Desde emprender, regularizarse y ver de nuevo a sus madres: los sueños de los menores migrantes en Navarra

Sol Gragera

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Desde ayudar a sus familias económicamente hasta conseguir regularizar su situación para viajar y volver a ver a sus madres. Estas son solo algunas de las aspiraciones de los menores extranjeros que han llegado solos a España a buscar una vida mejor. Lamentan lo mucho que les afecta ser señalados y relacionados con la criminalidad, a veces desde las propias instituciones. Es lo que ha sucedido recientemente en Pamplona. El alcalde de la ciudad, Enrique Maya (Navarra Suma), asoció un supuesto aumento de la inseguridad en la capital navarra con los delitos cometidos por niños y adolescentes extranjeros tutelados por el Gobierno foral. Estas palabras le valieron, de hecho, la reprobación en el pleno municipal por parte de los grupos en la oposición -PSN, Geroa Bai y EH Bildu-, aunque el contenido de la condena quedó empañado en medio de la polémica votación de la reforma laboral en Madrid. A este respecto, los datos son contundentes para desmentir los bulos, pero nunca suficientes para reparar la imagen dañada. Y es que según la Fiscalía de Menores, menos de un 1% de los delitos cometidos en Navarra corresponden a los mal llamados 'menas'. En lo que respecta a los jóvenes tutelados por la administración, tal y como apuntó la consejera de Derechos Sociales, Carmen Maeztu, de las 251 medidas judiciales dictadas a este grupo en 2021, solo 16 respondían a quienes sustentan otra nacionalidad distinta a la española. Pero es así como, inevitablemente, la relación con la delincuencia contribuye al estigma y salpica a todos, extranjeros y nacionales, y está lejos de corresponder con la realidad y las duras historias de superación que se esconden detrás de las cifras frías. elDiario.es/Navarra recoge siete testimonios de jóvenes que han vivido la experiencia de ser tutelados y de quienes han decidido, también a través de los programas de acogimiento lanzadas por la administración, darles la mano y acompañarles en su proceso de integración y salto a la vida adulta. Estos últimos, con su ejemplo, son sus auténticos referentes.

Abderrahman Naciri (Marrakech, 1983) se queda a menudo desde las 20:00 horas hasta pasadas las 2:00 enseñando castellano a los menores extranjeros tutelados por el Gobierno de Navarra. Lleva sus propios apuntes a los pisos de acogida o a los centros de la red de acogimiento. Y lo hace generosa y desinteresadamente. Es mediador cultural y trabaja para la Asociación Zakan, encargada de gestionar el Centro de Observación y Acogida Argaray, que recibe en un primer momento a estos chicos y chicas antes de ser derivados a los pisos tutelados. Naciri se define a sí mismo como un “puente” entre los menores y la comunidad. Sus funciones son las de proporcionar toda la información necesaria a los chicos y chicas, desde dónde están hasta qué deben hacer para regularizar su situación. El objetivo es darles así tranquilidad y seguridad.

La empatía y el ejemplo de su propia vida ayuda a Naciri a cruzar ese puente. Conoce lo que es nacer en el seno de una familia humilde, la falta de perspectivas y esconderse en un camión para viajar desde Tánger a Algeciras. Cuando él lo hizo tenía 19 años. Un paisano le esperaba en Irurtzun -municipio navarro de 2.300 habitantes-. Era 2003 y entonces no se benefició de ninguna ayuda gubernamental. En la localidad le acogieron con los brazos abiertos y logró su primer trabajo en la construcción. Entonces empezó una larga carrera de fondo. Con gran esfuerzo avanzó en el aprendizaje del castellano, pese a las eternas jornadas laborales de 6:00 a 18:00 horas.

Naciri relata que el punto de inflexión en su proceso migratorio fue la regularización impulsada por el presidente socialista José Luís Rodríguez Zapatero en 2004, del que se beneficiaron 600.000 migrantes extracomunitarios. La residencia le abrió la puerta al Servicio Navarro de Empleo, que le permitió sacarse la ESO aun contando con hasta dos años de carrera universitaria en Derecho en su país. De la construcción saltó a la hostelería, donde 8 horas de jornada laboral le dieron un poco más de margen para sacarse un título de recepcionista. Y consiguió trabajo en un hotel. Así fue como terminó dando el salto a la UNED y se graduó en Integración y Educación Social. Su primer mensaje a los menores es él mismo. Su sola presencia es una referencia. “Muchos me dicen: cuando sea mayor quiero ser como tú”. Y es de lo que más orgulloso se siente.

