El día que mi amiga me contó que estaba embarazada pensé “vaya bajón”. Quiero decir, que era una buena noticia, una alegría y todo eso, pero si quiero ser sincera, lo primero que se me vino a la cabeza fueron las cosas que íbamos a perder y eso, me reitero, era un bajón.
Nos visualicé a las dos terminando el viernes en una azotea que daba a todo Madrid, viendo atardecer y pagando cervezas más caras de lo que podíamos permitirnos, muchas horas después de un café improvisado al salir del curro. C’est fini. No estaba idealizando el recuerdo. Era realmente guay. Una de aquellas tardes volví tan feliz a casa que me pasé, por dos, mi parada de bus. Iba ensoñada exaltando mentalmente lo increíblemente genial que eran mi amiga, mi ciudad y nuestra amistad (probablemente algo de culpa tendría el alcohol, no lo niego).
Pero ahora mi amiga estaba embarazada y todo eso se había acabado. La improvisación, los viernes de bar en bar y, por supuesto, las azoteas con las cervezas más caras del mundo.
Felicité a mi amiga. Estaba contenta y triste al mismo tiempo, pero solo quería que se me notase lo primero. Soy feminista, no voy a ser madre pero he leído a muchas expresando la necesidad de sentirse acompañadas. Mi amiga me acababa de contar que estaba embarazada y yo quería estar a la altura. Quería estar a su lado y sonar sincera. Así que, mientras le decía todas las cosas que se supone que hay que decir, mi cabeza a mil por hora pensaba: “Y ahora, ¿qué?”.
¿Vamos a seguir teniendo tiempo para nosotras? ¿Voy a poder empatizar como hasta ahora con sus historias si van a ser tan distintas a las mías? ¿A partir de este momento, solo importa el bebé? ¿Puedo seguir contándole mis problemas, ya sean vitales o superfluos? ¿Me dejará participar en la crianza de su hijo? ¿Me abandonará por las mamás del parque? ¿Y todos esos viajes que habíamos planeado? ¿Podremos seguir celebrando cada Nochevieja juntas?
Y así, mientras los dedos en el móvil iban por un lado y mis preocupaciones se iban hacia otro, me di cuenta de que las dos estábamos contenidas y de que toda nuestra conversación eran lugares comunes. La misma charla que podrías tener con la vecina en el ascensor. Me revolví en el asiento y escribí un tímido: “Ay, tía, seguiremos siendo nosotras, ¿no?”.
Entonces, comenzó el chorreo de realidad. Resultó que mi amiga también tenía dudas, miedos, mil preguntas y ella tampoco quería perder esos viernes. Y charlando, charlando, establecimos nuevos acuerdos, algunos límites imaginarios con la idea de cumplirlos, pero sabiendo que al principio el ritmo lo iba a marcar ese bebé.
Ya estábamos más contentas (o tranquilas, que con la edad ambos términos comienzan a ser sinónimos). Iremos hablando, decidiendo, reajustando. La única condición no negociable es que cuando algo nos pique, se lo tenemos que contar a la otra, para que nos rasque. Esto es un capítulo más de nuestra historia (uno con mucha chicha, la verdad). Pero seguiremos siendo nosotras, cambiando todo el tiempo, como siempre.
Cristina Valbuena Pérez
El día que le dije a mi amiga que estaba embarazada le pregunté por Whatsapp si estaba sentada antes de decírselo. Yo sí estaba sentada. Porque te tambaleas en la incertidumbre de qué va a pasar con tu vida, con tu pareja, con tu trabajo… ¿Y con tus amigas? Y es que, dentro de que un bebé siempre es una alegría, entre otras muchas cosas, también es un ladrón de amigas. Todos hemos oído alguna vez que cuando tienes hijos, te dejan de lado. Porque tú cambias, tus planes cambian, tus rutinas cambian y hay amigos para los que tu nueva yo, tu necesidad de que todo sea carrito friendly y planes más diurnos no les encaja. Y tú también te alejas, te modificas, desapareces.
