y los sensores musculares): la oscilación frente a la inmovilidad. La sintomatología, prolongada en el tiempo, horrorosa: visión borrosa, náuseas, malestar, falta de equilibrio, palidez, vómito, sudores fríos, hiperventilación e incapacidad de concentración. A todo esto, hay que sumar la cacofonía de ruidos, motor y golpes de mar.
Los días iniciales de navegación se centralizan en la adaptación, meditación y en la búsqueda de anécdotas que susciten humor, entretenimiento y diversión. Los posteriores transcurren monótonos y ecuánimes, grises, con el frío antártico “in crescendo” y con cierta cadencia hacia la rutina y el hábito de trabajar. Recuerdo las lentejas bailongas, el pan que quiere volar en libertad, el agua del vaso que se mece entre las paredes de su recipiente y te advierte del bamboleo y vaivén de tu medio interno; el camarero que heroicamente consigue llegar a la mesa con la amansada y aplacada sopa como si de magia se tratara.
Y es que con mala mar, cualquier mínima intención, como ir al baño, una ducha o hacerte un baladí café, se puede convertir en una odisea o una gran expedición. Con fatiga, sin apenas poder dormir por el temblor y titubeo, reflexiono sobre el paralelismo del encarcelado del relato 'Una apuesta' de Chéjov y nuestra tesitura; sobre cómo el soniquete y meneo constante te puede inducir hacia el desvarío, la enajenación y el desequilibrio mental; sobre cómo el cuerpo reacciona tornándose rígido y dolorido por la continua compensación que realiza para mantenerse estable, erguido, y la resistencia que ofrece ante la contingente caída.
Es por todo ésto que, desde antaño, reclusos cumplan condena en el mar. Es por todo ello, que para todas aquellas personas que no valoran y tanto se quejan, les deseo una buena cura de humildad y gratitud en alta mar.
A pesar de todo, nada de lo anterior consigue amainar mi amor, fascinación y admiración hacia el mar. Desde el origen de los tiempos ha sido inspiración, fuente creativa, caldo de cultivo de épicos poemas, novelas, fábulas y leyendas. Es temido y adorado, morada de vetustos monstruos y arcaicos dioses. Es inalterable ciclo de muerte, transformación y vida. Es infinito y desolador. Es el TODO henchido encarcelado en una ecléctica, inmensa y vacía NADA.
¡Oh, mar! ¡oh, mito! ¡oh, largo lecho!
Y sé por qué te amo. Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos conocemos desde siglos.
Sé que en tus aguas venerandas y rientes ardió la aurora de la Vida.
Oh, proteico, yo he salido de ti.
¡Ambos encadenados y nómadas!
Ambos con una sed intensa de estrellas;
ambos con esperanzas y desengaños;
ambos, aire, luz, fuerza, oscuridades;
ambos con nuestro vasto deseo y ambos con nuestra grande miseria.
Himno al mar, Jorge Luis Borges
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