Además de mediador, también es intérprete y traductor para el Gobierno de Navarra. Según cuenta, dio este paso al sentir la necesidad de ayudar a otros a integrarse y adaptarse a una comunidad que, subraya “ofrece una buena acogida, una buena vida y un buen futuro”. A los pocos menores que han cometido un delito, Naciri se encarga de acompañarlos al juzgado y prestarles apoyo a la hora de enfrentarse por primera vez a un tribunal. “Tampoco es fácil para un chico. Es otra forma de acompañar y ayudar a esos chavales”, recalca. Insiste en que necesitan sentirse seguros y no mirados, agredidos o amenazados. Sino escuchados, abrazados y aconsejados. “Te ven como un salvavidas, una persona que quiere echarles una mano”.

Naciri no desaparece de la vida de los chicos y chicas cuando cumplen los 18 años y se queda para seguir aconsejándoles. Reconoce que la mayoría, que llega con 16 y 17 años, apenas tiene margen para aprender el idioma y prepararse a dar el salto a la independencia total. Un tiempo insuficiente al que se suman solo 6 meses de transición en los programas de autonomía para extranjeros, frente a los dos años de duración para un menor de nacionalidad española. Por cosas como esta lamenta las declaraciones del primer edil de Pamplona: “Me sorprende que estas personas tan cualificadas y preparadas, en vez de enfocarse en los problemas graves de la sociedad, como la subida de la luz o los alquileres, se enfoquen en problemas muy pequeños, como el caso de un colectivo donde uno o dos comete un delito, para tachar con ello a todo un grupo.”

Defiende que para nada se vive un clima xenófobo y racista en la vida real. Que es más bien al contrario. “Cada vez hay más tolerancia y más personas interesadas en acoger a menores migrantes. Lo que se transmite siempre no se corresponde con la verdad”. A este respecto señala la responsabilidad de los medios de comunicación de ofrecer una información completa que no dañe y manche la imagen de todo un colectivo ante hechos aislados. Lo que los menores buscan, remarca, es lo que “cualquier chaval en su edad busca: escapar de un entorno injusto, donde hay mucha corrupción, poca libertad y derechos. Tienen aspiraciones de formación, de buscar un trabajo, crear o forjar su futuro, su personalidad, crecer como personas, como profesionales y ayudar a sus familias”. En esa carrera de fondo encuentran a Naciri quien, como un entrenador, espera ayudarles de la mejor forma posible para que, en sus palabras, “se vuelvan ciudadanos ejemplares y útiles”.

“El sueño de todos es dar el máximo para poder ayudar a nuestras familias. Hay algunos cuyo sueño es solo conseguir los papeles para poder ver de nuevo a su madre”, así resume Maroune Amrabti, (Marruecos, 2002) las aspiraciones de los menores extranjeros como él. Amrabti divisó la costa de Algeciras con 17 años desde una patera cuyo viaje duró tres días. Sintió miedo, pero llegó. Decidió emigrar al ver que otros amigos suyos también lo habían hecho y estaban ayudando económicamente a sus familias. “¿Por qué no voy a ayudar yo también a la mía?”, se preguntó.

Pero los primeros meses, reconoce, fueron duros y pensó que no encontraría lo que venía buscando. “Es como volver a nacer. No conoces a nadie y no hablas el idioma”. Después de pasar por el centro de menores de Algeciras y de Málaga, llegó a Pamplona recomendado por un amigo. Pasó por el centro de primera acogida de Algaray y también por el de Iturmendi, hasta que dio el salto al piso de acogida, donde permaneció casi un año. La inquietud por trabajar le llevó a encontrar un empleo después de realizar un curso de carpintería, de forma que salió de los recursos del Gobierno de Navarra antes de tiempo y pagó con su sueldo una habitación. Quiere seguir estudiando y sueña con montar su propio negocio, desde una cafetería a una carpintería de aluminio. “Lo tengo pensado, me gustaría hacerlo”, fantasea, mientras espera actualmente firmar su próximo contrato.

