Con su libro El dolor adolescente (Plataforma actual), José Antonio Luengo, decano del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid, experto en Psicología Educativa y miembro de la Unidad de Convivencia y contra el Acoso Escolar de la Comunidad de Madrid, aborda el empeoramiento de la salud mental de nuestros chicos y chicas metiendo el dedo en la llaga de una sociedad que “lleva tiempo huyendo hacia adelante en un mundo que crece desequilibrado” y en el que “las personas hace tiempo que importamos poco”.
En su obra, defiende “detenerse, reflexionar y definir un plan de acción valiente y participativo” que aborde el modelo de parentalidad, pero también cambios en el sistema educativo y en la atención primaria para que el acompañamiento basado en la escucha sea accesible porque “la salud mental nos la jugamos en el día a día”.
Denuncia que la sociedad en su conjunto no está ayudando a la adolescencia a sobrellevar el dolor o a mejorar su salud mental. “Estamos obligados a reflexionar sobre lo que nos está ocurriendo como sociedad”, escribe. ¿Qué cree que estamos haciendo mal?
En mi opinión, el modelo de sociedad que conocemos lleva tiempo huyendo hacia adelante en un mundo que crece desequilibrado y desproporcionado, muy pendiente de los valores económicos y del horizonte de crecimiento desenfrenado. En este modelo, creo que las personas hace tiempo que importamos poco. Buena prueba son el incontrolado aumento de las inmorales franjas de pobreza, la inquietante percepción del futuro que tienen nuestros jóvenes o el incremento de las necesidades de atención en materia de salud mental a la población en general, pero de manera especialmente preocupante a la infancia y adolescencia. La ausencia de tiempo en las relaciones interpersonales de calidad, el deterioro de los vínculos estables, la paradoja de la soledad en un mundo hiperconectado y la sobreprotección representan elementos probablemente causales del aumento de crisis adaptativas, desajustes emocionales y, también, de conductas altamente preocupantes, como la violencia autoinfligida (autolesiones y riesgo de conductas suicidas).
¿Cómo podría cambiar esta tendencia? ¿Qué podríamos hacer las familias, los centros educativos, los adultos en general y los poderes públicos?
Creo que estamos a tiempo. El ser humano tiene una gran capacidad de reorientación en sus modelos organizativos, tiempos y prioridades. Pero hace falta detenerse, reflexionar sobre lo que la evidencia científica, la investigación y la experiencia vienen mostrando años y definir un plan de acción valiente, estructurado y participativo. Un ejemplo muy reciente es el impulsado por la Comunidad Valenciana a través de la Convención Ciudadana sobre la Salud Mental, con marcado carácter participativo y vocación de cambio y mejora. Recoge las aportaciones de 70 personas participantes mayores de 15 años elegidas por sorteo. Es necesario revisar ejes fundamentales de nuestra estructura social. La necesidad de incorporar una visión de intervención comunitaria y preventiva, así como de promoción del bienestar psicológico, precisa el estudio de las nuevas necesidades y de la provisión de nuevos recursos, entre ellos la incorporación de profesionales de psicología en los centros educativos y en los sistemas de atención primaria. Y, por supuesto, reflexionar sobre el actual modelo de parentalidad. No estamos haciendo demasiado bien las cosas. La salud mental se juega en las distancias cortas.
¿A qué se refiere con reflexionar sobre el modelo de parentalidad?
Me refiero a pararse a pensar cómo generar buenos entornos para el cuidado y la atención a niños y niñas. Es especialmente importante generar vínculos estables. Me refiero a que vayamos construyendo un modelo de confianza basado en la escucha y la comprensión que facilite que los niños, cuando se encuentren en situaciones complicadas, nos puedan plantear sus dudas. Es un modelo que también favorece la participación de los chicos en la toma de decisiones desde que son pequeños, pero en el que las normas y los límites son fundamentales porque aportan seguridad a la criatura.
¿Qué le gustaría que cambiara a nivel institucional y social tras su libro?
Lo que pido, humildemente, es que seamos capaces de parar máquinas y detener este proceso vertiginoso, este ritmo de vida tan acelerado que tenemos como sociedad y nos demos cuenta de que los más vulnerables en este mundo que hemos creado y hemos organizado podrían ser menos vulnerables, más respetados y cuidados. Para eso hay que detenerse y decidir que tenemos que cambiar cosas, pero escuchando a la gente que sufre. Hablo del porcentaje de población que vive cercana a la pobreza, de la situación de nuestros mayores, de la sensación de desesperanza de los jóvenes, que piensan que el mundo va a ser siempre así, que van a ganar mil euros siempre...
Pido que escuchen lo que dicen los que sufren y que entiendan que esto de la salud mental nos lo jugamos en el día a día, en cómo hacemos vínculo con nuestros hijos, en cómo organizamos las ciudades y pueblos, en los recursos que ponemos en las escuelas para que los chicos pueden hablar de ellos, para que el profesorado tenga tiempo para establecer relaciones personales de calidad con ellos, para generar buenos modelos de convivencia pacífica y democrática, saludable… En las escuelas es donde debemos prevenir el desorden psicológico, donde más vamos a poder ayudarles a, si no corregir, por lo menos compensar aquellas cosas que van mal en su vida. Pido también recursos en la atención primaria para afrontar las primeras manifestaciones de desórdenes psicológicos, no solo con medicación, que haya un espacio basado en la escucha.
