Contrapunto es el blog de opinión de eldiario.es/navarra. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de la sociedad navarra. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continua transformación.
Lo que el populismo punitivo esconde
Decía Voltaire que “lo razonable es lo que piensan todos los humanos por igual cuando están tranquilos”. Yo, a diferencia del filósofo francés, no me atrevería a defender semejante afirmación con tanta rotundidad, pero sí me confieso una gran defensora de la prudencia como virtud. O, por decirlo con sus palabras, de la tranquilidad. Especialmente a la hora de abordar debates en los que hay mucho en juego. Sin embargo, la terrible noticia del asesinato del pequeño Gabriel provocó una oleada de consternación que, bajo el muy loable lema “todos somos Gabriel”, se convirtió en un no tan loable clamor a favor de la prisión permanente revisable.
Durante semanas observé con preocupación cómo entre la ira y la rabia se hacía hueco el denominado populismo punitivo, y experimenté con frustración la impotencia del razonamiento jurídico para abrirse paso entre tanta visceralidad. Baste recordar las iniciativas en change.org para exigir la cadena perpetua –incluso la pena de muerte-, las hordas de gente insultando a la asesina confesa y a sus abogados en las puertas de comisaría, o el linchamiento a una muñeca que representaba a Ana Julia Quesada en una localidad de Sevilla.
Pareciera, en pleno siglo XXI, que elementos tradicionalmente considerados esenciales en cualquier Estado de Derecho -como el derecho a un juicio justo, el derecho a una defensa, o el principio de humanidad y proporcionalidad de las penas- fuesen ahora vistos como minucias de juristas o, incluso, como incómodas trabas que entorpecen el camino de jueces y policías (de los propios ciudadanos) hacia la caza de malhechores. Este recelo hacia las garantías constitucionales choca con una fe ciega en la pena (en el castigo) y, especialmente, en una de sus propiedades: la dureza y severidad, que se presenta como solución infalible y definitiva al problema de la criminalidad y la maldad, erigidas a su vez como máximas preocupaciones de la sociedad. Si, además, permitimos que sean las víctimas y las pasiones que suscitan los crímenes quienes marquen el paso y el tono de este Derecho penal en expansión, tenemos todos los motivos para hacer sonar las alarmas.
Empezaré a diseccionar esta postura llamando la atención sobre la aspiración en que basa su premisa y que el populismo punitivo ha convertido en una promesa irrealizable: la ilusión de la invulnerabilidad o el mito de la seguridad total. Con todo lo legítimo y necesario que puede ser perseguir una meta como ésta, por muy inalcanzable que sea, conviene recordar que vivimos en un mundo donde existen personas capaces de cometer las peores atrocidades. Ni el mejor Código penal ni la mejor de las leyes podrán hacer desaparecer la criminalidad. Es más, la historia y la experiencia nos indican que deberíamos desconfiar de los discursos y de las personas que prometan una sociedad libre (“limpia”) de criminales y malhechores en pos de la seguridad. Debemos ser capaces de convivir asumiendo cierto grado de indefensión.
El Derecho y, por supuesto, el Derecho penal, debe esmerarse, claro está, por ofrecer herramientas que permitan contener el crimen, pero cualquier herramienta, cualquier norma jurídica será siempre necesaria e inevitablemente imperfecta, insuficiente. Ni brindarán “justicia” (entendida en un sentido poético, como estricta restitución o restauración de una situación anterior), ni extirparán la criminalidad de la sociedad. Señalar lo anterior no significa que el Derecho penal no tenga que ocuparse del problema de la seguridad, pero sí nos permite liberarlo de una carga que no es exclusivamente suya y enfocar dicho problema desde frentes -como el social, el económico o el cultural- que de otro modo son olvidados.