En todo su proceso ha estado presente Naciri y solo lamenta que las largas jornadas de estudio del castellano hasta altas horas de la madrugada duraran solo cuatro meses. Con más tiempo, está convencido, habrían aprendido aún más rápido. Además del idioma, lo más difícil para Amrabti fue regularizar su situación administrativa. Tardó cuatro meses en lograr el pasaporte. No obstante, al comparar su historia con la de otros menores tutelados, considera que las historias de quienes han nacido en España son más duras. Él tiene el apoyo de su familia en la distancia, con la que habla a menudo en cada momento del día. “Hay quienes aquí no les quieren sus padres. Esos casos son más duros, solo deseo que tengan una vida muy buena”, considera.

Pese a no haber vivido en general situaciones de racismo, lamenta lo mucho que les afecta que se señale a los menores extranjeros por casos aislados que cometen delitos. “La culpa es de algunos chavales que provocan problemas, pero a nosotros también nos echan la bronca en algunas situaciones solo por ser ‘moros’ ”, se queja. En concreto, recuerda que una vez no le dejaron entrar en un bar de Pamplona sin darle explicación alguna a él y a sus dos amigos.

Eran las 17:00 horas de un 17 de septiembre cuando Nourdine Kadous, (Argelia, 2003) alcanzó la costa de Murcia. Tenía 16 años y nada de miedo. “¿Cómo iba a pensar con 16 años que me iba a morir? Qué va, pensaba que iba a llegar”, relata con una media sonrisa. Después de una temporada en Alicante se trasladó a Navarra. Coincidió con Ambrati en su paso por los centros de menores y ambos le dieron el necesario empujón al estudio del castellano con la ayuda de Naciri. Un año y medio en un piso de acogida ha sido el tiempo que ha pasado tutelado por el Gobierno foral. Actualmente, después de cumplir los 18 años le quedan cuatro meses para finalizar el programa de autonomía. Kadous no está especialmente preocupado por saber cómo se va a mantener a partir de entonces, está convencido de que encontrará un trabajo y de que no quiere solicitar ayuda alguna a la administración. “A mí me afecta eso, tengo que sacar ese dinero con el sudor de mi frente”, defiende.

Ahora está estudiando una FP básica en mantenimiento de edificios. Quiere seguir el ejemplo de Naciri y continuar sus estudios con un grado superior. Como casi cualquier joven de su edad, sueña con ser youtuber, pero sobre todo se visualiza siendo emprendedor. Hace incluso cálculos de lo que le costaría lanzarse por su cuenta y riesgo y le entra el vértigo, pero no duda en que lo conseguirá. Sabe que más se arriesgó tratando de alcanzar la costa de Murcia. Con apenas 18 años, Kadous piensa como un ‘coach’ y tiene claras las premisas para lograr el éxito en la vida: marcarse un objetivo y aprovechar bien el tiempo para lograrlo. Ayuda económicamente a su familia y es, de hecho, una pieza fundamental para su sostenimiento: “Tienes que hacer lo que sea para que tus padres se sientan bien. Sabes que no puede ser que tú aquí comas bien y que ellos pasen hambre”, se dice a sí mismo. En Argelia empezó a trabajar con 15 años, pero fue su padre quien siempre le animó a seguir estudiando.