En la salud mental de los adolescentes, ¿podríamos decir con nostalgia que cualquier tiempo pasado es mejor y esto antes no pasaba o es que no lo veíamos?
No creo en ese aforismo. Lo que vemos con preocupación en la actualidad pone nombre a retos que hemos de afrontar como consecuencia de cómo hemos decidido progresar como sociedad. Las bolsas de pobreza, el mundo líquido y marcadamente provisional que marca el presente de nuestra juventud o la nueva pandemia psicológica representan espacios poco identificables en otros tiempos. Los tiempos pasados tuvieron sus agujeros negros (que todo se lo tragaban); nosotros tenemos los nuestros. Pero déjeme que le haga una pequeña reflexión sobre el modelo de parentalidad actual que tiene ya un recorrido de más de diez años. ¿Quiénes son los “frágiles”? ¿Nuestros chicos o chicas? ¿O, tal vez, nosotros, los padres? Es necesario que cada uno en nuestra casa configuremos entornos generadores de vínculos estables, compatibles con la experiencia del dolor, la dificultad, la zozobra o la inquietud.
El confinamiento y la pandemia han abonado un terreno ya fértil que ha hecho brotar el dolor y el sufrimiento de manera muy notoria. Pero no todo es enfermedad mental. Hablamos más de lo que sentimos y de cómo nos sentimos. Esto se ve en los centros educativos. Los chicos cuentan mucho de lo que les pasa, de sus agobios, tristezas, y de su sufrimiento y dolor, a veces desesperanza. Y esto, que se abran, que confíen, creo, es una buena noticia. El malestar psicológico surge y no siempre somos capaces de desplegar herramientas para gestionarlo. Son mucha las presiones a las que nuestros adolescentes están sometidos hoy en día. No nos hacemos idea de qué sienten en este mundo hiperconectado.
Ante las noticias de suicidio de adolescentes, que se abordan a veces de una manera muy sensacionalista, ¿qué debate le gustaría que tuviéramos como sociedad o en el seno de las familias?
No podemos dar esas noticias como se ha hecho. Repasemos las recomendaciones y principios éticos señalados por organizaciones internacionales, por nuestro propio Estado y manuales de las empresas periodísticas. Muchos de nuestros chicos y chicas más vulnerables psicológicamente incorporan la opción de la muerte como una posibilidad para dejar de sufrir y hay que entender el suicidio como un fenómeno multicausal, resultado de circunstancias tanto personales como contextuales. Hablar del suicidio, se sabe, puede salvar vidas. Pero no todo vale. Por ejemplo, en su guía Live Life, la Organización Mundial de la Salud traza de manera precisa el diseño de la intervención en el contexto escolar. Hablar del suicidio supone tratar el fenómeno ahondando públicamente en la necesidad de prevenir y explicar el trastorno mental, profundizar en el dolor psicológico y en cómo pedir ayuda, luchar contra el estigma, intervenir en el ámbito comunitario para atender las necesidades de las poblaciones más vulnerables... Hablar del suicidio no es exponer a la opinión pública el escenario escabroso de cada muerte por suicidio.
Una de las llagas en las que mete el dedo su libro es el culto a la felicidad, al individualismo, a la perfección y la idea de que “no hemos sido educados en la cultura del acompañamiento ante el dolor”. ¿Qué pautas educativas necesitarían los adolescentes para contrarrestar esta forma de pensar tan dañina?
No debemos culpar de todo a los progenitores. No lo tenemos fácil. El mundo en el que se ubica la responsabilidad de la crianza no es precisamente un dechado de oportunidades y facilidades. Hemos mejorado en aspectos realmente importantes como, por ejemplo, la ampliación del permiso por nacimiento y cuidado del menor. Pero no es suficiente. Educar siempre ha sido un proceso complejo. Y hoy, muy complejo. En todo caso, debemos entender que el modelo educativo que habilitamos en el día a día tiene un impacto sustantivo en la vida de los hijos e hijas. Especialmente porque la vida, en no pocas ocasiones, nos lleva a dejarnos llevar, sin demasiada reflexión de la relevancia de nuestro ejemplo, del modelo que ejercemos. Porque ellos, aunque no lo creamos, nos miran. E imitan. Crean su mundo en el espejo del nuestro.
“El tiempo y los ritmos en que vivimos nos devoran” o “las tecnologías adictivas” son otros de los temas de reflexión del libro sobre cómo nuestra forma de vivir perjudica la salud mental de nuestros hijos e hijas. ¿Cómo podemos cultivar un ritmo más pausado? ¿Qué pautas subraya para promover un buen uso de las pantallas?
Sobre estas cuestiones, pocas dudas existen. Seamos buenos ejemplos de vida, modelos equilibrados a imitar. Lo que hemos hecho hasta el momento parece que funciona regular. Pero, hagamos lo que hagamos, hemos de hacerlo desde pequeños. Con un plan. Estamos hablando de educación. Y no es una broma. No me parece normal la facilidad con la que niños de muy corta edad pasan tiempo con dispositivos digitales mientras van en sus carritos por las calles, o durante las comidas familiares en los restaurantes un fin de semana. No es del todo cierto eso que se dice de que el problema no son las tecnologías, sino lo que hacemos con ellas… Hay tecnología creada para generar adicción. No podemos mirar hacia otro lado. Hablamos muchas veces de disciplina. Pero, tal vez deberíamos pensar si los disciplinados no deberíamos ser los adultos…