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La estética del poder, una metáfora social

Antiguamente, en los días de fiesta, existía la costumbre popular de salir a la calle elegantemente vestidos. Tal era la costumbre que la Real Academia de la Lengua la incluyó como vocablo: Endomingarse. Las clases populares celebraban ese día poniéndose ropaje propio de las clases medias o altas. También los diputados obreros del siglo pasado solían usar corbata y traje. Esta acción de los diputados de asimilarse en sus ropajes, en su imagen, a las clases sociales hegemónicas era bien vista por sus representados; entendían que les acercaba al poder. Deseaban que sus representantes portaran símbolos de un poder que lo percibían lejano.

En estos momentos, estamos en tiempo de fractura social, de gran malestar ciudadano hacia los que han ostentado el poder. También de cambio de ciclo político. Ya no está bien visto políticamente parecerse a los del poder, a los de arriba. Es preciso mantenerse a distancia de ellos; también en términos de imagen.

La estética puede quedar en un mero postureo, un juego. Pero la estética, en última instancia, se convierte en la representación cultural de un estilo de vida; de unos valores determinados. Que la estética se traduzca en factor político de identidad no es novedad. Son muchos los colectivos políticos y étnicos que suelen homologarse en sus ropajes para transmitir una imagen de identidad. Tanto en nuestro ámbito cercano como en el internacional. La estética se convierte en una metáfora de la sociedad.

El inicio de la legislatura ha evidenciado un desencuentro estético que pretende ser cultural. Hemos visto como en el Congreso, el sanedrín del poder político español, han entrado personas con representaciones estéticas no usuales hasta ese momento. Es la plasmación cultural de la diversidad política, desde sus diversos orígenes. Una representación que también exige espacios centrales en el hemiciclo; no en gallinero.

Es lógico que cada grupo de diputados tienda a representar políticamente a los suyos. Lo que no era lógico es que el estilo de vida de algunos representantes en nada obedecía a las pautas y hábitos morales de sus representados. Y no digamos en el terreno ético.

El peligro no estriba en la interculturalidad política de nuestra sociedad; sino en su posible multiculturalidad. Todas las culturas políticas democráticas son bien recibidas. Entre ellas tienen que dialogar, influirse mutuamente y buscar acuerdos. El peligro puede encontrarse en que no sean capaces de ello. En que se enclaustren en sus propias culturas; que se empeñen en cerrarse en sí mismos.

En los primeros años de la postguerra una sombrerería de Madrid recurrió para promocionar sus ventas al slogan: Los rojos no llevaban sombrero. Esperemos que el sombrero, el bigote, las rastas, los pañuelos... no sean elementos de confrontación sino más bien símbolos culturales que nos proporcionen fermento de diversidad y de riqueza cultural.

Antiguamente, en los días de fiesta, existía la costumbre popular de salir a la calle elegantemente vestidos. Tal era la costumbre que la Real Academia de la Lengua la incluyó como vocablo: Endomingarse. Las clases populares celebraban ese día poniéndose ropaje propio de las clases medias o altas. También los diputados obreros del siglo pasado solían usar corbata y traje. Esta acción de los diputados de asimilarse en sus ropajes, en su imagen, a las clases sociales hegemónicas era bien vista por sus representados; entendían que les acercaba al poder. Deseaban que sus representantes portaran símbolos de un poder que lo percibían lejano.

En estos momentos, estamos en tiempo de fractura social, de gran malestar ciudadano hacia los que han ostentado el poder. También de cambio de ciclo político. Ya no está bien visto políticamente parecerse a los del poder, a los de arriba. Es preciso mantenerse a distancia de ellos; también en términos de imagen.