Kadous solo tiene palabras de agradecimiento para Navarra y todas las personas que le han aconsejado y ayudado en su proceso migratorio. Se siente de todo menos ‘no acompañado’. Los educadores, los vecinos de su piso que nunca le dejan solo y gente que se encuentra por la calle le ofrecen consejo y una mano amiga. Y eso le anima a estudiar más duro. “Te ven con 16 años que vienes aquí solo, sin familia ni nada, y te abrazan, no te dejan solo. Tenía una profesora de matemáticas que siempre me decía: ‘si necesitas algo ven a mi casa’. Eso me daba cariño y me hacía sentir muy bien”, relata. Al igual que Abder, Kadous también quiere ayudar a otros de la misma manera que él ha recibido esa ayuda. “Cuando veo videos de gente que no tiene dinero me afecta mucho. Por eso me digo: ‘directamente a estudiar’. No me importa. A cualquier hora de la noche. A estudiar para alcanzar los objetivos y ayudar a la gente un día a ser como yo cuando lo consiga”. Lamenta que los casos aislados de menores que cometen delitos estén manchando a todo el colectivo cuando son sobredimensionados por los discursos políticos o en las noticias. Por su parte, siempre ha seguido la máxima de un tío suyo que vive en Bilbao: “Estudia, haz las cosas bien y ellos [los españoles] serán rectos contigo”. “Y es así”, subraya.

A Adriana Echaire (2001, Pamplona) le preguntan en no pocas ocasiones si ha tenido algún conflicto con la Policía cuando cuenta que fue tutelada por el Gobierno de Navarra. Su 'delito' con 14 años lo descubrieron los servicios sociales, cuando comprobaron que en casa era ella la que se encargaba del cuidado de sus dos hermanos menores. La discapacidad de su madre, las largas jornadas laborales de su padre y una comunicación familiar deficiente fueron obstáculos insalvables para los trabajadores sociales que desfilaron por su casa antes de que asumiera definitivamente la administración su tutela. Cuando eso sucedió, los tres hermanos tuvieron suerte de entrar en el mismo piso de acogida, algo que asegura que no siempre sucede.

Allí pasaron cuatro años. Echaire cuenta que mientras a las puertas de la EBAU sus compañeras de clase solo se preocupaban por estudiar y elegir carrera universitaria, a ella le generaba ansiedad un examen más importante: bajo qué techo iba a dormir en el mes de julio al cumplir los 18 años y de qué iba a comer. Alcanzó la mayoría de edad en febrero, pero le respetaron un margen de cuatro meses para prepararse las pruebas de acceso, por lo que espiró más tranquila al librarse de una mudanza brusca en un momento clave. No podía concentrarse. “Adriana, céntrate en los estudios”, se repetía a sí misma. Sumida en sus apuntes, llegó la llamada telefónica con la información esperada en los días previos a examinarse: viviría en un piso del programa de autonomía gestionado por la Asociación Navarra Nuevo Futuro.

El salto a la independencia fue brusco. Al principio pensó que 650 euros mensuales para gestionar su vida era mucho dinero, hasta que comprobó de que no le cuadraban las cuentas. Nadie le explicó nada. De entrada, se encontró sola en un piso desangelado, casi sin muebles y a la espera de nuevos compañeros. “Cuando llegué, todavía estaban montando la cocina y me tuve que ir a comer fuera. Me encontré sola en verano en una casa prácticamente vacía”. Había decidido no regresar con su padre como sí lo hicieron sus hermanos. De hecho, al contrario que otros menores, durante los años de tutela ellos sí volvieron a casa una vez a la semana y también por Navidad, pero no conserva del todo un buen recuerdo de esos momentos. “A mí me agobiaba. Me gustaba porque quería ver a mi padre, mi madre estaba en un centro de discapacidad. Me gustaba ir sobre todo por la comida. Pero también me agobiaban los conflictos, los chillos, la mala organización y la mala higiene. Yo había establecido ya mis necesidades básicas, con un orden y una metodología”, confiesa.

En el piso de acogida, tres educadores en tres turnos distintos eran sus únicos adultos referentes. Pero los cambios constantes y la elevada temporalidad de sus puestos de trabajo dificultaron la creación de cualquier vínculo auténtico. Apenas conserva contacto con dos o tres. “Había un educador que lo tenía como un referente. Era el que llevaba más tiempo en el piso y nunca había cambiado. También tenía hijos y decía que nos educaba más o menos de la misma forma. Luego, había otras educadoras que venían, hacían su trabajo y se iban”, relata. Este fue el motivo que le llevó a decidir estudiar Trabajo Social, para contribuir a cambiar, desde la empatía y al igual que Naciri, aquello que ella echó de menos: “Un trato mejor y un vínculo más cercano”.

