EN PRIMERA PERSONA

Por qué no volveré a ser fotógrafo de bodas

5 de octubre de 2021 22:06 h

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Nunca me he puesto un traje. Ni siquiera he tenido un par de zapatos. Tampoco he vestido con americana. Sin embargo, en 2019 fui a unas 30 bodas.

Soy autónomo, me pago la vida (y la cuota) con tres herramientas: vídeo, fotografía y escritura. Hace dos años decidí hacer la temporada de bodas, aunque eso estuviera en las antípodas de lo que busco cuando hago clic. Un compañero –el mejor fotógrafo de la BBC (bodas, bautizos y comuniones) que conozco– me ofreció trabajo en su pequeña empresa. Lo mejor del empleo era ir con un amigo que disfruta con su trabajo. A veces buscaba la motivación creyéndome un Truman Capote del extrarradio madrileño. Me limitaba a escuchar y a sumergirme en esa España heteronormativa que se exponía (ebria) ante mí.

La liturgia de la palabra

“Sí, quiero”, responde la novia. Se abren las puertas del lugar donde se estaba celebrando la ceremonia nupcial y entra un perro de la raza pitbull con dos anillos de compromiso decorando su collar. Ese fue uno de los diversos encuadres que filmé y fotografié para poder irme de vacaciones a Argentina.

Del “esta noche mojas” al “dinerito por el agujerito”, el cántico con el que las amistades coaccionan a los invitados para que introduzcan billetes en una botella vacía a cambio de un trozo del calzoncillo del novio mientras le pasean semidesnudo. Posiblemente lo más violento para una persona que trabaja en bodas son los amigos del recién casado: pasar al lado de esa mesa supone exponerse a cualquier comentario 'machirulo' que marine su velada. Por rememorar un solo pasaje, recuerdo una panda de hombres que salían del baño tras maquillarse los orificios nasales. Uno me lanzó: “Como me grabes ahora, te voy a tener que reventar”. Yo ni siquiera tenía la cámara en posición de disparo. El/la fotógrafo o fotógrafa de bodas tiene algo de saco de boxeo, de bufón en el que depositar cualquier mensaje.

Durante el banquete, lo más incómodo que te puede suceder es que te ubiquen en una mesa como si fueras un invitado más de la boda. “Pero así mejor, ¿no? Así estás más atento a recoger los mejores momentos”, dijo para persuadirme alguna pareja de recién casados. Una mesa de personas que se conocen entre sí sentada con un desconocido, una situación difícil, más aún cuando la gente, mayoritariamente, busca la embriaguez y uno está ahí para trabajar. No para explicar los porqués del vegetarianismo entre solomillos sangrantes o cochinillos desmembrados a la segoviana.

Como persona que no come carne, más de una vez me tocó degustar un menú infantil, alguna (deliciosa) alternativa verde o un pincho de tortilla. No era un inconveniente. No iba a catar sino a currar. Tampoco a beber aunque muchas parejas insistían (bastante) en invitar a lxs cámaras a tomarse algo en la barra libre.

Eso sí, gracias a una boda (pre-covid) compartí una copa de vino Vega Sicilia entre cuatro compañeros. Tan solo una vez aparqué la cámara y me quedé de fiesta. Fue en una boda de guardias civiles. Estuvieron muy atentos a nosotros en aquel casamiento, especialmente un señor que vestía de blanco, como de marinero. Tras el banquete, el novio insistió mucho en que dejáramos la cámara y que nos sintiéramos “como un invitado más, me voy a enfadar si os vais sin tomar una copa”, enunció. Me quedé hasta que sonó Fiesta pagana e hice unos pogos con el marine. Un par de codazos por aquí y por allá y me fui.

