La pesadilla del crack en La Fama, el corazón de la ciudad de Murcia: “Tienes que evitar el 'basuco' o acabas como yo”
“Disculpen las molestias, y que aproveche lo que están tomando” . “¡Hola, chicos! ¿Si os enseño algo que no habéis visto nunca, me dais una monedilla?” “Hola, cariño, ¿llevas algo para darme?” Escuchar alguno de estos tres comentarios es prácticamente inevitable si te sientas a tomar algo en la Plaza de la Merced, situada en el centro de la capital murciana. Es tan habitual el ir y venir de estudiantes de Derecho, Historia o Filología por las terrazas de los bares universitarios como de decenas de personas con un trastorno por drogadicción que piden una limosna. Los expertos denuncian el abandono durante décadas del barrio La Fama. El pasado 28M el PP volvió a arrasar aquí, como lo ha hecho en toda la ciudad de Murcia desde 1995, con el breve paréntesis del socialista José Antonio Serrano entre 2021 y 2023.
Un poco más allá, el aire es denso y enrarecido, y amortigua las rocambolescas conversaciones entre desconocidos del rellano de un edificio en la calle Santa Rita en el barrio de La Fama, de paredes desconchadas y un suelo pegajoso repleto de restos de plástico, latas y demás basura. Hay dos puertas en el primer piso frente a las escaleras, una de ellas está tapiada, y la otra, con un cuarto del acceso cubierto por una pared de ladrillos, es una entrada de metal grueso, con una pequeña ventana rectangular a la altura de los ojos. En 15 minutos, van y vienen al menos 30 personas. Al lugar lo llaman 'Las Rejas'. En una de las paredes hay un mensaje rotulado: 'No fumar', al lado de unas quemaduras de cigarrillo. El edificio tiene 11 pisos más y el hueco del ascensor está, literalmente, hueco. La transacción es muy sencilla: suena un golpe seco al otro lado, aparecen unos ojos a los que hay que dar el dinero y el nombre de la droga que quieres. En la práctica es muy parecido a una farmacia de guardia.
La Fama es un céntrico entramado de calles amplias, proyectado como una zona de lujo en los años setenta que está limitada al norte por la ronda de Levante y al este con la avenida homónima, que linda con el barrio de La Paz. Más allá del Jardín de La Fama, que está anexo al campus universitario, hay una serie de bloques que desde los años ochenta ha sufrido un proceso de decadencia con múltiples causas detrás. Cuenta el trabajador social Miguel Ángel Alzamora que el problema viene del barrio contiguo de La Paz: “Es un barrio con unas construcciones malísimas, de techos bajos, hechas para trabajadores con poco poder adquisitivo, pero que tenía mucha vida. El abandono y las tantas privaciones de lo básico ha hecho a la gente irse de allí, y el relevo en las viviendas ha sido cada vez más pobre. Desde lo social y lo urbanístico podrían haberse hecho muchísimas cosas y no se ha hecho absolutamente nada”.
“La promoción es estatal porque se hizo en los sesenta”, comenta José Antonio Bascuñana, subdirector general de vivienda social de la Comunidad Autónoma. “En Santa María de Gracia y en Vistabella se hizo antes que en La Fama y en esos barrios el proyecto funcionó. En La Fama la mayoría de las viviendas ya están escrituradas a sus propietarios y hay algunas que han cambiado de dueño, aunque no figure en las escrituras, dando lugar a situaciones un poco extrañas; lo que ha pasado aquí es complejo, pero el tema de la droga tiene mucho que ver”. Sin embargo, Alzamora apunta que las viviendas de Vistabella, por ejemplo, son “mucho mejores” que las de La Paz.
Sin cola para la marihuana
Cada dosis es un mundo y hay que pesarla y prepararla por separado: se puede comprar cocaína por dos o tres euros; una cantidad minúscula dado que el precio del gramo ronda los sesenta euros. La venta de la hierba, al tenerla preparada en bolsitas de un gramo, es más ágil. De vez en cuando aparece algún chaval que ronda los 20 años, al que todos llaman “el zagal” aunque nunca sea el mismo chico, y dicen “dejad pasar al zagal, hostia, que vendrá a por porros”.
