EN PRIMERA PERSONA

Si son tus primeras (o segundas o terceras) vacaciones sin tus hijos después de separarte, esto es para ti

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Una habla cuando una puede. Hay cosas que antes sentías o pensabas pero que no podías pronunciar, o que sabías que existían dentro de ti pero a las que no eras capaz de poner palabras, aún no. Hasta que llega un día en el que el nudo afloja y brota el relato, en una conversación o en un texto como este. Desde que hace unos años me separé, cada Navidad y cada verano he pensado en escribir estos párrafos, hablar del cúmulo desconcertante de emociones que llegan cuando te alejas de tus hijos un tiempo porque se marchan de vacaciones con su padre o con su madre. Pese a lo habitual de la situación he encontrado pocos relatos en los que verme o en los que, de fondo, no apareciera un trasfondo de pena porque 'ay, te has separado', 'no pasa nada, seguro que encontrarás a alguien', o 'bueno, tu hijo lo pasará mal, ¿no?'.

A menudo he escuchado o leído a gente decir que las madres separadas con custodia compartida tenemos lo mejor de la maternidad y de la no maternidad, es decir, tenemos tiempo para nosotras mientras que estamos con frecuencia con nuestras hijas o hijos. Entiendo la idea: la maternidad y la crianza son absorbentes y caóticas en este mundo en el que producir es lo primero... y lo demás ya veremos, y en el que los estereotipos y las expectativas sobre las madres nos llenan de dudas, culpas y malestares. Así que, visto desde fuera, la maternidad compartida, a tiempo parcial, tiene solo ventajas. Y las tiene, sin duda, aunque está lejos de esa idealización que se proyecta.

Fue leyendo El nudo materno, de Jane Lazarre, (de la editorial Las afueras, uno de los textos que más he recomendado en los últimos años) cuando encontré la palabra que necesitaba para describir la maternidad: ambivalencia. Un amor como de éxtasis y una desesperación profunda, un no querer separarse y un necesitar separarse, el anhelo de tiempo y espacio propio y el no saber bien qué hacer con él cuando finalmente se tiene y el cachorro anda lejos (hasta que aprendes), felicidad y miedo, potencia e incapacidad, certezas y dudas al mismo tiempo. Esa ambivalencia se mantiene y es también la palabra con la que definiría el estado en el que te sumes cuando, una vez tienes custodia compartida, te separas de tu criatura, especialmente en días señalados o cuando el periodo excede del habitual. Qué decir de las primeras veces, eso es otra historia.

Cuando esos momentos llegan no es tan fácil sentirte como esa persona que tiene lo mejor de ambos mundos, al menos no inmediatamente o no todo el rato. La casa pasa de repente del ruido al silencio, los juguetes están tranquilos, no suenan los dibujos en la tele ni nadie te pide la merienda. A veces cuesta reacomodarse; lleva un rato, que pueden ser cinco minutos o nunca, apropiarse de ese espacio y de ese tiempo que, aunque todo el mundo anhela, es ahora extraño y escurridizo, no elegido, y contrasta tanto con lo que sucede la otra mitad de tu vida.

Algunas veces sientes alivio pero también tristeza, o un dolor al que cuesta ponerle nombre, otras te pones inmediatamente a hacer cosas y así entretienes la cabeza, o eres capaz de tumbarte en el sofá y leer o ver una película; otras veces la concentración es muy difícil. En otros momentos quedas, aprovechas para hacer un plan, y disfrutas y te diviertes, y no hay ningún niño al que atender al llegar la casa y te dedicas a lo que te da la gana. Con tiempo y ayuda de las demás y de la terapia aprendes a tener más control sobre esos ciclos, a conocerlos y transitarlos mejor –a conocerte y transitarte mejor– pero, haya pasado un año o muchos, no estás del todo libre de esa espiral extraña. Aprendes a vivirla mejor o a tener preparada la caja de herramientas.

A veces hay inquietud, preocupación, miedos. ¿Estará bien?, ¿me reclamará y no estaré?, ¿habrá algún problema en el viaje? Yo sé que estará bien con su padre, y eso me hace afortunada: conozco, también por mi trabajo, a mujeres que sufren cuando sus hijos se marchan con padres violentos o sumamente desatentos o fríos, o cuando se separan y el conflicto con la otra parte hace difícil cualquier entendimiento. Si aun cuando la relación es buena y todas las partes facilitan el contacto frecuente y flexible, aparece la inquietud, puedo imaginar la ansiedad que se vive en esos otros casos.

Es inevitable, a ratos, pensar en lo que te vas a perder. Te alegras por los planes que va a hacer, porque disfrute de abrazar a su padre y pasar tiempo con él, o por el viaje que empezarán. Pero también sientes no poder ver su cara cuando llegue a su destino, compartir esos lugares, estar ahí para hablar y comerte el helado, pero también para consolarle si se araña la rodilla o se despierta con una pesadilla en medio de la noche. Perderte algunas primeras veces, algunas conversaciones, algunos destinos, algún diente que se cae, vivir celebraciones familiares o momentos especiales sin que él esté.

Es muy posible que esos momentos te confronten con tus fantasmas, también los de la separación, que se alimentan de las ideas tradicionales sobre el amor y la familia que siguen ahí, acechando. Quizá repienses la decisión, quizá por un momento te vengan a la cabeza todas esas amenazas sobre la infelicidad y los traumas que acumulará tu hijo, o esas otras que unen palabras como romper, familias, desestructurar, hacer, mal, hijos. O puede que no, porque la separación simplemente te haya supuesto liberación. En cualquier caso, esos fantasmas con olor a rancio que parecerían ya no tener cabida, siguen existiendo y hay quien los invoca de una u otra manera.

No todo el mundo va a entender este estado ni va a saber cómo acompañarte. Es posible que haya quien piense que es mejor no hablar de ello y que tú, sin embargo, necesites espacio para poder hacerlo o para poder dejarte sentir a ratos la tristeza, a ratos la liberación, a veces sentirte una madre de mierda, otras una tía que disfruta de su vida y adora a su criatura. Tener con quien llorar o expresar el miedo o los pensamientos intrusivos sin juicios ni prisas es tan importante como tener con quien abrazarte, hacer planes, viajar, follar y olvidar el tiempo.

Tenemos hijos para que sean libres, y es bonito y duro entenderles y tratarles como seres que amar y soltar para que hagan su vida. Solo que la separación acelera ese proceso, porque de alguna manera debes amar y soltar mucho antes de lo que pensabas, mucho antes de que se acerquen a la adolescencia. Las custodias compartidas son ahora mucho más frecuentes que antes y, si son de mutuo acuerdo y no existe violencia de por medio, significan que las mujeres estamos reclamando mucho más que tiempo. Ese tiempo puede ser trabajo, dinero, disfrute, amistades, amor, sexo, lecturas, estudio, cuidados. Renunciar al camino propio en nombre de los hijos no le hace bien ni a una ni a los hijos. La ambivalencia, eso sí, hará que por momentos todo sea fácil y llevadero, también agradable, y otros arrecie la tristeza o el dolor o el miedo. La vida, vamos.