La portada de mañana
Acceder
La guerra entre PSOE y PP bloquea el acuerdo entre el Gobierno y las comunidades
Un año en derrocar a Al Asad: el líder del asalto militar sirio detalla la operación
Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

La arquitectura del buen vivir

Cuando me mudé a este pasaje en el que vivo, hace casi quince años, ya sabía dónde me metía: una vieja colonia falangista que apodaban “la de los militares” porque el Gobierno franquista le daba un piso a un policía o un guardia civil en el entresuelo de cada portal, para tener a la comunidad bien controlada. No es que hiciera mucha falta, a fin de cuentas, estos pisos de protección oficial, diseñados por la Obra Sindical del Hogar (OSH), los repartía el Instituto de la Vivienda, en un régimen de alquiler con derecho a compra, a profesionales afines o empleados de la administración, mediante instancia en la Sección Femenina de La Falange. Con estos antecedentes y los símbolos del “Víctor” y de la OSH, discretamente pegados a la piedra de estos bloques, construidos a finales de los años 40, Alberto y yo compramos este piso a los hijos de sus primeros propietarios (Charo y Zenón, él era policía) con la esperanza de que el clima ideológico de estas manzanas, inspiradas en los fascismos italiano y alemán, se hubiera diluido con el paso de las décadas. 

Con el paso de los años descubrimos que esa disolución se estaba produciendo a un ritmo lentísimo. Aún viven muchos de los inquilinos originales, o bien sus hijos, quienes, educados en sus mismos principios, algunos salían fachas y otros progres, para disgusto de los padres. Cuarenta años de letras mensuales después de la entrega de los pisos, es decir, a principios de la década de los 90, los inquilinos adquirían el piso en propiedad y a partir de ese momento algunos los vendieron, sacando unas pesetas a unas casas baratas, de materiales pobres pero muy bien ubicadas en la entrada a Madrid. Aprendí de una amiga que toda arquitectura es ideológica porque hay decisiones que toman los arquitectos según su manera de entender la vida y la ciudad. En este caso, mi casa es ideología pura: las estancias principales dan a un jardín interior para generar un espacio seguro y vigilado de comunidad; las habitaciones ofrecen sus puertas al salón porque este debe ser el centro de la familia; los bajos se destinan a más vivienda en lugar de a locales comerciales para generar un entorno de aislamiento: una colonia por la que no hay gente de paso que no sean sus propios habitantes, dando así la espalda a los extraños. Sobre si las paredes son tan finas para escuchar las conversaciones ajenas o porque los materiales durante la posguerra no daban para más, hay debate. El caso es que cuando mis vecinos de arriba hacen ejercicio por las tardes, nos tiembla la lámpara del salón y cuando un coche se aventura inadecuadamente por el pasaje peatonal (a veces es la policía o una ambulancia), los del bajo sienten que se les hunde la casa. Por supuesto, la jugada no era tan sencilla como colocar a policías y militares en estos portales, se trataba de que las semillas que se plantaban, pervivieran.

En esta pausadísima transformación, donde un año de vida humana equivale a una década de vida arquitectónica, todos esos elementos ideológicos se van jugando a las cartas contrarias, aunque no sin ciertos roces: pisos que por su distribución son ideales para compartir con los amigos (aunque algunos son derruidos totalmente por dentro, reformulados y convertidos en apartamentos turísticos), vecinos que se ven las caras al salir al balcón, que se saludan, que se cuentan cómo va la vida; niños y niñas que adquieren autonomía moviéndose solos entre los jardines y las calles peatonales. Sueño que la arquitectura del control será un día la del buen vivir: imagino los balcones abarrotados de flora y fauna, fiestas vecinales, cine de verano en las azoteas, pandillas de niños y niñas que se llaman a los telefonillos, un ensayo de tribu donde nos cuidamos los unos a los otros. Ahora tenemos un poquito de eso y otro poquito de guerra de banderas, de batalla de aplausos contra cacerolas, de desconfianza entre los antiguos moradores y los nuevos (“yo llevo 50 años viviendo aquí”, me dijo una vecina unos días antes del estado de alarma para intentar ganar una discusión sobre el uso de un pequeño jardín cerrado con un candado que tenemos en el pasaje).

