Apenas nos queda un día para dejar la isla de Lesbos: costas escabrosas y transparentes, puerto navideño lleno de luces, calles empedradas y pintorescas. Todas sus particularidades turísticas conviven, como en el resto de nuestra Europa orgullosa de ser ciega y sorda, con cientos de personas vagando con la mirada clavada en el suelo con evidente desesperanza, confusión y desconsuelo. Podríamos decir que hasta aquí todo normal, nada nuevo si lo comparamos con nuestras ciudades por las que caminamos con una vista selectiva naturalizada que esquiva la pobreza y miseria ajenas. Todo normal. Pero aquí se ha escondido demasiada basura bajo la alfombra, apenas das un paso se escapa una señal, un resto del naufragio, una huella mal borrada. Nuestra labor durante estos días ha sido ir tras esos rastros, testigos de la barbarie crónica perpetrada por Europa, en busca de supervivientes. No ha sido tarea fácil. Esta Europa nuestra, además de ciega y sorda, va camino de ser muda. Nos llegan ecos de una nueva ordenanza que se puso en marcha el 30 de diciembre prohibiendo tocar música en la calle. Tal vez sea una medida preventiva, transitoria, a causa de la crisis sanitaria mundial que atravesamos, ¿quién sabe?
A siete kilómetros de la ciudad, lejos de los puestos de castañas calientes y de los amables kalimera, una carretera inhóspita dibuja una curva pronunciada que deja hueco entre el asfalto y el mar para el nuevo campo de detención de personas refugiadas. El tráfico y el mar componen un ruido de fondo que no da lugar al silencio y que, a su vez, no invita a la interlocución. Dos furgones policiales, autoridad sin sonrisa y con pistola, gabardinas grises y detectores de metales. Un grupo de música de fanfarria venido desde Italia irrumpe con sus metales de aire entre la alambrada y la carretera en un intento de esconder concertinas a golpe de trombón. La fiesta apenas dura unos minutos, prohibida la música en la calle, prohibido arrancar sonrisas. La policía les identifica y les advierte, lárguense con la música a otra parte o habrá consecuencias, aquí no hay nada ni nadie para celebrar.
Con eso mismo nos hemos encontrado Las Hermanas Urruti. El “camp manager” siquiera nos recibió, envió a sus sabuesos rotundos y armados, no es posible hacer teatro aquí, está prohibido. Ni podemos entrar, ni pueden salir. Las restricciones de salida y entrada del campo son brutales, no atienden al derecho fundamental de la risa, no importa que estés en esa edad en la que la alegría debe acompañar cada soplo que inspiras y expiras.
Negadas a aceptar la barbarie, Las Hermanas Urruti, junto con Amigos de Ritsona, seguimos en la búsqueda desesperada de encontrar espacios humanos y dignos. Afortunadamente existen, no vamos a nombrarlos porque la honestidad aquí tiene un precio, no ser cómplice de las autoridades europeas significa trabajar en la sombra, mantenerse muda para poder gritar cuando y donde se puede, para poder acompañar a quienes necesitan una mano amiga a la que asirse.
También en voz baja, nos cuentan que las autoridades planean construir una réplica del campo del silencio sordo treinta kilómetros tierra adentro, en mitad de la nada, en las montañas. Una isla dentro de otra isla. Me pregunto si dispondrán un batallón de francotiradores alrededor para disparar contra cualquier pájaro que ose colar una melodía furtiva.
No es esta una crónica en la que subrayamos el valor de la cultura en contextos conflictivos, de eso ya hay mucho escrito. No vamos a mostrar caritas felices. Damos fe de que nos hemos reído, y de que cada sonrisa merece este y mil viajes más. Pero este nuevo año queremos empezarlo con un grito múltiple que no renuncia a la alegría pero que también va cargado de rabia. Por respeto a lo que está pasando aquí, nos guardamos las fotos que nos hacen sentir bien. Solo cabe una medicina, gritar con nosotras y dudar de quien ciego y sordo, camina con la cabeza erguida.