Mi hija hablando con su amiga O. por videollamada: “O., ¡en esta casa solo hemos comprado papel higiénico una vez!”. Pocas veces he visto a mi hija tan orgullosa de su familia. Después de dos días locos de videollamadas a cuatro por WhatsApp, sacrificando amigos y escogiendo a otros a razón de una llamada nueva cada tres minutos, mi hija de 8 años ha descubierto Zoom, lo cual ha girado el tema de conversación del “¿a quién llamamos ahora?” a “te he puesto algo por el chat privado”.
Entre risa y risa, asoman esas otras expresiones de lo extraordinario filtrándose en lo cotidiano, como lo del papel higiénico, o las visitas guiadas por la casa: “Mirad, en esta caja dejan mis padres los zapatos cuando vienen de la calle” o “mirad, esta es mi mascarilla” o “mirad, hemos comprado tres paquetes de harina y hoy hemos hecho galletas OTRA VEZ”.
Ahora que Eleonor pasa más tiempo hablando con sus amigas que con nosotros, nos deja algo más de espacio para aprovechar los ratos libres del confinamiento, que no son muchos. Alberto se ha entregado en cuerpo y alma a catalogar todos sus discos en Discogs. Discogs es una web colaborativa en la que los usuarios incorporan todas las ediciones que se han hecho de todos los discos del mundo.
Además, tiene un mercado en el que puedes vender y comprar con otros usuarios. Gracias a esta tienda de segunda mano, te haces una idea aproximada del valor de tus discos (en el caso cada vez menos improbable de que nos venga otra crisis por delante y haya que empezar a vender (otra vez) lo único que tenemos de valor en casa). De esa manera, cada cierto tiempo Alberto levanta el brazo, elevando un disco sobre nuestras cabezas y diciendo en voz alta “¡30!”, “¡90!” o “¡120!”.
En una ocasión ha mostrado un disco de la misma manera, pero no ha dicho nada. He mirado la portada y nos hemos quedado en silencio. Eleonor, desesperada porque había algo que no entendía, ha preguntado “¿¡qué pasa!?”. Alberto estaba sujetando un disco en solitario de Gabi Delgado, cantante del legendario dúo alemán DAF, que tanto nos gusta, y que ha fallecido esta semana, sin que se conozca la causa de su muerte.
El confinamiento comenzó con la muerte de otra persona de la música, importante para nosotros: Genesis P-Orridge, de los grupos Throbbing Gristle y Psychic TV, a causa de la leucemia que padecía. Aunque ambas muertes, en principio, no están relacionadas con el coronavirus, vivimos con el corazón encogido, sintiendo que nuestros seres queridos (los allegados y los lejanos) son más vulnerables que nunca.
Tengo tres tíos que viven en una residencia de la tercera edad, a 600 kilómetros de mi ciudad. Hoy es el cumpleaños de un de ellos, mi tío L., que cumple 80. Allí vive junto a dos de sus hermanas, mi muy querida tía A., que desgraciadamente sufre mal de Alzheimer, y mi tía I., que cada día habla menos. Me cuenta mi tío que el aburrimiento es lo peor que lleva: ya no solo no puede salir a dar una vuelta por la calle, sino que, como medida de prevención, tampoco puede utilizar las zonas comunes, ni dar una vuelta por los salones o pasillos. Solo baja al comedor y después se ve confinado en su habitación, sin otra cosa que hacer que ver la televisión, cosa que tampoco le motiva.
En su residencia no ha entrado el virus pero en otras cercanas ya hay varias casos. Le pregunto a mi tío, que está bien enterado de todo lo que está pasando, cómo lo lleva la gente mayor que él, la que no entiende qué pasa. “¡Está la gente que echa chispas!”, me contesta L. Puedo imaginarlo.
Esta tarde de domingo volvimos a hacer galletas. Otra vez. Pero en esta ocasión nos quedaron fatal: duras y excesivamente dulzonas, como tarde de domingo. Diría que todos los días son iguales en la cuarentena, pero no es verdad. Sigue habiendo domingos. Ha dicho el Gobierno que hay que bajar la actividad diaria al nivel de los fines de semana, y yo me pregunto cómo olerán esos días, a qué sonarán, qué color tendrán: los de los sábados o los de los domingos.
Ayer se notó que era sábado porque los aplausos de las ocho se convirtieron en una fiesta. La vecindad se vino arriba y no fuimos los únicos en sacar bombillas de discoteca. Es más: mis vecinas de balcón, las máximas animadoras de la cita diaria, salieron con un megáfono. Y a la canción final, que venía siendo Resistiré del Dúo Dinámico o Sobreviviré de Mónica Naranjo, se unieron unas cuantas más, pasando por una versión disco de Paquito el chocolatero y alcanzando el punto de no retorno con la Bomba de King África. A lo lejos, veo un vecino que se pone a bailar en su ventana y con Paquito el chocolatero saca una bandera de españa y se pone a agitarla con tanta alegría como si de la celebración de un Mundial de fútbol se tratara. Aparecen nuevas luces de móviles y linternas que la semana pasada no estaban. Al contrario de lo que me había imaginado, hay cada vez más brazos y palmas que asoman por las ventanas.
Para que dijera Pedro Sánchez que se habían prohibido las verbenas. No en mi calle.
¿Y cómo suena un domingo? Desde su pueblo, me manda mi padre una grabación de su calle, que en realidad es una carretera. Os lo comparto aquí.
Durante el confinamiento, la naturaleza parece desbocada. Como si le hiciéramos espacio. Un domingo en el que cabemos todos. Entre mis plantas ha florecido la primera flor del rosal que plantamos el año pasado. Antes de que llegue el mal tiempo que se avecina, me he sentado en el pequeño balcón, a dejar que me dé el sol y me derrita poco a poco, que es algo que solo puede suceder en domingo. Con el cambio de hora, el de hoy ha sido el primer aplauso con luz, en el que nos hemos visto las caras. Sin verbena ni luces de discoteca. Con la cara lavada, con el chándal del domingo. Con los balcones y las ventanas abiertas dejando que desborde por el patio el olor a bizcochos recién horneados.
Las estadísticas, por otro lado, nos devuelven al terror: 78.797 casos de COVID-19 contabilizados en España. 349.409, en Europa y 575.444, en el mundo. Un tercio de la humanidad está confinada.