El verano de los escolares dura 79 días. Día arriba, día abajo, depende de dónde. Las vacaciones laborales, 30. Con suerte, tres de esas semanas se pueden coger en verano. Obviamente, tenemos un problema. No es un problema nuevo pero sí es el elefante de la habitación. ¿A costa de qué o de quién están los padres y madres trabajadoras sobrellevando la responsabilidad del cuidado de los hijos e hijas en verano? Del ahorro, cuando lo hay, y de los abuelos, cuando los hay. Cuando no hay ni una cosa ni otra, el verano deja de ser ese tiempo feliz y despreocupado que toda infancia merece.
“Es complicado”. Esta conclusión se repite una y otra vez en las familias. Muchas de ellas arrancan el verano con cierta planificación, organizando actividades interesantes para las tardes y contratando campamentos para julio. Ponen la vista, y las esperanzas, en las ansiadas vacaciones de agosto. Pero el curso no empieza hasta mediados de septiembre y esas últimas semanas se abandonan a la improvisación.
Es el caso de Mar, una madre de dos niños de 8 y 11 años con los que vive, junto a su marido, en Parla, una localidad al sur de Madrid. Lleva cuatro años tirando de campamentos urbanos en el mes de julio. En agosto, se irá quince días a la playa. ¿Qué pasará al reincorporarse al trabajo? “Será complicado”, dice. Su marido trabaja fuera de casa todo el día y ella lo hace en una residencia de ancianos en la que está ingresada su propia madre. “Unos días tendrán que venir a la residencia conmigo, no me queda otra, no tenemos más dinero”, admite Mar. Los niños hacen allí compañía a su abuela, pero son muchos días, muchas horas. Por otro lado, es el lugar de trabajo de Mar y tiene muchas personas a las que cuidar, lógicamente no puede estar pendiente de los niños todo el rato.
El mes de julio, eso sí, lo han pasado en grande en el campamento organizado por la escuela de fútbol a la que acuden el resto del año. Los dos primeros veranos, los niños fueron inscritos en la opción municipal, hasta que el tercer año el pequeño empezó a encontrarse a disgusto y no quiso volver. “Cambió el colegio, los monitores, la organización, todo”, dice Mar, y la buena experiencia de años anteriores se fue al traste. Quince días en los campamentos municipales de Parla, que se realizan en los propios colegios, tiene un coste de 180 euros, comida incluida y entrada a las 7:30. Por el mes completo y los dos niños, esta familia tenía que pagar 650 euros. “Se come nuestros sueldos”, admite. Los niños están felices en el campamento futbolero que les contrató Mar tras la mala experiencia anterior. Entrenan, van a la piscina, hacen excursiones y comen allí. Por tres semanas, han pagado 620 euros, de 9 a 6 de la tarde; no es mucho más caro que la opción pública.
En la capital, el Ayuntamiento abre algunos centros de Infantil y Primaria donde las actividades se realizan en inglés. Admiten niños y niñas a partir de los tres años pero solo durante julio y la primera quincena de agosto. El coste de dos semanas está en 125 euros. Hay otra opción, la del “centro de vacaciones” fuera de la ciudad, en régimen de residencia y para mayores de seis años, durante 12 días. El precio es de 190 euros.
La oferta de Barcelona es mucho más amplia: guarderías de uno a tres años, casales de verano, colonias y campamentos a partir de los tres, rutas a partir de los 13 y campamentos fuera de Catalunya para mayores de 16. Un casal en la ciudad hasta las cinco de la tarde tiene un coste aproximado de 120 euros a la semana, pero el Ayuntamiento concede becas de hasta el 90 por ciento según los niveles de renta familiar y otros condicionantes.
El sector privado es extenso y flexible. Días, mañanas, tardes, agosto, entrada temprana, idiomas, deporte… En Madrid, una Escuela de Rock para entre 8 y 14 años y durante las mañanas tiene un coste de 300 euros por quincena. Las opciones que proporciona la empresa que se hace cargo, Aula Joven, incluyen también la vida en la montaña, con pernocta, en torno a los 800 euros la quincena.
“Campamento abuelos”
Carmen vive, con su marido y su hijo de 7 años, también en Parla. “No me puedo permitir un campamento municipal a 300 euros al mes, se te come la paga del verano”, dice. Carmen trabaja a media jornada, junto a su marido, en un taller de joyería en Madrid. “Es una ruina, la vida está cara en Parla, mucho más de lo que la gente cree”. Esta familia hace uso del plan B más recurrente del verano: los abuelos. “Gracias a que tengo una suegra que me echa una mano llevándose a mi hijo con ella todo el mes de julio a su casa de la sierra. Él sale ganando porque está muy a gusto allí, con la piscina y con su abuela”. A la vuelta de las vacaciones, que esta pareja espera cogerse durante todo el mes de agosto, cuenta con poder volver algún día al plan B y, cuando no, tiene un C muy parecido al de Mar: tener al niño con ellos medio día en el taller, acompañado, probablemente, de una tablet para hacer que las horas pasen más rápido.
