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En primera persona

La difícil tarea de disfrutar del ocio después de ser madre

Fiesta del cine en la Gran Vía de Madrid.

María Bilbao

A todo el mundo le gustan los bebés. Cuando vas por la calle con un bebé la gente te sonríe y se para a hablar contigo. Todo el mundo se enternece con un bebé, empatiza y hasta da consejos o comparte su experiencia. ¿Todo el mundo? ¿Seguro? Desde que soy madre, como posiblemente nos ocurre a todas, soy mucho más consciente de lo hostil que es una ciudad como Madrid con la infancia y, por extensión, con las familias en general y las madres en particular, pero también con todo aquel o aquella que funcione de una forma diferente al adulto medio en pleno rendimiento.

El transporte público es bastante —vergonzosamente— inaccesible, especialmente el Metro con sus escasísimos ascensores, pero también el bus cuando te deja a dos metros de la acera y tienes que bajar el carrito como puedes con un bebé y tus buenos puntos de cesárea. En esos casos estás a merced de la amabilidad de los extraños, como diría Blanche en Un tranvía llamado deseo. Las calles tampoco son especialmente amables, con unos niveles abusivos de contaminación, obras por todas partes con sus radiales haciendo entrar en pánico al bebé, aceras estrechas, bolardos, tubos de escape, humo de tabaco, olor a pis, etc. La ciudad se convierte en algo amenazante cuando tienes un bebé. Me consta que no todas las ciudades son iguales y posiblemente la experiencia cambia mucho en un medio rural. Pero en Madrid, desde donde escribo, todo va deprisa, todo es a un ritmo diferente al que tiene un bebé, no hay mucha cabida para que todo se paralice para atender la necesidad de un ser dependiente.

Como decía, desde que soy madre, he empezado a fijarme en la enorme disociación que existe entre el mundo adulto y el mundo infantil y he llevado a cabo mi personal investigación, nada rigurosa, más bien anecdótica, pero a mi juicio interesante y un poco representativa de cómo se da esta disociación, centrándome en este caso en una cuestión como el tiempo de ocio. Antes de ser madre mi ocio consistía en un consumo cultural medio: cine, conciertos, teatro, danza, bares, restaurantes. Cuando nuestro bebé nació, mi pareja y yo quisimos integrarlo en algunas de nuestras actividades habituales. La etapa del ocio más netamente nocturno la habíamos dejado ya de lado en buena medida, por lo que pensamos que sería relativamente sencillo disfrutar de algunas de estas actividades con nuestro pequeñín. Lo que hemos averiguado es que esta no es una práctica habitual, que al mundo de los adultos no le gusta mucho mezclarse con el mundo de los niños y niñas.

Durante unos meses he intentado asistir a conciertos, obras teatrales, charlas, performances, seminarios universitarios y al cine junto con mi bebé. La respuesta ha sido variopinta y conviene señalar algunos ejemplos concretos. Las primeras veces fueron fáciles: era verano y Madrid estaba lleno de actividades gratuitas al aire libre aptas para todos los públicos. Pero con la llegada del otoño la cosa se puso más difícil.

En un museo pudimos visitar exposiciones, en otro centro cultural solicité un asiento de movilidad reducida para poder entrar sin dificultad y permanecer durante una conferencia. Ningún problema tampoco en un teatro que contempla la posibilidad de asistir con un menor desde 0 años y para ello disponen de una entrada simbólica de un euro. En algunos cines privados organizan sesiones específicas para madres y padres con bebés, eso sí, solo matinales, con lo complicadas que son las mañanas para las madres lactantes. Esto además significa que si comienzas a trabajar por la mañana, ya no podrás ir a ver una película adulta. 

La acogida en restaurantes ha sido en general buena, en ninguno nos han negado la entrada con el niño (sabemos que en algunos lo hacen), aunque no en todos ponen las mismas facilidades ni tienen la misma sensibilidad para acoger a una familia como cliente.

Pero en otras instituciones culturales la recepción no ha sido tan buena. En un gran teatro manifestaron excusas del tipo “no creo que la obra le interese al bebé”, cuando era obvio que no pretendía que mi bebé viera esa obra, simplemente que me acompañara para que la viera yo. En otros espacios alegaron que para poder disfrutar de un concierto se necesita pagar un asiento y como un bebé no ocupa asiento, no hay cabida. Hay que entender las molestias que puede causar un bebé, decían. Cierto, y estoy segura de que cualquier madre, si su hijo empezara a llorar desconsoladamente, abandonaría la sala si es necesario. Es curioso que no se aplique la misma medida a los adultos que hacen ruido en los conciertos con sus omnipresentes toses o con sus caramelitos (¡esos caramelitos de las salas de conciertos y teatros!).