Así que ahí estaba yo, mirando la línea doble en el test, asustada por todo eso que había oído. Pensando si a mi amiga le haría ilusión o si por el contrario sería el fin de nuestra amistad, de nuestros ratitos juntas, de nuestros proyectos… ¿De dónde iba a sacar tiempo para nosotras? ¿Me iba a quedar sin ella? ¿Pasará de quedar conmigo? ¿Me seguirá llamando para contarme sus cosas? ¿Le importarán las cosas que me van a pasar a mí? ¿Preferirá hacer planes con amigas que no tienen niños?
Mientras esperaba su respuesta después de la bomba, la cabeza me iba a mil preguntas por segundo. Mi nueva yo embarazada se autoconvencía de que “a mí esto no me va a cambiar, yo voy a seguir haciendo de todo, nuestro proyecto Girly Girl Magazine no va a parar, no pienso pasarme el día hablando de bebés, pises y cacas…”.
No sé si todas las amigas son iguales. Yo solo sé lo que nos funciona a nosotras. Porque para que no sea el fin de ese “nosotras”, después de que mi amiga me mandase un “ya sabía lo que me ibas a decir cuando me has preguntado si estaba sentada” junto con, obviamente, un “qué fuerte tía”, inmediatamente empezamos a hablar. Porque no es nada fácil gestionar la amistad con un bebé de por medio que viene a trastocar esos sabadomingos de aperitivo hasta el anochecer a los que estábamos acostumbradas.
La maternidad es un tsunami físico y mental en el que solo piensas que por favor tu amiga no desaparezca porque la necesitas para apoyarte, pero sobre todo para sacarte de la cueva oscura y solitaria que son los primeros meses de maternidad. Mi amiga que no es madre me conecta con la vida más allá de mi bebé, me enriquece, me saca de ese bucle. Cuando fui madre, pensé que quería contarle que me está pasando algo muy animal y compartir con ella cómo me he sentido, como me siento ahora o cómo me sentiré. Quiero enseñarle a entender a mi nueva yo. Pero la necesito cerca para recordarme quién era yo antes de dar la teta y de cambiar pañales 24/7.
Por eso, hay que hablar de cómo reconfigurar nuestros mundos, de poner las dos los sentimientos sobre la mesa. Hablar de qué necesitáis y entender qué momento estáis atravesando cada una para crear una nueva sinergia. Porque cuando dos amigas quieren, se pueden acompañar en cualquier proceso vital. Se cuidan.
Ella me cuida no desapareciendo y estando con mi hijo porque quiero que se le pegue todo de ella. Pero yo tengo la obligación de cuidarla, guardando momentos en exclusiva para ella. Las dos solas. Es mi responsabilidad. Porque ella también lo necesita.
Amiga, vámonos por ahí hasta las mil. Nosotras.
Cristina Alonso del Rio
A día de hoy, Cristina y Cristina siguen siendo amigas. El bebé ya tiene 6 meses y, aunque nada ha cambiado, todo es diferente. Porque quedar se ha convertido en una obra de ingeniería de agendas. Y aunque han encontrado algún hueco con la intención de fundir la tarjeta en azoteas, como tocaba comprar la cuna, el carro, la trona… les ha tocado ver el atardecer a pie de calle.
Siguen haciendo planes y hablando de las cosas de siempre, aunque algunos mensajes de Whatsapp no se contestan hasta la noche o tres días después. Mensajes en los que se han colado palabras nuevas como “meconio”, “calostro”, “sacaleches”, términos con los que, cuando no eres madre, te cuesta empatizar. Y mensajes en los que: “¿Has visto esto…?”, “¿te cuento un salseo…?”, “¿te apetece…?” sacan a la madre del bucle.
Algún café de los de antes se ha visto sustituido por videollamada con moño y ojeras, eso también es verdad. El caso es no dejar de conectar, aunque sea en bata de estar en casa. Ambas se están esforzando por empatizar la una con la otra. Y no es fácil. Reconfigurar una amistad tiene más temporadas que las Chicas Gilmore. Y están en la primera, donde aún se están enterando de qué va todo esto de que se haya un colado un bebé entre ellas.
Cristina y Cristina