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EN PRIMERA PERSONA

No me gustan los zoos pero mi hijo pequeño quiere ir a ver a los animales, ¿qué hago?

20 de julio de 2021 22:28 h

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Soy hija de la Barcelona del Floquet de Neu (Copito de nieve), emblema del zoo de Barcelona e incluso, durante años, de la ciudad. El Floquet era un gorila albino de Guinea Ecuatorial que fue capturado por un cazador del pueblo Essamangon que, después de matar a toda su familia porque le destrozaban las cosechas, se dio cuenta de que en la espalda de la madre había una cría albina viva. El Floquet fue llevado al Centro de Adaptación y Experimentación Zoológica que el Ayuntamiento de Barcelona tenía en Ikunde y se lo vendió al primatólogo Jordi Sabater Pi, que en 1966 lo llevó a Barcelona.

Cuando yo era renacuaja pensaba que el Floquet era mi amigo. Desde el barrio del Carmelo (en lo alto de Barcelona) miraba yo por la ventana donde calculaba que estaba el Floquet y le enviaba besitos. Recuerdo ir a verlo bastantes veces, correr hasta la mampara de cristal donde se apiñaban mil niños y abrir los ojos como planetas. Cuando me hice adolescente recapacité y llegué a la conclusión de que los zoos no me gustaban, que no iría más, que prefería mil veces no haber visto al Floquet y que los elefantes tienen que estar en su tierra, los hipos en su charca y los pájaros en el cielo.

Juan Fernández se llama mi niño y tiene 19 meses, y diría que lo que más le fascina son los animales. Me repito: no me gustan los zoos, no me gustan que unos seres estén encerrados para que otros seres (que nos consideramos superiores, o sea, que somos especistas) podamos contemplarlos un ratito y hacer el check de cosas vistas con los propios ojos. Mi chico (padre de Juan) es partidario de llevarlo al zoo porque no le quiere privar de esa experiencia. Así que me digo y contradigo: no y no a los zoos, pero ¿y si por Juan digo durante un ratito que sí?

Llegamos a Fuengirola y mi familia nos espera con todo tipo de figuritas de animales para Juan. “Roci, lleva al niño al zoo”. Y alguien le cuenta que hay un lugar cerca donde, igual que ve perritos y gatos o gallinas o caballos, hay animales peligrosos y muy grandes como tigres, cocodrilos y gorilas. Al niño se le hacen los ojos chiribitas aunque vete a saber qué ha entendido y en mi mente resuena: “Dios, gorilas, no”. Fuengirola está plagado de carteles con la cara de los tigres y el niño con su dedito y su boca dice, “allí, allí, zoo”.

Contradicciones

Por la noche, cuando se duerme, establezco un diálogo lleno de contradicciones: ¿Y si soy pragmática y le llevo? ¿Si aparco mis pareceres y le hago feliz un rato? ¿Puede nuestra no asistencia al zoo acabar con los zoos? ¿Tan mal viven los animales en los zoos? ¿Y si lo llevo solo a santuarios que me garanticen que los animales están súper cuidados y no raptados?

Hago dos cosas. Una, pido auxilio en el grupo de madres: “Hola chicas, necesito que me ayudéis, ¿llevo a Juan al zoo? Estoy en contra pero tengo muchos peros”. Y dos, llamo a mi amiga Fernanda Tomala. Ella es de Galápagos (Ecuador), trabajó durante años en la Fundación Charles Darwin (investiga y protege las especies autóctonas) y desde hace ocho años es educadora del Zoo de Madrid. Ama a los animales con todo su ser. “En los zoos están cuidados aunque estén en cautividad y, a pesar de las limitaciones que tiene, se les trata de manera digna. Se les ofrecen espacios lo más adecuados posible, con instalaciones que tengan enriquecimiento ambiental. Por ejemplo, a los monos capuchinos lianas y árboles para que puedan jugar; o a los gorilas falsos termiteros que puedan explorar y no estresarse”.