Este martes, durante el cumpleaños de nuestra hija Eleonor, pasaron cosas bonitas que nos hicieron dar un paso adelante hacia ese futuro. Cuando dieron las ocho, invité a sus ocho amigos al balcón para aplaudir por la sanidad pública. Alguno preguntó lo mismo que otros adultos: “ah, ¿aquí todavía se aplaude?”. Les dije que por supuesto y salieron todos en tromba. No aguantaron mucho y unos entraban y otros salían del balcón y de las palmadas con la misma locura con la que llevaban celebrando las tres últimas horas de fiesta (imagino que se enteraría todo el edificio). Las vecinas, las míticas incitadoras de La Prospe Verbena, megáfono en mano, felicitaron a Eleonor, promovieron un cántico a capella en el pasaje y le pusieron con un altavoz el cumpleaños feliz de Parchís. Sacamos la tarta al balconcito, que estaba preparada ya para ser soplada, y allí mismo apagó la vela. Al poco, de una manera genial y sorprendente, comenzó el descenso desde el cuarto piso de una bolsa atada a una cuerda. Ch. e I., que viven arriba del todo, le hacían dos regalos a Eleonor, uno de ellos eran unas semillas de limón para hacerlas germinar y plantarlas en nuestras macetas. Venían acompañadas de una nota que, entre otras cosas bonitas, decía: “una cosa buena de este confinamiento es haber podido conocer a nuestros vecinos”. Siempre hemos estado aquí, pero no nos hemos visto de verdad hasta que no nos hemos tenido que quedar todos en casa, y eso que, estando en la misma fachada, cuesta verse las caras. Pero nos oímos.

Nuestras vecinas, las dj (y cantante) A., P. y E., llamaron al telefonillo y Eleonor bajó en chanclas: le habían hecho un dibujo precioso. “¡Besos de las vecinas!”, ponía en el cartel que le regalaban. Para rematar un día lleno de recuerdos y vecindad, J. R., A. y L., otros vecinos próximos y fieles lectores de este diario, subieron a la azotea de su casa, desde la que podían salvar la frondosa copa de un árbol que a principios de mayo empezó a dificultarnos la visión, e hicieron unas fotos estupendas de la celebración. Me recordó a la historia de la calle Iriarte, donde dos vecinas de portales diferentes no se habían visto las caras hasta que les tomaron una foto desde el edificio de enfrente. De repente, vernos desde fuera se hacía extraño, nos daba el punto de vista del otro, nos sacaba de nuestra concha. Es similar a lo que me han dicho que les pasa a muchos lectores de este diario, que aún contando historias similares a las que ellos mismos han vivido, observarlas desde fuera les hacen sentirse parte de algo común. La comunidad, de la que hablábamos.

Plantaremos las semillas de limón, ojalá crezcan y den limonada para todos.

La situación actual al respecto de los casos de contagios por coronavirus es la siguiente: 244.683 confirmados en España, 2.406.639 casos en Europa y por encima de los ocho millones (8.043.487), en el mundo.

Diario de la cuarentena por coronavirus

78. Rarísima normalidad

77. Películas que nos montamos 

76. Invitados en casa en la segunda fase

75. Visita nostálgica al colegio

74. Un hospital para cada historia

73. Todas las fiestas del mañana

72. Hasta el colodrillo y más allá

71. 'Relaxing' medidas de seguridad y 'stressing' en las terrazas

70. Abraza tu hospital

69. Nosotros somos la herencia

68. El miedo a caer sin red

67. Los primeros turistas en la ciudad

66. Vete tú a saber

65. Vis-à-vis en la residencia

64. Fase abuelos

63. No me beses, por favor

Todas las entregas anteriores