Echaire abandonó el programa de autonomía antes de cumplir los dos años. Estudiando la carrera le invitaron a marcharse para dejar su plaza disponible a otra persona. Encontró una habitación y empezó a mantenerse gracias a la Renta Garantizada. De nuevo, la falta de información, de consejo y de asesoramiento a tiempo, unido a un pequeño trabajo que realizó en verano para completar sus ingresos provocaron la retirada de esta ayuda. Le queda por delante la mitad de la carrera y no sabe aún cómo se mantendrá. Es en este salto repentino a la vida adulta cuando apunta que ha echado de menos sentir el cariño y la protección de sus padres. “Al final, también esta experiencia te hace ser más fuerte y resiliente, eres de una manera por las cosas que has vivido. Y a mí me gusta como soy hoy”, afirma con orgullo.

 

 “Creo que mi única familia ha sido la familia de acogida”, reconoce Joseph David González (Tafalla, 2001), cuya tutela y la de su hermana asumió una pareja navarra cuando él tenía tres años. Su madre, de origen colombiano, intentó sin éxito por todos los medios cuidarles por sí misma después de romper con su pareja. González relata la ruptura interior que le provocó vivir entre ambas familias. Las primeras visitas semanales a su madre le llevaban a vivir la situación con un sentimiento de provisionalidad. “Nuestra madre biológica nos metía en la cabeza que estábamos con unos señores que no eran nuestros padres, que simplemente estaban ahí para cuidarnos mientras ella consiguiera trabajo para recuperarnos. Al final pasaban los años y no veíamos que fuéramos a regresar con ella”, confiesa, para reconocer que su madre no les benefició con sus actos.

Con la perspectiva del tiempo, asegura haber necesitado un mayor apoyo especializado y un buen acompañamiento para manejar esta situación complicada: “Eché en falta una persona que estuviera ahí para hablar conmigo, para aprender cómo gestionar mejor ese tipo de rupturas. Compaginar dos familias, intentar tener contentas a las dos partes te divide y te parte”, subraya. Como podría haber temido, la tensión vivida no desencadenó una enfermedad psíquica. Y de esa fortaleza interior es de lo que más orgulloso se siente. También de no guardar remordimientos o rencores, incluso después de haber sufrido bullying como no pocos menores en su misma situación. “Sufrí bastante, pero siempre de ese tipo de cosas se hace uno más fuerte”, subraya.

Cuando González cumplió los 18 años le dieron la posibilidad de ser adoptado por su familia de acogida. Pero no quiso. Los roces generados le llevaron a tomar la decisión de emanciparse y seguir su camino por su cuenta. El salto a la vida adulta fue duro. “La dificultad principal fue encontrar piso, porque es muy complicado encontrar una vivienda donde pasar un mínimo de tiempo mientras te pones a buscar trabajo. Con 18 años nadie te toma en serio y no tienes conocimientos de la vida, eres un novato”. Empezó a trabajar de repartidor cuando estalló la pandemia en marzo de 2020. Con ello ganaba lo suficiente para poder pagar sus gastos. Fue así que decidió rechazar el programa habilitado por el Gobierno de Navarra para casos como el suyo, menores que al cumplir los 18 años deciden no continuar con sus familias de acogida.

El proceso de transición fue duro y no estuvo exento de dificultades. Hasta los 19 años hizo varias veces la maleta. Primero volvió con su madre, pero las discusiones le llevaron de vuelta a la familia de acogida. La situación se hizo insostenible y se vio en la calle. “Estuve viviendo en hoteles con el dinero que cobraba del trabajo, me dijeron del programa que no me podía volver a ningún lado. Y como nadie me quería acoger en su casa, tuve que tirar de los hoteles más baratos”, relata. Actualmente, su familia de acogida sigue siendo un referente y a ellos recurre cuando se presenta un problema o tiene para compartir una buena noticia. “Me gusta mucho hablar con ellos y compartir opiniones. Son personas bastante sabias y siempre me han ayudado mucho. Ahora que estoy empezando a ver las cosas con más claridad, me gusta mucho conocer su punto de vista”, señala.

