Fregando hoy la cocina de mi casa he conectado con todas las horas-días-semanas-meses-años que mis abuelas fregaron ese mismo suelo, en casas distintas, bajo la lógica de que el suelo de una cocina es responsabilidad de las mujeres que están al servicio del patriarcado. Nuestro útero como parte del engranaje del Estado-Nación. Sabemos desde hace tiempo que partimos de una situación de desventaja per se. Además, esto continua. Necesitamos muchos más 8M para alcanzar un horizonte de real de igualdad.
YO. Lo escribo expresamente en mayúscula como un acto de escritura activista para desmontar que cuando una mujer se posiciona en primera persona –y en mayúscula– estamos ante un gesto egocéntrico. Cuando en el contexto de la maternidad, donde se inscribe esta reflexión, posicionarse de esta manera es casi obligatorio dada la invisibilidad y la desvalorización de la crianza. YO, madre.
Porque vivimos atravesadas por unas lógicas utilitaristas donde es más importante saber manejar un cuadro de Excel que gestionar el capital humano que implica la maternidad.
Yo, que he decido libremente criar a mis dos hijas en el apego –pero no con ello queriendo abanderar que la manera más óptima de hacer la crianza sea esa– ya que cada una/uno cría como le parece.
Como obligada estrategia de arranque del proceso de emancipación de la maternidad, en el que estamos, respecto al colonialismo interno, que habita en la crianza, de sólo poder hacer las cosas de una manera -lógica vertical-. Ya que la creencia de una “única vía de sólo acceso” es muy de lo hegemónico. Y con ello podemos caer sin darnos cuenta en asumir la ideología de “lo correcto”.
Yo, tengo que negociar diariamente con el peso que soportaron mis abuelas y mi madre sobre mi columna. Más concretamente sobre el cuello. Sentir continuamente que no hago las cosas suficientemente bien. O que el trabajo externo de ser esbirro del capitalismo con jefes neuróticos que asocian la felicidad a comprar en Amazon o ponerte pedo todo el finde para desconectar –que más bien significa darle una tregua a la desconexión personal que vives diariamente– tiene mayor dignificación social que el trabajo materno. Situación que no deja de asombrarme cada día.
¿Cómo puede ser que el trabajo de vertebrar, sostener, alimentar, educar y cuidar a un ser humano necesitado de los afectos y cuidados para sobrevivir no esté dignificado a nivel social y que además no tenga una correspondiente compensación retributiva por parte del Estado dada la esencialidad de dicha tarea para la continuidad de la vida? Porque sin el trabajo financiero, esto continua. Sin el trabajo de los algoritmos, esto sigue. Pero sin el trabajo materno se llegaría a una situación donde no habría peña para seguir alimentando el sistema. ¿Cómo no está en el centro del debate político la consideración y dignificación del trabajo materno siendo tan esencial para la continuidad del chiringuito en el que estamos?, ¿cómo puede ser esto?
La única respuesta que encuentro viene de algo estructural que sabemos: el trabajo materno es un trabajo derivado y naturalizado por la mujer desde una previa situación de sumisión al sistema. Por lo tanto, este trabajo o práctica o modo de hacer el trabajo materno no está en la misma línea que un trabajo en términos capitalistas dado que parte de una situación de asimetría total. Entonces, como parte del estatus que genera la sumisión, todo aquello que haga un sometido implica una normalización obligada e invisibilización de ésto o aquello que debe naturalizar. Por lo tanto, la carga del trabajo materno –históricamente asumida por las mujeres desde una perspectiva heteronormativamente hablando y que conste que considero el trabajo materno como una práctica asumida por personas en un escenario postidentitario- es totalmente invisible dado que está anclada en una naturalización desde la sumisión. Y desde la sumisión no hay ni derechos ni dignificación de nada.
Pero echar 12 horas al día de curro para una peña -que gana y ganará 5 veces más que tú en tres vidas seguidas- y no sostener a nivel emocional a los seres necesitados de ese sostén para poder tener un desarrollo aceptable es sinónimo de auto-realización.
Cuando creo, como mínimo, aun negociando con el sistema deberíamos poder generar espacios de dignificación de la de crianza donde, por lo menos, imaginarnos libres –aunque sólo sea en la posibilidad de tener soberanía en la organización de horarios cotidianos-.
Nosotras, las nietas de esas abuelas esclavas –criadas en el maravilloso ejemplo de su absoluta dignidad- tenemos la obligación de desmantelar y superar toda esa serie de lógicas, narraciones e inercias donde debemos hacer las cosas respecto a alguien que nos mira. Que nos evalúa silenciosamente. Respecto a ese alguien o a ese algo que desvalora y no dignifica el trabajo que implica la crianza. Porque sigue latiendo esa construcción cultural de estar al servicio del sistema. Algo que sientes cuando aterrizas aquí. Un continuo estado de vigilancia.
Sientes a bocajarro que la continuidad de la vida depende completamente de ti. De nadie más. De ejercer una “buena” diligencia desde la exigencia continua. Nunca desde el reconocimiento. Sin saber muy bien si esa “buena” diligencia es en sí una exigencia silenciosa de sumisión que te es susurrada casi sin darte cuenta por parte del constructo social. Lo curioso es el absurdo sistema de vigilancia que se establece entre las madres -o personas que ejercer el trabajo materno- dándole gravedad a cuestiones que no la tienen y aniquilando algo fundamental: vivir la crianza desde la alegría, el cachondeo y el desmantelamiento de todo lo que no te funciona. Como un continuo proceso de acertar-fallar nonstop. Y en medio del acierto y el fallo, haces la crianza.
Y nosotras, con único sesgo de ser autónomas y romper con la sumisión sufrida por nuestras abuelas y padecida por nuestras madres, de forma misteriosa nos volvemos a encadenar cuando decidimos ser madres y no irnos a una comuna hippie. Algo está mal y es responsabilidad nuestra cambiarlo. Nuestra. De las nietas, de las hijas, de las primas, de las hermanas, de las sobrinas, de las compañeras. No obedeciendo a nadie -ni a nada- en tu ámbito privado e interno. A nadie. Bastante ya tenemos con desprendernos del pater familias romano.
Porque la única manera de articular un verdadero espacio de emancipación real respecto a ese colonialismo interno patriarcal que sigue pautando la crianza –con su continuo grito silencioso, sin descansar jamás- es siendo, nosotras, libres y dignificando el trabajo materno.