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Patricia e Inés, dos jóvenes que fueron acogidas por familias cuando eran niñas: “Nos cambió la vida”

Lucía M. Quiroga

11 de octubre de 2023 22:16 h

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Patricia e Inés no se conocen entre sí, pero sus vidas tienen muchos puntos en común. Son jóvenes, viven cerca de Madrid y han enfocado sus carreras hacia la educación infantil. Ambas fueron acogidas cuando eran menores por familias que les dieron un hogar, para poder salir de los centros de menores donde se encontraban porque sus familias biológicas no podían cuidarlas. Y esa oportunidad, coinciden ambas, les cambió la vida por completo. 

El acogimiento familiar es “una medida de protección aplicable a menores que deben ser separados temporal o permanentemente de sus padres o tutores”, según la definición del Ministerio de Derechos Sociales, del que depende este sistema –aunque las competencias están delegadas a las comunidades autónomas–. Los últimos datos del Observatorio de Infancia, de 2021, señalan que en España hay 18.455 niños y niñas en acogimiento familiar, conviviendo con familias que se ofrecen para hacerlo, y 16.177 en acogimiento residencial, viviendo en centros de menores. 

Tanto Patricia como Inés ponen cara y voz a esas cifras. “Para la Administración, los niños y niñas tutelados somos números, pero eso no puede ser. Somos personas que necesitamos ayuda y apoyo psicológico, y que además cargamos desde muy pequeños con una mochila muy pesada”, explica Patricia. Es profesora, tiene 27 años y vive en Colmenar Viejo, en Madrid. Cuando tenía seis años, entró en un centro de menores porque su familia biológica no podía hacerse cargo de ella. Estuvo allí hasta los nueve, cuando la familia de un compañero de clase se ofreció para acogerla. “Mientras estaba en la residencia de menores, los padres de mis compañeros de colegio se organizaron para que yo pudiese salir los fines de semana a un cumpleaños o a alguna actividad. Los que son ahora mis padres empezaron también a pedir permiso para llevarme una tarde a merendar, o al cine. Entonces surgió la posibilidad de que me fuese en acogida, y como ya nos conocíamos, también al que iba a ser mi hermano, pidieron acogerme, pero la Comunidad de Madrid les dijo que no. Hicieron presión y finalmente lo consiguieron, y cuando cumplí 18 años me adoptaron”, explica Patricia. 

Para ella, tener una familia ha sido un punto de inflexión en su vida: “Ha sido una experiencia muy positiva que yo siempre recomiendo a todo el mundo. Hay muchos niños y niñas que viven en centros esperando a ser acogidos; por muy bien que estés en un centro, y por muy buenas que sean algunas educadoras, no deja de ser un trabajo. Por ejemplo, mi educadora era encantadora, pero al final es un trabajo y cada ocho horas entra otro educador o educadora. Cuando un niño está malo lo está las 24 horas, necesita una familia que lo atienda y que le aporte un apego emocional”, explica Patricia.

Algo parecido le pasó a Inés, aunque en su caso tardó mucho más tiempo en salir del centro, cuando estaba a punto de cumplir la mayoría de edad y por tanto tener que marcharse. Así empieza su historia: “A mí me acogieron cuando tenía 17 años, me quedaban apenas seis meses para irme del centro”. Para ella fue una oportunidad inesperada: “Nunca había tenido familias de acogida, solamente iba a pasar las vacaciones pero nunca encajamos, porque yo era bastante problemática, sobre todo con los estudios”, reconoce. “En el último momento, cuando me quedaban pocos meses en el centro, una educadora me habló de unos amigos suyos que querían acoger y me ofreció conocerles. Yo lo último que quería era volverme con mi madre biológica, así que me tiré a la piscina porque era mi última oportunidad”, asegura. 