Algunos de los que van a comprar les llevan comida, tabaco o cualquier cosa a los que trabajan dentro, para pagarse la dosis. A pesar de que a todos los que van les pagan en especie, a algunos simplemente les dan unos pocos cogollos de marihuana envueltos en un papel, que luego intentan vender con poco éxito en la zona de la universidad. Las redadas son habituales, pero no consiguen interrumpir su actividad más de dos días: les echan la puerta abajo, desmontan todo y quitan la tapia de la puerta de al lado. Y vuelta a empezar.
“Vivo en un cuarto piso y todas las santas noches se escucha alguna trifulca, gritos, peleas, es increíble”, cuenta Marta, que lleva un par de años viviendo a pocos metros de la calle Santa Rita. “También hay gente que es buena persona. Conocemos a uno que se llama Antonio que pide por aquí. Tiene problemas porque la policía local, si lo ve con monedas se las quita [se presupone que las sacan de aparcar coches, actividad que está prohibida por el Consistorio]. Una vez, unos chavales intentaron robarle y quitarle sus cosas, pero los vecinos lo defendieron. Hay delincuencia, claro, pero también gente con situaciones muy delicadas que intenta ganarse la vida”.
A 'Las Rejas' a por una micra de coca
Tito –nombre ficticio– es uno de tantos que hacen su vida a un lado y otro de la calle Obispo Frutos, que hace de frontera entre la zona universitaria y el barrio de La Fama, y vive en un coche estacionado en el aparcamiento de uno de los bloques de edificios. Ha venido a 'Las Rejas' a conseguir una micra de base de coca. Se le llama también basuco, paco o simplemente base. Se produce a partir de los residuos de la fabricación de la cocaína, procesada con ácido sulfúrico y queroseno. También consume crack, que es muy similar, pero en lugar de un polvo apelmazado, parecida a la textura de los polvos pica-pica, es una piedra cristalizada que se machaca y se consume de la misma forma: en pipa y calentándolo a alta temperatura. Sus efectos, según internet, deberían ser similares a los de la cocaína: excitación, euforia, verborrea; de forma visible, no parece tener nada que ver: a algunos se les cae la baba, vomitan o pierden el conocimiento unos segundos, por lo que a priori parece tener un efecto diametralmente opuesto.
Tito está sentado en el borde de una acera, alejados ya del vaivén de personas de la calle Santa Rita, y ha sacado de su chaqueta acolchada una pipa metálica de color azul llena de calvas en la pintura. El hombre, de unos cincuenta y tantos, es casi una sombra, un vestigio de cualquier otro, reducido a una macilenta figura de apenas 50 kilos. Su atención es dispersa, por momentos es incapaz de contestar a ninguna pregunta y cada poco tiempo se abstrae e ignora por completo la entrevista. Saca también de su bolsillo un cuadrado de papel blanco enrollado. Se le dice paraca, porque al abrirse dichas bolsitas tienen forma de paracaídas. Es el formato más común para guardar cualquier sustancia en polvo. Algunas drogas, como la cocaína, se venden en paracas de plástico, pero otras, como el speed o la pasta base se conservan mejor en un trozo de papel, para secar el polvo y evitar que se apelmace.
Mientras calienta con un mechero los laterales del tubo de su pipa se lo coloca en los labios. Quema una porción del polvo y se toma su tiempo para aspirar todo lo posible. Sin cambiar de postura, vomita con los antebrazos recaídos sobre las rodillas, flexionadas y apuntando hacia la acera de enfrente. Allí precisamente está la sede de la Fundación RAIS, dedicada al apoyo de personas sin hogar.
Tito es alicantino. “De un pueblo de Alicante [no concreta]. Tenía un local con mi cuñado, que era boliviano y estaba metido en historias con putas, así que cuando me casé con mi mujer me puse a trabajar con él”. Sus formas son categóricas; a pesar de su voz trémula, irradia seguridad en cada palabra. Era el jefe de los encargados del prostíbulo de su cuñado, aunque asegura que el negocio lo tenían a medias, con un tono molesto, cuando se le pregunta. “Todo a medias. Iguales los dos. Todo iguales”.