Aterrizo así en la siguiente cuestión clave: la de las funciones de la pena. En contra de lo que habitualmente se piensa y se argumenta, es falso que España tenga un sistema penal poco severo pero, en cualquier caso, se ha demostrado que el endurecimiento de las penas no implica una disminución de la criminalidad. Desde este punto de vista, la cadena perpetua resultaría inútil e innecesaria. No disuade a los criminales de cometer sus fechorías sino que, en todo caso, sirve únicamente para apartarlos de la sociedad una vez han delinquido (función inocuizadora). Por lo tanto, debe haber otras motivaciones en la base de esta reivindicación. Y estas motivaciones no son otras que la sed de venganza y la búsqueda de consuelo mediante equivalencias imposibles y ficticias.
Todo crimen conlleva una pérdida y un desconsuelo, una insatisfacción que la víctima estará condenada a gestionar como buenamente pueda. No hay duda de que, como sociedad, tenemos el deber de ofrecer instrumentos que ayuden a transitar ese duro proceso. Y no hay duda de que, en ese sentido, el acceso a la justicia sí juega un papel fundamental. Ahora bien, no podemos convertir la pena (la sanción) en solución al desconsuelo. La respuesta al delito no puede recaer en manos de las víctimas precisamente porque, más allá de reacciones estoicas y admirables como las de los padres de Gabriel, sabemos que no sólo es frecuente, sino que es natural dejarse invadir por la ira, la rabia, el resentimiento. Nadie juzgaría a los padres de un niño estrangulado por pasar el resto de sus vidas deseando la muerte del asesino. Porque sabemos, o deberíamos saber, que hay experiencias de pérdidas para las que ningún consuelo, ninguna condena, ninguna venganza será suficiente. Fue precisamente el reconocimiento de esta realidad la que permitió conquistar uno de los mayores logros civilizatorios del siglo pasado: justamente, comprender que no podemos otorgar a las víctimas el poder de sancionar, sino que debemos asignar la difícil tarea de imponer condenas a instancias neutrales e independientes.
Si nos dotamos de un ordenamiento jurídico fue porque aspirábamos a algo más que al castigo y la venganza; porque entendimos que en la neutralidad de los procedimientos residían las garantías de una sociedad más civilizada, más ordenada. Fue precisamente desde la experiencia y el recuerdo vivo de una de las épocas más oscuras de la historia –marcada por los totalitarismos y las guerras-, y no desde la ingenuidad, el “buenismo” o el exceso de optimismo, desde donde los legisladores de los actuales sistemas constitucionales, incluido el nuestro, convinieron en la necesidad de identificar unos mínimos que habría que esmerarse por preservar incluso en tiempos difíciles. Precisamente en tiempos difíciles. Sólo después de aquel trauma entendimos que el único baluarte eficaz frente a los totalitarismos y el despotismo era la consagración de unas garantías constitucionales. Sabíamos que la defensa de estas garantías no sería gratis, pero era el coste que decidimos pagar por tener la clase de sociedad que queríamos tener. Aquello que sabíamos entonces, parece hoy olvidado.
Ana Aldave. Doctora en Derecho Investigadora en Filosofía del Derecho en la UPNA
Decía Voltaire que “lo razonable es lo que piensan todos los humanos por igual cuando están tranquilos”. Yo, a diferencia del filósofo francés, no me atrevería a defender semejante afirmación con tanta rotundidad, pero sí me confieso una gran defensora de la prudencia como virtud. O, por decirlo con sus palabras, de la tranquilidad. Especialmente a la hora de abordar debates en los que hay mucho en juego. Sin embargo, la terrible noticia del asesinato del pequeño Gabriel provocó una oleada de consternación que, bajo el muy loable lema “todos somos Gabriel”, se convirtió en un no tan loable clamor a favor de la prisión permanente revisable.
Durante semanas observé con preocupación cómo entre la ira y la rabia se hacía hueco el denominado populismo punitivo, y experimenté con frustración la impotencia del razonamiento jurídico para abrirse paso entre tanta visceralidad. Baste recordar las iniciativas en change.org para exigir la cadena perpetua –incluso la pena de muerte-, las hordas de gente insultando a la asesina confesa y a sus abogados en las puertas de comisaría, o el linchamiento a una muñeca que representaba a Ana Julia Quesada en una localidad de Sevilla.