Los primeros días, tanto a ella como a sus padres les costó adaptarse, pero poco a poco fueron encajando. “Nos costó mucho. Yo al principio estaba como muy buenecita, intentando cumplir todas las normas, aunque me costase, pero no podía confiar en ellos porque creía que me iban a devolver, que volvería a ser abandonada como ya me había pasado varias veces. Hasta que me dijeron que me iban a querer para lo bueno y lo malo, y entonces empecé a relajarme”, asegura.

Desde ese primer encuentro hace ya cinco años, a día de hoy Inés se siente totalmente adaptada en la familia. Está cursando tercero de Educación Infantil, y ha tenido mucho apoyo por parte de sus padres. “Si no fuese por ellos, yo no habría tenido esta vida. Me habría puesto a trabajar en cualquier cosa para poder mantenerme y no habría podido estudiar Educación Infantil, que es lo que siempre quise. Desde pequeña he tenido mucho instinto maternal, como era la mayor en el centro cuidaba mucho de los más pequeños y siempre he querido dedicarme a esto”, asegura.

La diferencia con respecto a estar en un centro ha sido total para Inés: “Si vives toda tu vida en un centro de menores hay una parte emocional, de creación de vínculos y de autoestima que te falta. Yo cuando era niña quería mucho a mis educadoras, de hecho las sigo viendo, pero al final tienes una por la mañana, una por la tarde y una por la noche. Y además en cuanto haces vínculo puede que se marchen a trabajar a otro sitio. Todos los niños y niñas deberían tener la posibilidad de vivir con una familia, estar en un centro debería ser una medida provisional, durante unos meses, pero no toda la vida”, explica Inés. 

Escuchar a los menores

La Asociación Estatal de Acogimiento Familiar (ASEAF), ha organizado hace unos días en Barcelona un congreso internacional sobre esta modalidad familiar en el que hablaron de buenas prácticas, analizaron las políticas que rigen el acogimiento familiar y juntaron a familias, expertos, y también jóvenes que en su infancia participaron de estos programas. Cuenta su directora general, Adriana de la Osa, que escuchar a los protagonistas es fundamental: “Tenemos que darles voz para que se conozca a los 16.000 niños, niñas y adolescentes invisibles que están creciendo en centros en nuestro país. Siempre hablamos los adultos, los expertos, las familias, pero es importante saber cómo han vivido los niños y niñas que han pasado por un centro y por una familia. Para desarrollarse emocionalmente, los niños necesitan el amor incondicional de una familia, sin eso no pueden tener autoestima, no pueden reparar el daño que traen ni pueden hacer planes de futuro”, explica Adriana. 

Ella misma tiene un hijo biológico de 18 años y un chico de 16 en acogimiento familiar que pasa los fines de semana en su casa. “Un día, el de 16 me dijo que ya sabía lo que quería ser de mayor: entrenador de fútbol de residencia o vigilante de un centro. Es que esos son todos los referentes que tienen si viven ahí”, explica Adriana. “Además, el acogimiento en instituciones es un sistema que funciona mal y que es carísimo”, denuncian desde ASEAF. 

Patricia recuerda la fecha exacta en la que se fue a su familia de acogida como si fuese su segundo nacimiento: “A partir de los 9 años, cuando acabé el cole; el 26 de junio se legalizó el acogimiento y he estado ya desde entonces con ellos”, cuenta. Tiene claro que si puede se ofrecerá a acoger a otros niños y niñas que, como ella, lo necesiten. En el caso de Inés, después de cinco años conviviendo con sus padres, ha logrado confiar en ellos y establecer un vínculo estable: “Son mi familia más que la persona que me parió”, asegura.

Ambas tienen planes de futuro: dedicarse a trabajar con niños y niñas, especialmente con los que tengan más dificultades. Desde ASEAF, donde tienen contacto diario con jóvenes que han pasado por familias de acogida, saben que no es casual que, al crecer, quieran dedicarse profesionalmente a lo mismo: “Quieren devolver una parte de lo que ellos han recibido, y además también quieren reparar el daño de otros niños y niñas. Ellos ya estuvieron ahí, lo vivieron y quieren poder ayudar a otros que estén pasando por lo mismo”, concluye Adriana.

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