Enciendo la tele. Un señor toma un antigripal para pescar con sus dos hijos. Una familia moderna con dos bebés le regala a su hija mayor un canal de Star Wars. Una familia feliz come fuet. Tienen tres hijos. Tres. Por eso son felices.
Acaban los anuncios. El informativo dice que cada vez tenemos menos hijos, que las pensiones peligran (también) por la baja natalidad. Hacen falta más niños y niñas. Es lo último que veo antes de acostar a la mía. Son las 21:00 horas.
A las 19:00, volviendo del parque, nos cruzamos con el vecino del bajo. Apenas hemos cruzado tres palabras en cuatro años. Jimena lo saluda, le cuenta que va a cenar “pescadito”. Al despedirnos el vecino me dice: “Ahora lo que tenéis que hacer es darle un hermanito para que juegue”. A las 17:00 una cajera de Ahorramás me había soltado algo parecido.
Jimena tiene 3 años. Es lo mejor que me ha pasado en la vida y criarla está siendo muy fácil: duerme, come, se comporta, aprende. Mi mujer y yo tenemos trabajo. Es el momento perfecto para obedecer al vecino, al telediario, a la cajera, a la sociedad... y tener otra hija. No lo vamos a hacer.
No lo vamos a hacer, insisto, pese a las decenas de personas que se creen con el derecho a preguntarnos, a ordenarnos, tener más hijos. Preguntar '¿no le vais a dar un hermanito?' parece algo inofensivo e inocuo pero no lo es.
Jimena nació tras el segundo embarazo de mi mujer. El primero acabó mal, con un aborto. Malformación genética hereditaria. Cuando volvimos a intentarlo sabíamos que podía volver a pasar.
Si un embarazo es una lotería, nosotros tenemos muchas papeletas para que salga mal. Salió bien, pero no fue fácil, es difícil disfrutar de un embarazo que llega tras un aborto. No te puedes sacar de la cabeza que puede volver a pasar. Por eso no queremos arriesgarnos más.
Tener un hijo es la decisión más importante que toma una persona en su vida. Querer tenerlo y no poder es una frustración inmensa. Una frustración que duele, y que se activa con tu aparentemente inocuo '¿para cuándo un hermanito?'.
Esa frustración puede tener diferentes orígenes. ¿Cuánta gente puede permitirse un segundo hijo cuando el salario más repetido en España no llega a los 1.000 euros netos al mes? ¿Y si le estás preguntando a alguien que acaba de perder un bebé?
Esa frustración, además, genera dudas durante la crianza. ¿Seré mala madre, mal padre, por no darle un hermanito a mi hija? ¿Se está perdiendo mi hija una relación de especial conexión con una hermana? ¿Será gilipollas, consentida, egoísta… por ser hija única?
No exagero. En una comida familiar, Jimena (recuerdo, 3 años) se disputaba un juguete con otro primo sin hermanos. “Es mío”. “No, es mío”. Tuve que escuchar a una tía decirle a su pareja: “Claro, al ser hijos únicos no saben compartir”. Qué malos padres somos.
Esa frustración, esas dudas, van ligadas a una concepción tradicional de la familia. Al modelo nacionalcatólico que instaba a tener cuantos más hijos mejor. Estamos en 2018. Las familias sin hijos, son familias. Las familias con un hijo, son familias. Las familias con sólo un padre o sólo una madre, son familias. Las familias con dos padres o dos madres, son familias. Y ningún modelo es mejor que otro. Salvo una cosa, si hay un perro, todo mejora.