 

Cuando Juan Carlos Velázquez (Madrid, 1961) escucha declaraciones como las del alcalde de Pamplona, que asocian a los menores migrantes con la delincuencia, responde: “Mi contestación es mi vida y mi forma de compartir. No voy a gastar energía en convencer a nadie de nada. Mi energía tiene que estar en Adama y en mi familia”. Velázquez se metió con su pareja y sus dos hijos de 17 y 20 años en el mundo del acompañamiento de referencia tras recomendárselo una conocida. Fue así como hace un año comenzaron a acompañar en su proceso de integración y crecimiento vital a Adama, un joven de 17 años procedente de Ghana y tutelado por el Gobierno foral.

Al principio todo eran incertidumbres y no sabían cuánto iba a durar el proceso: “Esto es como dar un abrazo, yo le puedo abrazar muy fuerte, pero él tiene que poner de su parte”. En la primera cita Adama puso una serie de condiciones que gustaron a Velázquez por demostrar una gran dignidad. Se los dejó muy claro: “No quiero hablar de mi pasado y no quiero que nadie esté conmigo por pena”. Se cayeron bien. Ahora, Adama es el primero en recoger la mesa cuando comen juntos entre semana. Se anima a salir con ellos al monte, a escalar, a la playa y hasta de vacaciones en verano.

Con 15 años este joven ghanés emprendió un duro viaje para embarcarse en una patera. Dejó atrás una vida difícil de la que evita hablar. “Cuando me fui de casa lloré todas mis lágrimas”, le contestó una vez al menor de la familia al verle disgustado por suspender un examen.  “Le ha hecho fuerte la vida. Él todavía no sabe que es así de fuerte. Es muy joven, tiene 17 años y está descubriendo el mundo y planteándose lo que ha vivido y aprendido”, cuenta Velázquez, que le define además como una persona inteligente, con una sensibilidad especial y muy estudioso. “Tiene muchos valores, mira mucho hacia el interior. Es muy espiritual y observador. La educación religiosa le ha hecho mucho bien, aunque yo no comparta esa visión”, describe.

Hace poco el joven sorprendió a la familia con una llamada para pedirles consejo sobre qué estudiar, lo que indica que en la relación ya se está forjando la confianza y el vínculo. Le encanta la moda, pero lo más probable es que se decante por estudiar auxiliar de clínica. Teme, no obstante, ser señalado y rechazado por su raza atendiendo en el ámbito sociosanitario. Velázquez trata de disipar esos miedos rápido: “Vamos a pelear las cosas. Vas a tener apoyos y gente que no te apoye. Pero aquí estamos nosotros. Adelante”, le repite quien es prácticamente su único soporte. Reconoce que Adama necesita mucho acompañamiento y grandes dosis de afecto. Sobre todo, en los momentos en que se manifiesta frágil emocionalmente. Aunque señala la importante labor que realizan los educadores de la red de acogida, no deja de ser insuficiente para el desarrollo integral de la persona. “Vivir son muchas más cosas. Es saber que al día siguiente tienes a alguien al lado que se preocupa por ti”. Velázquez no duda en recomendar el acompañamiento de referencia, que define “como echar una mano en el hombro de alguien y caminar con él. Y si te tropiezas, te ayudo o te voy indicando con mi experiencia de vida”. A su vez, defiende que en este proceso todas las partes salen ganando: “Esto es bueno no solo para Adama, sino para nosotros, aunque no lo hagamos por nosotros. Es bueno para mis hijos. Es una oportunidad única de crecer como personas y de saber que hay otras realidades. Les aporta un espíritu solidario y aprenden a compartir”. Además de todo eso, Velázquez subraya que la suerte no la tiene tanto Adama de haberlos encontrado a ellos, sino ellos de haber conocido a Adama.