El “campamento abuelos” funciona cuando estos aún son jóvenes. O al menos tienen la suficiente energía para disfrutar esta segunda paternidad y maternidad que muchas personas mayores, jubiladas, han accedido a revivir, en especial a partir de la crisis y en contextos de precariedad. Eneritz lo llama así, “campamento abuelos”. Y es que lo es, en su caso con más razón. Se trata de una casa de campo en Conil de la Frontera,donde sus padres acogen a los siete nietos que tienen, repartidos por toda España en Málaga, Madrid, Barcelona y Cádiz. El verano es el gran momento de reunión familiar para los primos, con edades que van desde la hija de dos años y medio que tiene Eneritz, hasta el mayor de 12.
Los abuelos han habilitado la casa y la finca para que los niños se sientan cómodos y puedan hacer allí de todo: juegan entre los árboles, dan de comer a las gallinas, practican el ping-pong, proyectan cine por la noche, van a la playa, cocinan… La abuela planifica “veranos temáticos” y se inventa aventuras como la búsqueda del tesoro por pistas y mil cosas más para tenerles entretenidos, “juegos como los que hacíamos nosotras de pequeñas”, recuerda Eneritz con emoción, pensando en la infancia que vivió con sus tres hermanas. “Son recuerdos que va a tener toda la vida, también es una forma de crear unión en la familia, y eso es gracias a los abuelos”, dice. “Los abuelos disfrutan, pero es mucho trabajo. No está reconocido. Deberían darle también una ayudita a todos los abuelos que se encargan de los nietos, con sus pensiones de risa después de haber trabajado toda la vida”, reclama Eneritz.
Pero su hija Frida es demasiado pequeña y el verano de Eneritz, “muy complicado”. Este más que nunca, pues está montando su propia empresa de eventos, que lanzará en septiembre. Apenas va a tener vacaciones este año. Su marido es autónomo y pasa el día fuera de casa. Así que además del idílico plan de Conil, Eneritz ha tenido que contratar una cuidadora y una guardería en el pueblo en el que residen. Es la primera vez que esa escuela infantil abrirá en agosto y lo hace debido a la demanda. “En el verano todo se complica en el sur con el calor, desde las once hasta las siete no se puede estar en la calle ni ir a los parques”, por eso la combinación de guardería y cuidadora, para una trabajadora por cuenta propia, con la oficina en casa y sin familia cerca, es la única opción. La contratación de estos apoyos le puede suponer a Eneritz unos 700 euros mensuales.
Cuando Carmen y su marido Alejandro, la pareja de Parla, van a ver a su hijo a la sierra de Madrid los fines de semana, recorren 80 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Pero Rodrigo y su esposa Mar, cuando van a ver a sus dos hijos a casa de los abuelos cada semana, hacen en coche 460 kilómetros. Y lo mismo para volver. Van desde Madrid a un pueblo de Asturias. Cada fin de semana. “¿Que por qué lo hacemos así? Para que vean a los abuelos y para quitarse el calor de Madrid”, dice Rodrigo, que además sabe que sus hijos, de 7 y 5 años, viven el verano de los pueblos, con sus pandillas, su libertad de horarios y su relajación tan lejana de la estricta vida en la ciudad.
En este árido pedregal de complicaciones que puede ser un verano, hay familias que tienen a los niños de un sitio para otro. Alba es hija de padres divorciados. La última semana de junio estuvo de vacaciones con su madre en la playa. La primera quincena de julio estuvo inscrita en uno de los centros abiertos en inglés del Ayuntamiento de Madrid. La segunda quincena del mes, en un campamento privado con pernoctas. El mes de agosto pasará la primera quincena de vacaciones de nuevo con su madre y la segunda con su padre de camping, con unos días entremedias en un parque infantil que hace servicio de fiestas, juegos y parque de bolas. Complicado, pero divertido.
Estrategias hay de todo tipo y algunas más baratas que otras. Gabriela y Javier son dos niños de ocho y seis años respectivamente que pasan juntos las mañanas alternas en casa de ella o de él. Los domicilios de ambos están a dos minutos andando, en un barrio de Madrid. El padre de Gabriela y la madre de Javier son profesionales con la oficina en casa, por lo que estos turnos les permiten trabajar al menos un día a pleno rendimiento, y el otro con un ojo a veces en los niños, a veces en el ordenador. Después de comer, las dos familias se reencuentran a las cuatro de la tarde en la piscina, y de esta manera cubren el hueco que le ha quedado a Gabriela desde que finalizó el campamento urbano hasta que arrancan las vacaciones con sus padres.