Fernanda Tomala dice que ella también tiene esas contradicciones en mente, y que sería necesario más inversión para que los animales vivieran mejor en los zoos. Por ejemplo, un espacio más adecuado y grande para los felinos. Me cuenta que también se han producido avances: “Desde hace diez años no se puede secuestrar animales salvajes para traerlos a los zoos. Ahora hay una red internacional de zoos y entre ellos se hacen intercambios. Los animales que se ven son hijos de animales de zoo”. Tomala dice que ya no se hacen espectáculos sino talleres de formación al público, y que “si se cierran los zoos, a estos animales les costaría muchísimo volver a la naturaleza porque están acostumbrados a que se les ponga la comida y se les cubran sus necesidades”.

Llamo a Ruth Toledano, activista por los derechos de los animales, editora de 'El caballo de Nietzsche' (junto a Concha López), un blog dentro de este diario referente en la lucha antiespecista: “Los zoos son lugares de cautividad, de tristeza y de soledad. Los animales están fuera de su lugar y enloquecidos por la falta de libertad, la exposición y por no estar desarrollando sus comportamientos normales. Así que, cuando un animal mueve la cabeza repetitivamente o va de un lugar al otro, no está jugando con los niños del zoo, está mostrando el trauma”. Llevando a los niños a los zoos, me cuenta por teléfono, mostramos valores equivocados, como la falta de justicia o los nulos derechos de los otros individuos, “así como la soberbia y la maldad del hombre por encima de la libertad de las otras especies”.

Instrumentalizar a los animales

Toledano afirma que los animales se han instrumentalizado y se han cosificado en todas las facetas de los comportamientos humanos: “En un principio se empezó a traficar con ellos para exhibirlos como trofeos que forman parte de una mirada colonial de lo exótico. Ahora se justifica su existencia por razones conservacionistas, mientras que muchos de los animales que están en los zoos no son de especies a conservar, sino animales secuestrados de la naturaleza como elefantes”. Cuando a los elefantes se les secuestra y “se les encarcela se les rompe una estructura social y familiar complejísima y sofisticada que emocionalmente los destroza, así que, en caso de conservarlos mejor sería impidiendo el tráfico de marfil y en su hábitat”.

Miro el grupo de Whatsapp y arde. Escribe Marta: “Yo tengo un dilema con esto, porque le encantan los animales y me niego a ir al zoo. Estoy en debate si Cabárceno o similar cuenta como zoo”. Laura dice: “Yo creo que tampoco tienen que ver todos los animales que existen en vivo y en directo. Yo nunca he visto un oso polar, por ejemplo. Me da rabia privarle de algo que otros niños disfrutan, pero tampoco quisiera enseñarle que un zoo es aceptable”.

En el grupo recomiendan lugares que respetan a los animales (sin usurparles de su hábitat) como Burrolandia, Safari Madrid, Kunaibérca, la Fundación Zoo-Koki (Toledo), el Santario Món La Bassa (Tarragona), Corazón Verde (Navarra) o La Pepa (Arcos de la Frontera). Me acuerdo de Naiara Castillo, directora del Colegio de Viñas en Poio (cerca de Pontevedra), que colabora recaudando fondos para el Santuario Vacaloura en Santiago y que rechaza los zoos. Castillo no promueve ni apoya ir al zoo como directora, pero cuando era profesora le tocó acompañar a los niños a un acuario: “Me tuve que tragar el orgullo e ir. Lo que intenté hacer es que los niños reflexionaran, les preguntaba si creían que los animales eran felices sin poder salir, si estarían contentos con tan poco espacio. Intenté trabajar la empatía y el amor hacia ellos”.

Naiara Castillo propone que si quieren ver elefantes, ahorremos y vayamos a un safari en su hábitat natural, y que para acercarse a los animales también pueden hacerlo (y empezar) por los propios del territorio rescatados y cuidados. Y me pregunto: ¿Podré yo pagar un viaje de ese tipo alguna vez? Leo el grupo de Whatsapp y escribe Raquel: “Yo sí he claudicado, Rocío. Mi chico sí quería que nuestra hija conociera a los animales, y ya hemos ido al zoo, a Faunia y a un par de acuarios”, y Raquel concluye: “Supongo que dentro de unos años será una de las contradicciones de la larga lista que tendremos que explicarle”.