El edificio que tengo enfrente tiene seis ventanas. En realidad no estoy muy segura de todas las que hay pero, desde mi lugar, son esas las que yo veo.
La señora que vive tras la ventana redonda es la que antes me saluda por las mañanas. Serena y positiva, siempre confía en que saldrá el sol. “El clima va por dentro, vecina mía”. Eso me dice cuando me escucha quejarme porque el día está nublado.
A esta señora le encanta bailar, leer, reír, cuidar de sus macetas y probar platos típicos de todas las culturas. Es toda una vividora. Y en contra de las malas connotaciones que tiene este adjetivo, ser una vividora es lo mejor que te puede pasar. Ella así lo defiende: “Lo que hacemos en esta vida es vivirla ¿no? Pues entonces, ¿por qué convertimos el deber de vivir en un insulto? No señor. Yo me reivindico una vividora”.
Con esa manera de pensar no me extraña que sea tan amiga del señor de las grandes ventanas.
Se trata de un hombre realmente atractivo y muy culto. Además, posee otras tantas cualidades que me fascinan como la nobleza, la templanza y la curiosidad.
Durante muchos años el señor de las grandes ventanas utilizó una lupa para mirar por el día y un telescopio para mirar por la noche. Y no sólo miraba desde su gran ventana. Sino que lo hacía a través de muchas otras. Por eso sabe tanto. Porque supo mirar lo minúsculo y lo inmenso de la vida desde muchas perspectivas.
Desde que estamos en cuarentena ha decidido que sólo va a mirar a través de lo que sus ojos puedan ver, sin utilizar ningún otro artilugio. Apunta todo lo que considera importante en su cuaderno de papel.
“¡Vecinaaaa! -me gritaba un día muy contento- ¡Vecina que ha vuelto!” -“¿Quién ha vuelto?! Le pregunté- ”El conocimiento vecina ¡Ha vuelto el conocimiento! ¿No se da cuenta? ¡Nunca creí que volvería a escuchar a más científicos y humanistas que a parlanchines de pacotilla en los medios de comunicación! ¡Y también está pasando en la tele!“ ”Pues sí que tiene usted razón“ – le contesté- ”Parece que este virus nos está obligando a hablar con más propiedad y a valorar más a las personas cultas, como usted“.
Al lado del señor atractivo de las grandes ventanas vive su alter ego. Se trata de un señor que tiene un ventanal muy pequeño, sucio y cuadriculado.
Este huraño vecino solo abre las ventanas para vociferar el parte de las cifras de muertos e infectados por coronavirus, así como para maldecir a todas las personas que, según él, “son responsables de esta situación”. También disfruta mucho compartiendo bulos que nada bueno aportan.
“¡Este hombre es un portento!” Me digo cada vez que lo escucho. Pero claro, ¿Qué es lo que realmente podrá ver este señor teniendo esa ventana tan pequeña, tan cuadrada y con tanta suciedad acumulada? Así sólo puede ver sombras y, por eso, sólo sabe hablar del miedo. Un tremendo miedo, que ni siquiera él sabe que tiene.
Me fastidia que con su ignorancia por altavoz despierte de la siesta a la señora mayor. Ella, que siempre tiene la ventana abierta, es la primera que lo escucha y entonces se asusta. Pero con todo lo que ha vivido, enseguida recuerda que por peores cosas ha pasado la buena mujer.
Decía que la señora mayor siempre tiene la ventana abierta y yo mucho que se lo agradezco. Cuando hace la colada, sabe que me encanta que me llegue ese olor a sábanas limpias y cuidadas, que sólo ella consigue con su jabón casero. Siempre me imagino lo bien que se tiene que dormir en una camita de las suyas.
Hace tiempo que sé que está sola pero nunca me había planteado si su guiño, el de dejar la ventana abierta, es en realidad, una invitación a descubrirla a ella por dentro. Es curioso como las personas mayores parecen saber lo que necesitas y los demás, no somos siquiera capaces de interpretar una clara llamada de soledad, así en forma de olor a limpio.
Justo arriba de la señora mayor, vive otra mujer. Es de las pocas personas en el vecindario que sale estos días a la calle. Hace muchos trabajos. A veces es enfermera, otras veces camionera, también cajera de un supermercado y no sé cuántas cosas más.
Cada día que sale se pone mucho maquillaje. Tanto que, desde mi lugar, no puedo ver cuál es su expresión. Pero su expresión de verdad. Lo que sí puedo ver, son unas ojeras que le llegan a los tobillos.
Algunas noches, de madrugada, oigo que abre su ventana y grita. Es un grito muy breve pero desgarrador. Un grito que ni le da tiempo a ser grito porque al día siguiente, tiene otra vez que madrugar.
Espero que cuando pase todo esto, tenga tiempo para recomponerse. Pero sobre todo, espero que tenga a alguien con quien hablar de todo lo que ahora no puede expresar, detrás de esa capa de maquillaje.
Y por último, desde mi lugar, percibo las ventanas que más me inquietan. Ahí, arriba del todo.
Desde que empezó la pandemia, el piso más alto está en obras y nadie sabe quién va a vivir allí. Lo cierto es que tampoco supe muy bien quién vivía antes.
Lo que sí puedo ver es que cuenta con ventanas de todos los tipos: grandes, pequeñas, redondas, cuadradas, abiertas y cerradas.
Espero que quien sea que vaya a habitar a partir de ahora ahí en lo alto, cuide de sus cristales y también, que observe con ternura el mundo. Todos los días.
Terminan los aplausos. Son las ocho pasadas.
Ya se cierran todas las ventanas de mis vecinos.
Ahora toca mirarnos por dentro.