“Cuando están los dos juntos, pasan la mañana jugando, así que en realidad hay que estar menos pendiente de ellos que si están solos”, dice Asis, el padre de Gabriela. Precisamente, el trabajo de Asis es la creación y coordinación de campamentos temáticos con un objetivo artístico. En Menudapeli, Gabriela pasó quince días de julio escribiendo, rodando y montando una película. Un taller que, incluyendo comida y actividades teatrales, tiene un precio de 500 euros. En cada edición concede cinco becas de conciliación laboral para mujeres víctimas de maltrato, por el cien por cien de la matrícula.
El caso de Déborah, madre sola de una niña de 9 años con un 83 por ciento de discapacidad, es complejo. Durante el curso, su hija Sofía asiste a un colegio privado de educación especial. Como la pequeña es ciega, la ONCE se hace cargo del coste. Cuando llega el verano y hasta que Déborah se puede coger vacaciones, llegan los problemas, pues su horario de trabajo es de 8:30 a 16:30 y los centros abiertos públicos para necesidades especiales en Madrid tienen un horario más restringido del habitual: de 10 a 16h, cuando los ordinarios comienzan a las nueve de la mañana. El Ayuntamiento oferta 580 plazas desde los 3 años hasta los 21 y un par de rutas adaptadas. El precio es de 50 euros la quincena.
“El problema principal de los públicos no es el precio, es el horario”, dice Déborah. “Sofía necesita una persona casi en exclusiva para ella y tiene que ser gente preparada, de confianza, no me vale cualquier persona. Tiene ataques epilépticos y, si le dan, hay que ponerle una medicación”. Por las necesidades de Sofía tampoco puede solicitar una de las plazas que el Ayuntamiento reserva en los centros ordinarios para alumnos con necesidades especiales, donde sí podría llevarla a las nueve, aunque llegue tarde a trabajar. Dice que, con los 400 euros de la ayuda a la dependencia que recibe, no se puede permitir gastarlos en una persona que se encargue de cubrir los huecos que dejan estos horarios incompatibles; “ya están invertidos en otras cosas que ella necesita”. Tampoco puede asumir el precio de la oferta privada para necesidades especiales. “Si tienes dinero, no tienes problemas, pero si eres sola y tienes un trabajo, estás jorobada”, dice.
Su opción es, de nuevo, la misma que otras muchas madres: los abuelos. Los de Déborah han adaptado su casa de la playa para que la niña pase allí todos los veranos, y han acometido la obra “sin ningún tipo de ayuda o subvención, porque es una segunda residencia a nombre de mis padres”, aclara. Sofía está encantada porque le gusta el agua y estar con los abuelos, allí es feliz, pero su madre sabe que es mucha carga para personas de sesenta años, porque aunque Sofía tiene nueve, el trabajo que da es como el de un bebé de dos.
La empresa en la que trabaja Déborah no es muy flexible con los horarios; la de Norma, sí. Tiene tres hijos entre los siete años y los casi dos del más pequeño, y lleva 18 años trabajando en Osborne, en El Puerto de Santa María (Cádiz). Se acoge al horario de conciliación familiar que le ofrece su empresa desde junio a septiembre, entrando muy pronto por la mañana y saliendo a la hora de comer. Es una opción para padres y madres de hijos e hijas hasta los 12 años, pero actualmente solo lo solicitan mujeres. “Consigue que la gente sea muy responsable en su trabajo”, explica Norma. Sus hijos acuden a diario a un Summer Camp que organiza su propio colegio pero que no empieza hasta las diez de la mañana. Para cubrir la ausencia al principio de la mañana, la gaditana ha contratado a una cuidadora que llega a las siete de la mañana a casa. Como en el caso de Asís, también los vecinos cubren otra parte, más informal, de los cuidados. En este caso, los suyos son sus propios padres y unos amigos íntimos, que viven en casas con puertas que se comunican, de manera que siempre hay alguien para echar un ojo.
Los amigos, los grupos de WhatsApp de padres y madres a los que pedir ayuda cuando algo falla o cuando no se han hecho los planes a tiempo, así como los vecinos y las vecinas son la red invisible y informal de cariños y cuidados que compensa cuando se ha estirado de la cuerda —complicada— de todo lo demás. Así es para todo el año, pero en especial para este extenso y caluroso verano del 19.