 

Irati Vidan Navarro (Barakaldo, 1990) decidió impulsar la asociación juvenil 'Haziak Navarra' para personas extuteladas el pasado mes de noviembre cuando comprobó que otros jóvenes como ella habían atravesado las mismas dificultades al cumplir los 18 años. Haziak en euskera significa 'semilla' y a la vez 'crecer'. Y ese es su lema: 'Somos semillas y crecemos con fuerza'. Vidan describe el decimoctavo cumpleaños como un salto al vacío. A ella nadie le informó sobre lo que sucedería después y afirma conocer casos de quienes tuvieron que hacer la maleta el mismo día de su cumpleaños. De momento, cuatro extutelados conforman la entidad que acaba de arrancar para acompañar, ser un punto de referencia y tejer una red de apoyo en este duro proceso. “Haziak busca ser esa persona que te da ese empujón o te da la mano y te acompaña. No podemos hacer la figura de padres ni sustituir a los educadores. Buscamos que se sientan comprendidos porque hemos pasado por la misma situación”, explica.

A Vidan le informaron con 9 años de que no viviría más con su madre después de haber fallecido su padre. Se lo dijo la psicóloga con la que se trataba por sufrir bullying en el colegio. Permaneció hasta los 18 años en un piso gestionado por Mensajeros por la Paz. Con su compañera de habitación es prácticamente con la única con quien creó un vínculo especial, lo más parecido a una hermana. Recuerda que esperaba los cumpleaños con alegría, un día en el que había tarta y podía elegir una comida especial. “¿Regalos? Había uno que era el de todos”, rememora. Las navidades las pasaba con su madre y de ellas no conserva un buen recuerdo por las continuas discusiones. Pero nada de eso es lo que más importa a Irati. “La parte que echaba de menos eran los abrazos. Salí de ahí sin saber dar abrazos. No me gustaban. He aprendido después qué son los abrazos”.

A los 16 años comenzó a prepararse para la mayoría de edad y logró un trabajo como gerocultora. Hace más de diez años no existía, como ahora, los programas de autonomía que suavizan la brusca entrada a la vida adulta sin respaldo alguno. Apunta que la estigmatización del colectivo también salpica a la pregunta que los propios menores se hacen sobre qué han hecho para estar allí. “Alimenta la culpabilidad, la inseguridad y el malestar. Luego te vas dando cuenta de que lo que tú estabas viviendo en casa no es lo correcto. Pero te sientes extraña también en el piso donde no creas vínculo con los educadores, ya que van cambiando constantemente. Te vas creando una figura defensiva y vives en alerta porque nunca sabes por dónde te va a venir ese golpe, que no siempre es físico”, confiesa.

Al cumplir 18 años Vidan no era consciente de que vivía con ansiedad. Le costaba aprobar y se mareaba continuamente en clase. “De repente, esa mochila de niño empezó a subir para arriba y a subirse a la cabeza. Y empecé a ser consciente de lo dura que es la vida”. Fue el jefe de estudios quien le lanzó un bote salvavidas y le llevó al médico, para descubrir que estaba pasando por ansiedad y depresión. Aprendió a poner límites. “Me presionaba a mí misma mucho. Me obligaba a estudiar y trabajar, porque me había puesto la meta de no ser como mi madre”. Con 24 años empezó a estudiar bachillerato y tardó un total de cinco años en graduarse al tener que hacerse cargo económicamente de su hermana menor. Le habría gustado seguir una carrera como el resto de sus amigas. Enfermería o psicología. Pero de momento la vida le ha obligado a guardar ese proyecto en un cajón.

Irati no hace distinciones entre los menores extranjeros tutelados y los nacidos aquí. Lamenta ciertas declaraciones emitidas desde las instituciones porque erosionan la imagen y estigmatizan a todos los chicos y chicas, independientemente de su nacionalidad, cuyas dificultades en la vida les ha llevado a ser tutelados por la administración. Se ha encontrado con quienes piensan que vivió en un reformatorio por tener antecedentes penales. La señalización y la pena son las dos cosas que peor lleva un tutelado. “Da rabia, duele porque dices: ‘Ojalá tú o tus hijos no paséis por lo que nosotros hemos vivido”, responde. Defiende su trabajo como fundadora de Haziak como una lucha conjunta que engloba también a los menores extranjeros. Una lucha por intentar sobrevivir, eliminar el estigma y, sobre todo, para acabar con la señalización.

elDiario.es/Navarra

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