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Por qué deberíamos atrevernos a hablar de nuestro aborto

Uno

Como el gato se ensañaba con el sillón de lectura, decidimos trasladar parte de la sala de estar al despacho y parte del despacho a la sala de estar.

El resultado fue una involuntaria división por géneros de nuestros lugares de trabajo. En la pequeña habitación: el escritorio y el sillón de mi marido. En la antigua salita, al mobiliario existente —un par de librerías, un tocadiscos— sólo hizo falta añadirle mi mesa y el pequeño aloe vera que él me regaló un domingo.

Parecía una simple reorganización del hogar, puro feng shui antifelino, pero terminó convirtiéndose en algo más. Por primera vez en años yo tendría un “cuarto propio”. La habitación más luminosa de la casa —esa que se encuentra entre el dormitorio de nuestro hijo y la terraza— se convertiría en mi nuevo lugar de batallas.

Dos

Así que todo era euforia, sí. Todo era euforia hasta que me di cuenta de que aquella propiedad era falsa. De que lo de tener un lugar sólo para mí, a estas alturas de la vida, resultaba imposible. Lo supe nada más instalarme en la sala. Estaba frente al ordenador, tecleando un capítulo de la novela y con un hilo musical suave, cuando el autobús de Playmobil chocó contra mi talón descalzo.

Mi hijo, que me había visto allí sentada, en ese espacio del hogar hasta entonces despoblado, decidió tomar cada una de las baldosas con sus juguetes. Avanzó su ejército de peluches y bloques de madera y con éxito montó un campamento a mis espaldas.

Todo era euforia, hasta que me di cuenta de que mi cuarto propio era en realidad un cuarto-propio-pero-compartido. No importa, pensé en aquel momento. No me importa compartirlo con él. ¿Acaso no hay sitio suficiente para dos personas en la habitación más luminosa de la casa?

Tres

Una mancha blanca, poco más que eso. Una mancha blanca en mitad de una mancha negra que se supone que es mi útero en la semana ocho de gestación. A esa mancha blanca le habíamos escuchado el corazón ilusionados y luego ya no sonó más.

Latía rápido y al oírlo sentíamos el mismo nerviosismo que uno siente cuando agarra un pajarillo con las manos y luego ya no. Ya no suena más.

En la memoria, la mancha blanca siempre será un pajarillo. Sus alas no llegaron a desplegarse pero estaban ahí, como lo siguen existiendo en esa ecografía borrosa, cuya imagen enmarqué y coloqué en el estante de una de las baldas de nuestra librería de la inhabitada sala de estar.

Cuatro

Y es entonces cuando lo entiendo: en el cuarto-propio-pero-compartido ya no somos dos sino tres. Desde la segunda balda de la biblioteca, desafiante, el pequeño bulto blanco muestra su mirada severa.

Parece que me estuviera diciendo que me he olvidado de él, pero no es cierto. Parece que me estuviera diciendo que abandoné su retrato para no tener que volver a verlo, pero no es cierto.

Parece que me estuviera diciendo que le oculto, que me avergüenzo, pero no es cierto.

Parece que me estuviera diciendo que si lo usé para decorar la habitación más luminosa pero menos frecuentada de la casa fue para ignorarlo. Y que su imagen no me dañara. Y que su recuerdo no me apenara. Y que su manchita no me abrumara, pero no es cierto.

¿De verdad que no es cierto?

Cinco

Cómo le explico a Manchita Blanca que quien juega con un dinosaurio de plástico mientras escribo es el niño que vino a sustituirla.

Cómo le explico al niño que juega con un dinosaurio de plástico que si el corazón de Manchita Blanca no se hubiese detenido, él nunca hubiera existido.

Cómo le explico a quien lee estas líneas escritas en mi nuevo cuarto-propio-pero-compartido que el amor que siento hacia Manchita Blanca y el amor que siento hacia Niño Dinosaurio siempre será exactamente el mismo, incluso si uno existe y el otro no, o incluso si uno respira y el otro no, o incluso si uno tiene los ojos grises y el otro nunca llegaría a abrirlos.

Y seis

Este es el primer libro que leo y disfruto en la habitación más luminosa de la casa. Se titula El libro de la vagina y sus autoras son dos jóvenes estudiantes de medicina. Como su título indica, se trata de un manual para aprenderlo todo sobre los genitales femeninos desde su forma a su contenido, pasando por sus enfermedades y placeres.

En el apartado que las estudiantes dedican a la reproducción, me sorprende encontrarme con un pequeño capítulo sobre el aborto espontáneo. Y digo que me sorprende porque desde que en mayo de 2015 nos despidiéramos de Manchita Blanca, ha sido muy difícil encontrar literatura al respecto de este tema. Algún verso de Blanca Varela, algún relato sobre la imposibilidad de ser madre, algún ensayo muy breve, algún artículo sobre los tres abortos de Priscilla Chan.

En todo caso, lo que más he logrado leer son testimonios anónimos. Voces susurrantes de mujeres que, con pudor, se han aventurado a contar qué supuso para ellas sentir que los pajarillos que llevaban dentro se les escapaban del cuerpo.

Entonces, ¿qué hace falta para atreverse a contar lo incontable? ¿Cómo narrar aquello que tantas veces nos han invitado a esconder?

Quizá, lo más importante sea crear nuestro espacio común.

Así que aquí, mientras el Niño Dinosaurio me presiona la carne del brazo con su minúsculo dedo —ya voy, peque, espera que ya acabo de escribir esto— se me ocurre que lo único que puedo hacer es abrir las puertas de esta sala. Porque donde caben Manchita, Dinosaurio y Luna, cabemos todas. Porque en el lugar desde el que narro, narramos todas. Porque quien logre apropiarse de un cuarto, lo hará para todas. Incluso si las historias que se cuenta dentro de él duelen: id pasando, de aquí nadie nos mueve, vamos a hablar.