Hay palabras que se vuelven tenebrosas, secas y oscuras. “Coronavirus” sería una de ellas, si no fuera porque se está combatiendo el miedo con unión y con humor. En mi memoria infantil, “colza” es una palabra que jamás fue contrarrestada, que sencillamente producía escalofrío y muerte. “ERTE” ha adquirido, de golpe y tan rápido como se esparce un virus, esa misma tonalidad, ese mismo aliento gélido de algo terrible que está por suceder. Al igual que hemos tenido personas contagiadas cada vez más cerca, la amenaza del ERTE también se ha ido aproximando, cabalgando con rapidez hacia nosotros. Cuando la hemos visto aparecer en nuestros grupos laborales, nos ha pillado sin mascarilla.
Por ahora, todo son especulaciones, pero es así como se aproxima este bicho: alguien lo deja caer. Y te vas haciendo a la idea de que te puede tocar. Sé que ERTE lleva una T de temporal, pero ya os digo que, ahora mismo, veo borroso hacia el futuro. “Huele a ERTE”, decimos estos días, y es un olor a pantuflas, a caldo recalentado, a café recolado. Hacemos cuentas para saber cómo quedaría un 70% de los sueldos y no hace falta la calculadora para saber que me va a quedar más justo que el vestido que me compré hace 20 años y que aún me empeño en ponerme en las bodas. También nos decimos otra cosa: no podemos agobiarnos por lo que todavía no ha llegado. En la cuarentena del coronavirus vivimos día a día. Abro mi agenda y veo que había apuntado, en la página del próximo miércoles 25 de marzo: “vuelta al cole”. Lo veo y me da la llantorrisa. A Eleonor todavía no le he dicho que el Gobierno ha prolongado 15 días más el estado de alarma pero he preferido pasar por encima de ese tema porque, a fin de cuentas, ella ya se ha instalado en un tiempo indefinido, en un día a día en el que no hacemos planes para mañana ni apuntamos nada en la agenda. El blog del colegio ha dejado de mandar tareas diarias y las programa semanalmente, creo que eso sirve bien de ejemplo para redimensionar la escala de esta emergencia.
Parece que el cambio en la frecuencia de la comunicación sucedió gracias a que un padre de la clase de mi hija escribió un email a las profesoras admitiendo que estaban “totalmente desbordados”. Supongo que no queríamos admitirlo, al menos, yo. Me quejé en los chats, me quejé en este diario, me quejé hasta a la vecina del balcón de al lado, profesora de Primaria, al finalizar unos aplausos. Pero no me quejé al colegio porque no quería admitir que estamos, de verdad, totalmente desbordados. Supongo que depende de las circunstancias, que las personas que no están trabajando ni teletrabajando, con ERTE o de baja, pero sanos, pueden dedicarse a disfrutar de sus hijos, a educarlos y a jugar mucho. No es nuestro caso. Además, algunos días el cansancio y el desánimo hacen mella y no hay galletas que lo levanten. Hoy tenía mucho que hacer delante del ordenador y ha sido mi hija la que ha venido a darme un ultimátum: “tienes hasta las siete y media para escribir tu entrada en eldiario, ni un minuto más”.
Me confiesa mi amigo J. que no había trabajado tanto jamás en su vida, que tiene dos trabajos y le echa doce horas diarias. También está pasando eso, que hay que aprovechar lo que se tiene porque no se sabe cuánto va a durar. No dejo de acordarme de este tuit de Clara Te Canta:
No es la única amiga que me cuenta que los trabajadores autónomos (y en la economía sumergida) del arte y la cultura están desesperados. ¿Cómo será el mundo al que salgan, cuando puedan cruzar la puerta de casa? ¿Se parecerá más a 2010 que a 2020? Son las 19:35 y ya he recibido mi primer apercibimiento. Mi hija está esperando en la cocina haciendo que nieva en su cabeza con el paquete de harina. Tendréis que disculparme.
Los números que cada día se multiplican nos dicen que son 33.089 los infectados por COVID-19 en España, 162.836, en Europa y 294.110 en el mundo. Mañana, más. Y también algunos menos.