Sin cambiadores ni salas de lactancia

No obstante, este tipo de limitaciones no están escritas en ningún reglamento, y no lo están porque dudo mucho que sea constitucional prohibir la entrada a una persona (puesto que el bebé es una persona), por discriminación de edad, igual que no lo es por razón de género, etnia o ninguna otra.

En cualquier caso prácticamente el común denominador ha sido la extrañeza. En casi todas las situaciones en las que me he presentado con mi bebé como parte de este experimento que comenzó por necesidad, mi niño era el único en la sala. Para continuar con mi investigación realicé una encuesta entre distintos grupos de madres, amigas, compañeras de posparto, etc. La gran mayoría de mujeres contestaron a mis preguntas concluyendo que era deprimente lo mucho que se había reducido su ocio y lo hostil que resulta el mundo cuando una y su criatura son vulnerables.

La gran mayoría de mujeres habla de renuncia a un mínimo de vida social por lo complicado que es encajar la realidad infantil en un mundo 'adultocéntrico': la ausencia de cambiadores, los lugares inaccesibles, las miradas acusadoras, o el acoso con comentarios. Hablan de un entorno poco empático, un urbanismo que no ayuda y una invitación a recluirse en sus hogares por la dificultad de encontrar espacios amables con la infancia y con las madres, que a pesar de que nos sentimos invisibles una vez paridas, nos sigue gustando salir a la calle y disfrutar de la vida social.

Por supuesto que hay muchos factores que limitan que las madres y los bebés participen de la vida pública: hay bebés muy demandantes que no permiten siquiera poder fijar la atención en nada más, hay pospartos terribles, no todo el mundo tiene las mismas ganas de salir a la calle o de relacionarse, pero aun en las mejores condiciones como pueden ser las mías (un bebé tranquilo, una buena recuperación, lactancia establecida, pareja que comparte), parece que el mundo adulto está vetado.

En general, nada en la ciudad ayuda a que niñas y niños se visibilicen en la vida pública: apenas hay cambiadores y mucho menos salas de lactancia, los espacios mejor preparados para disfrutar con niños en entornos relativamente seguros sorprendentemente son centros comerciales, los parques en algunas zonas de la ciudad están colonizados por adultos bebiendo o fumando droga; en salas de teatro, auditorios de música y a veces hasta museos, no son bien tolerados y por supuesto no están dotados de la infraestructura para que la madre y el bebé se sientan cómodos, es decir, no son bienvenidos. Actualmente se ha puesto en marcha en algunos teatros privados un servicio de guardería de niños y niñas para que sus papis y mamis puedan ver la obra tranquilamente. Estas son estupendas iniciativas que nos hacen la vida más fácil, es verdad que a veces el cine puede asustar a un bebé por su volumen y que los padres puedan querer ver una obra solos, pero digamos que no resuelve la cuestión de la segregación etaria, no compartimos espacios.

Podríamos pensar que estamos en la era más niñocéntrica de la historia: se multiplica la información sobre crianza, se cría con apego, se trata a la infancia con mimo, con productos orgánicos, hay más literatura infantil que en ninguna otra época y de gran calidad, igual que música. Sin embargo me da por pensar que tal vez esto es así en gran medida porque los niños y niñas son un grandísimo nicho de mercado, al igual que sus padres, con sus espacios ad hoc, su cultura especializada y sus necesidades creadas por el mercado. El mundo sin embargo no ha dejado de ser adultocéntrico: mientras en cada vez más establecimientos se observa la pegatina de “bienvenido perro” y un bebedero en la puerta, aparecen hoteles y restaurantes donde niños y niñas de cualquier edad no son bienvenidos. Es frustrante también la dificultad que existe para llevar a cabo la lactancia, casi como si fuera algo obsceno, se esconde, se invisibiliza, se tapa y se relega al ámbito privado, haciendo mucho más difícil para las madres la recuperación, la relación y la integración en la vida.

Posiblemente antes de ser madre también me haya mostrado intolerante o impaciente ante el llanto feroz de un niño con rabieta. No es que culpe a las personas cuando se molestan, pero sí me inquieta esta segregación innecesaria que enseña una sociedad donde se salva quien puede y gana quien corre más rápido, que no pone la vida en el centro, ni integra la diversidad, ni tiene paciencia con quien camina más despacio.

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