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El miedo a caer sin red

Eleonor, de camino al parque montada en un patinete sobre el que hace equilibrios

Elena Cabrera

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Cuando la pandemia de la COVID-19 llegó a España, di por hecho que en algún momento me enfermaría. Veía acercarse las piezas de dominó, utilizadas para crear un mosaico de esparcimiento a gran velocidad del virus y tomé todas las precauciones posibles, aún sabiendo que serían en vano: alguna pieza cercana a mí acabaría golpeándome en la cabeza, yo caería y haría tambalearse a la siguiente. No ha sido así (todavía no lo descarto) pero sí he estado aquejada de otra enfermedad durante el confinamiento. Con el sistema de salud pública volcado en la lucha contra la COVID-19, nunca me había sentido tan desamparada.

Primero, la duda: los mensajes advertían no acudir a los centros de salud si no era por algo grave pero ¿cómo saber si lo es? ¿Es el dolor un indicador suficiente? ¿Cuándo es mucho dolor? Después, la dificultad para conseguir cita: la app que utilizamos para ello fue deshabilitada y no respondían el teléfono en el centro de salud. Con mi primera cita, la culpabilidad. ¿Había hecho bien? ¿Me estaba poniendo en peligro? ¿Era mi problema lo suficientemente importante como para acudir a un sistema congestionado?

Me voy de la consulta con una receta en la mano. Me tomo las medicinas pero no mejoro. De nuevo la duda y la dificultad para conseguir cita me acompañan durante varias semanas. Navego por páginas de internet buscando un autodiagnóstico. Consulto con el farmacéutico. Me comunico con un voluntarioso especialista por email. Nada me resuelve. Hablo con el centro de salud y me dicen que mi médico de cabecera me llamará por teléfono. Lo hace. Le explico lo que me pasa y me indica que vaya a verle ese misma tarde.

El centro de salud está parapetado: en el mostrador les parece extraño que mi doctor me haya hecho ir y son reacios a dejarme entrar. Una vez en el interior, me extraña verlo desierto de pacientes, tan solo médicos hablando por teléfono desde sus respectivas consultas, con las puertas abiertas. Una vez dentro de la que me corresponde, el médico me explora, comprueba que efectivamente no he mejorado de mi problema digestivo, el cual arrastro desde el 29 de febrero (recuerdo exactamente el día que me puse mal) y me solicita por vía preferente una prueba. De eso hace un mes y cuatro días. A pesar de la urgencia, no solo no me la han hecho todavía, sino que ni tan siquiera he conseguido que me llamen para darme cita.

Dos veces he llamado al número indicado y siempre acabo grabando un mensaje en una máquina, solicitando que se pongan en contacto conmigo en un número de teléfono. En la Comunidad de Madrid llevamos padeciendo hiperbólicos retrasos en las citas con las especialidades desde hace años (cuatro meses para un ginecólogo, cinco para un psicólogo, seis para un fisio) y unas listas de espera bochornosas para las operaciones. Aunque la historia principal es la de cómo nuestro sistema ha podido responder al coronavirus, hay otra trama secundaria que es finalmente la que me ha tocado vivir: la soledad y la orfandad ante la dolencia que ni siquiera ha podido ser diagnosticada. Y, acompañándolas a ambas, el miedo.

Me dan ganas de pasar de los aplausos en mi casa a la manifestación frente a la casa de quien tenga que meter más dinero y contratación en los servicios sanitarios.

Eleonor tampoco se encontraba bien de salud este sábado a la hora de la comida. Decía que le dolía la tripa pero no le creí, poco antes pegaba volteretas y no había comido nada: pensé que se estaba rebelando contra mi empeño de echar guisantes en la paella (pido perdón a aquellos a los que esto le parece una aberración y admito quejas en los comentarios, pero mi madre la hacía así). No quiso comer. Por la tarde dijo encontrarse recuperada, se comió la paella (le aparté los guisantes, salvo dos que le colé) y salimos al parque, donde coincidimos con sus amigos. Mi dolor digestivo hacía que me costara estar de pie y busqué un banco en el que sentarme. Me di cuenta de que no sabía si podía o no sentarme en él. El padre de una amiga de Eleonor me advirtió de que hacía solo un par de días que la policía pedía a las personas que se levantaran de los bancos del parque. Me dio igual, ese día tocaba desacato a la autoridad. Necesitaba sentarme.

En ese momento llegó Eleonor con la cara mustia a decirme muy bajito que le dolía la tripa de nuevo. Y otra vez sentí el miedo. Se me pasó de todo por la cabeza: y si es grave, ¿qué? Eleonor no es una niña que enferme con frecuencia ni yo una madre que abuse del pediatra: quitando las revisiones, en nueve años habremos ido cuatro o cinco veces. Pero sentí una anticipación del desvalimiento. Nos levantamos para volver a casa y, mientras lo hacíamos, Eleonor vomitó la paella en un árbol. Enseguida me advirtieron de que le tomara la temperatura, por si acaso. “A los niños el coronavirus les afecta con vómitos”, me dijeron.

Proseguimos el camino de regreso, dejando varias devoluciones por el camino. Eleonor se retiraba rápidamente la mascarilla cuando la comida le venía a la boca. Afortunadamente, llevábamos dos botellas de agua, con las que regábamos las manchas inútilmente. Como esta niña tenga coronavirus, pensé para mis adentros, la estamos cagando pero bien. Al llegar al portal de casa, se había recobrado milagrosamente. No tenía fiebre. No ha pasado nada, pero en un momento dado miré desde lo alto y vi que no había red. Que si nos caíamos, nos estrellábamos. Cuando pensamos en el estado del bienestar, nos referimos justamente a lo contrario a esta inseguridad.

La situación actual es la siguiente: 239.429 casos confirmados en España. 2.106.381, en Europa, y el mundo a punto de alcanzar los seis millones: 5.891.182.

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