Positivo en la clase de mi hijo de dos años: miedo, test privado y a la espera de los permisos para cuidar
Una tarde de otoño caluroso. Vas volviendo a Madrid, asustada, en un tren hasta arriba. Te preguntas quién quiere entrar en Madrid por gusto. Unos vais recogidos en vuestros asientos, se os adivina el miedo en la poca cara que os queda al descubierto. Otros, despreocupadamente desenmascarados hasta que alguien se atreva a darles el toque. Vaya agotamiento de bandos. Por la radio vienes escuchando el ultimátum del Gobierno Central al autonómico después de la anulación de las medidas restrictivas por el Tribunal Superior de Justicia. Tragas saliva, pie a tierra. Llegar a casa se convierte en un desafío para la cordura con este ambiente tan cargado.
Entonces entra el mensaje. Sabía que me iba a tocar. Que nos iba a tocar. Hay boletos para todas las familias en la tómbola de este curso. Pero como en todo en la crianza, en la pandemia y casi que en la vida, una quiere creer que le tocará a otros y aguanta la respiración tratando de hacer “vida normal”. Hasta que le toca. “Positivo en clase de V. 10 días de cuarentena”. Desde el andén, veo desmoronarse a cámara lenta nuestro ya de por sí precario castillo de naipes de los cuidados. ¡Hola, ciudad acogedora!
Lo primero es el miedo, pero esta vez específico. En el momento en que nos enteramos, mi hijo está con mi madre. Se ha ido con ella después de haber sido contacto estrecho del positivo, que no sabemos quién es. En este sentido, la discreción del protocolo es total, espero que esté muy bien, desde aquí mando achuchones a la familia, que, además de encerrada, estará también asustada e, imagino, sintiéndose, sin tener por qué, responsable. Eso es lo que ha conseguido la gestión de esta pandemia, que todas nos sintamos responsables sin poder serlo de hecho, por más que se empeñen en señalarlos como el punto más flaco de este andamiaje desastroso.
Mañana llamaremos al centro de salud para hablar con nuestra pediatra. Aunque conocemos la respuesta: la Comunidad de Madrid dejó hace tres semanas de hacer PCR al conjunto de una clase donde se hubiera dado un positivo. Bien, es mucho mejor ir haciendo test rápidos aleatoriamente antes que atajar un posible brote real. El caso es bajar las tasas de incidencia acumulada. Qué triste saberse en manos de personas que no están tomando decisiones con criterios sanitarios. Ese desamparo es tremendo.
Nuestra pediatra nos tranquiliza, ella es partidaria de no confinar con un solo positivo en clase, como se hace en otros países, pero, claro, ella es pediatra y bastante tiene con mantener despejada su trinchera. Tampoco cree que las criaturas sean esos temibles transmisores que se nos ha dibujado, pero el caso es que ahora mismo hay doce personitas contactos directos de un positivo en Madrid sin derecho a PCR. Nosotros, en principio, no somos contactos directos, por lo que podremos hacer vida normal. Nueva vida normal, se entiende.
A primera hora, uno de nosotros se va con el pequeño a un laboratorio privado, 140 euros, a hacer lo que debería hacer la sanidad pública. Vamos sumando capas de malestar. Échale algo de culpa encima, sabiendo que ya nos estamos saltando la cuarentena, pero lo primero es saber si mi madre podría pasar a ser contacto estrecho de un segundo positivo, es decir, mi hijo. En menos de 24 horas sabemos que no, no lo es. Ese miedo, por el momento, despejado.
Lo segundo es el agobio de imaginar cómo organizaremos el trabajo a partir del día siguiente y durante toda la semana próxima. Porque la carta de la Consejería que nos llega a través de la dirección de la escuela, un corta-pega donde no se atiende específicamente la edad de los contactos, es clara: diez días sin salir de casa. Se me parte el alma al imaginar todas sus rutinas paradas, sus relaciones en pausa, ellos no tienen otras vías de socialización que el contacto físico. Hijo, te espera una temporada a solas con dos adultos estresados, planazo.
Aún así, da gracias de que la Consejería te hizo llegar alguna señal. Aunque sea para decirte algo tan peregrino como que estéis los dos progenitores diez días con tu hijo en casa llevando mascarilla. Tiene dos años. Nueva y más profunda sensación de desamparo.
Y la estupefacción, una buena capa crujiente. ¿Cómo puede no haberse activado aún el permiso por cuidados y cuarentena de personas a cargo? ¿Cómo se puede asumir que esto no es una opción sin consecuencias económicas y mentales para las familias? ¿Y si tuviéramos más hijos? ¿Y si yo fuera una familia monomarental? ¿Cómo se lo montan nuestros políticos en situaciones así? Nos dejan abandonados con el único recurso de las posibilidades de cada cual. No sé qué hacer con tanta rabia. Por eso escribo este texto.
Esa misma tarde entra en vigor el estado de alarma en Madrid y en nuestra casa. Bajo el agobio de reorganizarnos la agenda, palpita un pequeño alivio porque su padre y yo, “por suerte”, podemos teletrabajar. O ese sucedáneo que nos han hecho tragar donde la ecuación, imagino que solo sobre el papel, trabajar en casa y cuidar al mismo tiempo, funciona, es viable. Ese unicornio azul que atraviesa el salón. Esta rueda de molino con la que nos vamos a ir atragantando todas las familias por turnos mientras ellos hacen paripés con banderas y campeonatos de pulso electoral. No me quiero imaginar la situación en caso de no poder llevar a cabo esta pachanga casera de turnos y reuniones encerrada en la habitación mientras oyes gritos por el rabillo del Zoom.
En fin, sí me lo imagino porque algunos amigos lo han vivido y las soluciones a las que se han visto obligadas todas insostenibles. Como siempre, las familias, y en especial las mujeres, haciéndole el desatasque de las tuberías más invisibles a un sistema que da la espalda a la crianza y a los cuidados sistemáticamente.
Y, debajo como un fondo grasiento en este guiso intragable: la soledad. Busco consejos entre amigas y grupos de madres y padres en los que estoy. Las familias afectadas de la escuelita. Yo tampoco quería criar así. Si algo me hizo ilusión en estos dos años fue la plaza que conseguimos en la escuelita pública. Quería sentirme acompañada, por la sanidad, la educación, por el espacio público, no sacando a mi hijo a horas intempestivas, en horarios inhóspitos, asegurándome de que no toque nada, sin bajarlo del carrito, mientras contesto un correo de trabajo desde el móvil, o me río con el último meme gubernamental. Su vuelta a la manzana, su derecho a tomar el aire es mi única subversión a la falta de respuestas que me da un sistema que no solo nos ignora, sino que parece castigarnos, como si una saña antigua recayera sobre nosotras. A las criaturas, os las coméis vosotras.
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