El rito del matrimonio

Bodas en pleno verano o en el (bastante más) económico otoño. Hay bodas que se celebran en los áticos de los hoteles del centro de la ciudad y ceremonias que se realizan en mitad del polígono Cobo Calleja de Fuenlabrada en las que tienes que evitar que se vean las letras chinas de comercios al por mayor. Ceremonias ultracatólicas, evangelistas (sin alcohol ni vítores) o las que son oficiadas por amistades jocosas. Casamientos sin baile nupcial o con coreografía inspirada en Juego de Tronos. Lunas de miel en las Islas Fiji o en el pueblo.

Tras esta experiencia de trinchera, creo que este tipo de festejos sociales tienen algo en común con las vacaciones. Por lo general, en ambos eventos, las personas que los organizan ahorran durante muchos meses para vivir durante unas horas algo que, a veces, puede llevarles a cambiar de clase social. Personas de clase media trabajan para sentirse, por uno o varios días, como si fueran una celebridad impresa en la portada de la revista ¡Hola! –inciso: he trabajado en bodas donde personas no famosas han pagado por salir en la versión web de este tipo de medios–.

En cuanto a las personas que han decidido casarse y que cuentan con un notorio respaldo económico previo, no he percibido que exista esa búsqueda de cambiar de clase –bien es cierto que las personas con mucho dinero no contratan a las empresas para las que he trabajado–. En cambio, la clase trabajadora me ha resultado más paradójica en cuanto a su metamorfosis por un día, “el más feliz de sus vidas”. Hipotecas de por vida. Amistades que regalan una moto de gran cilindrada al amigo que se casa para que pasee (y humee), junto a su esposa, por las mesas de las personas invitadas. Incluso alguna pareja que lo gastó todo en el evento nupcial y no pudo irse de honeymoon.

286,15 €

Si eres trabajadora o trabajador autónomo reconocerás fácilmente la cifra que titula este último bloque. Poco después de haber entregado este artículo, un compañero de profesión me mandó el siguiente mensaje de WhatsApp: “Te renta venirte a una boda el sábado?”. Miré el estado de mi cuenta bancaria a día 30 de mes y tras casi dos años sin hacer una boda di el sí, quiero. Nunca digas...

Sábado. 13 horas. “El amor es elegir a la misma persona todos los días de nuestra vida”, acaba de asegurar el cura que oficia esta ceremonia. Tras una hora salimos de la iglesia y vamos a un parque con los recién casados a hacer los posados. Mientras filmo, la pareja discute. “Por mí habría venido en playeras”, refunfuña el esposo. Seguimos caminando. No se besan. Mi compañero fotógrafo les pide un besito: “Nariz con nariz”, anima. Cero pasión. Entre cámaras apostamos sobre la fecha de caducidad de este matrimonio. El fotógrafo asegura que dos años, “son jóvenes”. Yo apuesto que uno. Nos vamos del parque. Volvemos al coche de lujo que han alquilado para el evento. El novio pide una fotografía de él solo con el coche, lo nunca visto. La novia dice que no quiere fotografiarse sola con el automóvil.

Esta es una de tantas escenas post-ceremoniales que te hacen pensar en lo forzados que son algunos de estos rituales. En lo empeñadas que están algunas personas en seguir los pasos normativos. Registras audiovisualmente a parejas aparentemente muy enamoradas que abrazan el trámite legal pero, en muchas ocasiones, te cuestionas el acto y las formas. ¿Es preciso tanto despliegue?, ¿semejante gasto y derroche?

¿No renta más para todos los días de vuestra vida invertir en otras cosas? En salud de pareja, en salud mental y conyugal antes de dedicarle tanto tiempo a la selección de la playlist del banquete o a las chuches del candy bar. Apuesto a que la mejor inversión para una unión “eterna” de esta índole –sin entrar en la abolición del matrimonio– es contratar a una persona especialista en bienestar emocional más que a una banda de mariachis que entra y canta –ahora mismo, mientras termino esta columna en primera persona– un tema titulado Mátalas: “Amigo, ¿qué te pasa? Estás llorando / Seguro es por desdenes de mujeres / No hay golpe más mortal para los hombres / Que el llanto y el desprecio de esos seres”.