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La escuela en casa no está hecha para nosotras

A pesar de mis sospechas de que las imágenes de las colas del Mercadona y sus estanterías arrasadas eran en verdad una oscura campaña de marketing de los supermercados valencianos (¿a alguien le extrañaría?), ayer Alberto fue por la noche al Carrefour y, salvo la colas, vio una desolación similar en sus estanterías. Después de sentir que estaba metido en un juego VR de Walking Dead, volvió a casa sin pan de molde.

En cambio, otra de mis sospechas (esta ya venía de antes) se ha confirmado: el home schooling no es para mí. Ni para mi hija. Ni aunque lo diga en inglés.

Desde el lunes por la noche le insistí en que la cuarentena no significa vacaciones, pero ni esto le chafó su inmensa alegría al saber que pasaría dos semanas sin ir al colegio. Le dije que habría deberes, estudio, lectura y todo lo demás, incluido los recreos. (Ahí, bien). Lo que no le moló nada es saber que tenía la intención de darle de comer (si nos lo permiten los supermercados arrasados) lo mismo que en el comedor del colegio. Ahí sí que se echó a llorar. Ella quería «la comida de las cenas». Nada de verduritas, pescados ni coliflores. Pues bien. Hoy Alberto (que libraba), ha cocinado crema de calabaza, boquerones fritos y fresas de postre. Resultado: ha terminado de comer a las cinco.

Mañana, que estaré sola, veremos a ver cómo me las apaño para trabajar, hacer la comida e insistirle una y otra vez que vuelva a sus deberes.

Aunque no teníamos que estar en el colegio a las 8 ni yo tenía que empezar a trabajar hasta las 9, las dos nos hemos despertado a las 7. (Y no es porque no me hubiese acordado -¡increíble!- de quitar las alarmas de los despertadores). Era el reloj biológico. Así que hemos desayunado, he limpiado un poco la casa y he repasado todo lo que le han mandado del colegio para ir armando un horario de estudio. Le he escrito en una hoja lo que le tocaba para hoy.

A las 9, ambas nos hemos puesto a trabajar, cada una en su habitación. Todo bien. Hasta que a las 9:45 se presenta en mi estudio y me dice «¡ya he terminado!». Miré el reloj, no entendí como era eso posible. A partir de ahí, improvisando, echando más leña al juego y peleando con ella, que claramente veía que me estaba saltando los acuerdos previos.

A las 11, ya con Alberto a pleno rendimiento, ha llegado la hora del recreo, que decidimos respetar. Han bajado a la calle a jugar al baloncesto con dos compañeros del colegio. En un grupo de chats de madres (suena mal, lo sé, pero el mío mola), ante el amago de una quedad en el parque, nos hemos preguntado «¿cuántos niños hacen grupo de riesgo?». La verdad es que hay un contagio que nos preocupa más, ahora mismo, que el del COVID-19: los piojos. En los chats de la clase de Eleonor se valora altamente este periodo de cuarentena para acabar con esta plaga de una vez. Tengo alguna amiga que se está dejando el sueldo en Bye piojitos siendo este «bye» más bien un «hasta luego».

Esta noche toca lendrera.

Tenemos, oficialmente, una pandemia. Hoy los casos confirmados son de 2.128 en España, 18.484 en Europa y 118.223 en el mundo. Y, al final, hemos tenido que cancelar el encuentro con Carlos Umaña y Jorge Lobo en la Escuela de la Prospe este viernes. Han cerrado las bibliotecas de Madrid pero Ticketmaster todavía no ha anunciado la cancelación del concierto de Sisters of Mercy, algo es algo.