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El abuelo de la economía del comportamiento

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El pasado 27 de marzo falleció Daniel Kahneman, psicólogo israelí premiado con el Premio Nobel de Economía en el año 2002. ¿A qué se debió ese reconocimiento? A sus investigaciones en la denominada “economía de la conducta”, la cual explica cómo nuestros comportamientos no son tan racionales como debieran, sino que están sesgados por sesgos y prejuicios mentales. Sus aplicaciones son enormes; tanto en el ámbito personal como en el político o privado. Ahora bien, como en todas las historias debemos comenzar por el principio.

Nacido en Tel Aviv el 5 de marzo del año 1934, estudió en la Universidad de Jerusalén en primer lugar psicología y posteriormente matemáticas. Ya en el ejército hebreo una de sus ocupaciones era evaluar los posibles candidatos a oficiales. En 1958 dejó su país para realizar el doctorado en la Universidad de Berkeley aunque realizó la mayor parte de su actividad académica en Princeton. Después de ganar el Nobel escribió en el año 2011 un libro memorable: “Pensar rápido, pensar despacio”. La tesis principal: el cerebro tiene dos sistemas, uno impulsivo o emocional y otro racional. En contra de nuestra intuición el primero suele ganar al segundo. Existe una explicación brillante: uno es el correcaminos, otro el coyote. La mayor parte de las veces tomamos una decisión y luego la racionalizamos de manera que le otorgamos un sentido que sirve para evitar el desajuste mental que ello implicaría. 

En el año 2013 recibió del entonces presidente norteamericano Barack Obama la Medalla Presidencial de la Libertad. En el año 2021 escribió junto a los expertos en pensamiento estratégico Olivier Sibony y Cass R.Sunstein la obra “Ruido. Un fallo en el juicio humano”. En este caso se expone cómo el contexto, la hora del día  o la forma en que recibimos la información termina influyendo en nuestras decisiones. Y no se trata tan sólo de ir al supermercado. Es más fácil que al revisar una posible revisión de condena de un preso le otorguen la libertad a primera hora de la mañana que antes de comer. También es más fácil contratar a un trabajador con un expediente académico excelente si le entrevistamos un día de lluvia a hacerlo cuando brilla el sol. Incluso pueden cambiar  los diagnósticos médicos. ¿No es asombroso?

La economía de la conducta se dedica a analizar el comportamiento de los seres humanos para explicar los fenómenos económicos añadiendo herramientas adicionales a la teoría tradicional. Sirve, en palabras del también israelí Daniel Ariely, para “comprender las fuerzas ocultas que determinan nuestras decisiones, en muchos contextos distintos, y encontrar soluciones a problemas comunes que afectan a nuestra vida personal, profesional y pública”. Así la pregunta salta a la vista: ¿cómo decidimos? Los condicionantes habituales parecen claros: depende de nuestros objetivos, valores, educación  y gustos. Sin embargo, hay otros. Veamos algunos.

Tenemos aversión a las pérdidas. Deseamos evitarlas como sea. Por eso el mercado de seguros funciona muy bien. Por eso el marketing nos anima a comprar o votar de una determinada manera en base a nuestros miedos más profundos. Muchos deportistas de élite afirman que su objetivo es ganar no por el placer de hacerlo sino por el disgusto que supone perder. De ahí vienen frases como que “el segundo es el primero de los perdedores” o “un buen perdedor es un mal perdedor”.

El marco en el que nos dan determinadas opciones influye en nuestra decisión final. Muchas preguntas que se hacen en encuestas o entrevistas buscan una determinada respuesta. Mi ejemplo preferido tiene que ver con una cuestión tan personal y sensible como el aborto. Se puede plantear de forma neutra de manera sencilla: ¿estás a favor o en contra? Imaginemos dos frases previas. Primera: “abortar es matar”. Segunda: “la mujer es la dueña de su cuerpo”. Cada una de ellas empuja la respuesta a una dirección muy clara.

Tendemos a realizar atajos mentales para tomar decisiones. Es lógico hacerlos: ¿cómo saber que coche, casa o pareja nos conviene? Lo preocupante es que los prejuicios afectan de manera intensa, por eso nos cuesta mucho comprar tecnología de un país africano. El síndrome del espejo retrovisor provoca que estemos constantemente analizando el pasado de manera que tenemos problemas para avanzar o adaptarnos a nuevas situaciones. Sí: estamos inmersos en un mundo de ruido y sesgos.

A Kahneman le encantaba contar la anécdota del oficial que “mejoraba” el mal desempeño de su personal mediante una buena regañina. La explicación era una simple regresión a la media: después de hacer algo excepcionalmente bien tendemos a bajar el nivel. Lo mismo ocurre en sentido contrario. También comentaba que “después de los 60 somos más felices. No te ilusionas tanto por lo bueno y ves lo malo con más distancia así que consigues un equilibrio emocional más gratificante”. Quería que se le recordase como “el abuelo de la economía del comportamiento”.

El pasado 27 de marzo falleció Daniel Kahneman, psicólogo israelí premiado con el Premio Nobel de Economía en el año 2002. ¿A qué se debió ese reconocimiento? A sus investigaciones en la denominada “economía de la conducta”, la cual explica cómo nuestros comportamientos no son tan racionales como debieran, sino que están sesgados por sesgos y prejuicios mentales. Sus aplicaciones son enormes; tanto en el ámbito personal como en el político o privado. Ahora bien, como en todas las historias debemos comenzar por el principio.

Nacido en Tel Aviv el 5 de marzo del año 1934, estudió en la Universidad de Jerusalén en primer lugar psicología y posteriormente matemáticas. Ya en el ejército hebreo una de sus ocupaciones era evaluar los posibles candidatos a oficiales. En 1958 dejó su país para realizar el doctorado en la Universidad de Berkeley aunque realizó la mayor parte de su actividad académica en Princeton. Después de ganar el Nobel escribió en el año 2011 un libro memorable: “Pensar rápido, pensar despacio”. La tesis principal: el cerebro tiene dos sistemas, uno impulsivo o emocional y otro racional. En contra de nuestra intuición el primero suele ganar al segundo. Existe una explicación brillante: uno es el correcaminos, otro el coyote. La mayor parte de las veces tomamos una decisión y luego la racionalizamos de manera que le otorgamos un sentido que sirve para evitar el desajuste mental que ello implicaría.