Tito ha visto un coche aparcado cuyo dueño ha olvidado cerrar, y ronda con la mirada a un lado y otro de la calle. En un abrir y cerrar de ojos, ya está al girar la esquina y comienza a desvalijar el contenido de una mochila que había en el vehículo. “Mira, mira, mira, sobrino. Esto lo vendo yo. A esto le saco una micra”. Mientras vuelve a sacar su pipa del bolsillo y repetir la operación anterior, balbucea para sí y tras un breve lapso dirige su atención, de nuevo, a la entrevista. “Tú tienes buena cabeza para quedarte con las cosas; quédate con esto porque esto –la base– lo tienes que evitar o acabas como yo. Tengo sida desde hace siete años y no tengo salvación ya. Tampoco la quiero, me la suda, me voy a morir y a la gente le va a dar igual, ya no soy nadie”.
“No tengo donde caerme muerto”
“Tengo una hija que está en Bolivia, con su madre. Ahí estará bien, supongo. Yo no tengo dónde caerme muerto”. En el laberinto de aparcamientos entre los bloques del jardín de La Fama, hay un monovolumen antiguo, con los guardabarros abollados y la pintura, gris metálica, totalmente desgastada. “Llevo sin moverlo… meses, antes lo cogía para ir al médico, que tenía que hacerme analíticas, pero ya no me las hago”.
El olor del interior del vehículo es fuerte, tiene mantas colocadas sobre los asientos traseros y hay bolsas isotérmicas llenas de todo tipo de objetos cubriendo las alfombrillas. Cuelga un rosario del retrovisor. “Duermo aquí y en verano saco las piernas por la ventanilla. Tomo algo por las mañanas; siempre tengo aquí [rebusca entre sus bolsas] bollos de esos del Día y Aquarius. Lleva una dentadura postiza para los dientes de arriba y se la quita mientras habla para recolocársela. Confiesa que antes creía que iba a salir adelante, pero hace tiempo que se dio por vencido: ”Cuando llevaba un año durmiendo en el coche de aquí para allá creía que iba a encontrar trabajo, o algo, pero cada vez me metía más coca y me quedé sin dinero para mover el coche y me quedé en Murcia. Ya son nueve años en la calle y yo me voy a morir tirao como un perro“.
La última Encuesta del INE sobre Personas Sin Hogar dice que la esperanza de vida es hasta 30 años inferior a la media, y más de la mitad de ellos presentan síntomas depresivos. El trabajo de organizaciones como Hogar Sí –de la Fundación RAIS– es uno de los pilares fundamentales que tienen a su disposición para salir adelante. “Las personas en situación de calle tienen muchos problemas para acceder a servicios sanitarios como quimioterapia o trasplantes, porque se da por hecho que no van a poder soportar el proceso de recuperación y pierden por tanto el derecho a la asistencia sanitaria”, afirma la portavocía de la Fundación RAIS, que, además de prestar servicios de vivienda para colectivos vulnerables, en Murcia también se ofrece asistencia en materia de salud derivado a través de la Seguridad Social. “Es importante que las administraciones conozcan que existen estos recursos y el trabajo de las asociaciones para poder complementar nuestro trabajo con los recursos institucionales”, sentencian.
Las clases deprimidas, fuera de la agenda política
Paqui Pérez, exconcejala de Mayores, Vivienda y Servicios Sociales del ayuntamiento de Murcia, ha relatado a este diario que desde la moción de censura al Partido Popular en 2021 las competencias de su concejalía se multiplicaron: “Para la anterior administración (del popular José Ballesta) las personas sinhogar, los drogodependientes y las clases deprimidas no existían, no formaban parte de su agenda política”. Este periódico ha tratado, sin éxito, de ponerse en contacto con la nueva administración, recuperada por José Ballesta el pasado 28M.
A las cuatro de la madrugada Tito decide moverse y volver al trabajo. “Voy a la REM ahora, están llegando coches”. El aparcamiento de la sala de música REM, situada en el centro de la capital murciana, tiene apenas cuarenta plazas y a primera vista y sin entrar puede verse si hay hueco o no. A pesar de ello, Tito deambula entre los coches y se acerca a cada conductor que aparca. Alguno le da una moneda de poco valor, aunque la mayoría niegan con la cabeza mientras hacen un ademán de tocarse los bolsillos. “Se piensan que si no me dan nada les voy a hacer algo en el coche. Yo no hago esas cosas”, aunque, confiesa: “Me viene bien que se lo crean porque alguno me da por eso” finaliza, apenas una hora después de haber desvalijado un coche.
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