Más entregas del 'Diario personal de la cuarentena por coronavirus'
Primera entrega: Diario personal de la cuarentena por coronavirus
Segunda entrega: La escuela en casa no está hecha para nosotras
Y vosotras, ¿cuántos mamá/hora aguantáis? ¿Y vosotros? Yo, cada día menos. Voy perdiendo energía, como un coche viejo. Los tres primeros días de confinamiento han sido muy poco productivos, plagados de distracciones, tanto para mi trabajo como para las Matemáticas de Eleonor, que siguen estancadas en los mismos polígonos que antes de ayer. Afortunadamente, llega el fin de semana y no cambiará el escenario, pero podremos entregarnos al ocio sin remordimientos.
Ayer lo dejamos en que tenía que ir al médico. Alguien me había dicho que estaban llamando de los centros de salud para cancelar las citas, así que pasé la tarde nerviosa, ensayando en mi cabeza cómo explicar a la persona que me llamara que necesitaba ver a mi médico sí o sí. No me llamó nadie. Llegué al centro de salud y, por un momento, me asusté al ver la chapa bajada. Al acercarme, me di cuenta de que habían cerrado las puertas de doble hoja que se empujan con las manos, para habilitar como única salida y entrada las automáticas. Se abrieron a mi paso y, antes de llegar a la zona de consultas, me detuvo un simpático auxiliar protegido con mascarilla y guantes. Destaco que era simpático, porque mi centro de salud es conocido por el carácter agrio de sus auxiliares, lo que me hizo pensar que lo acababan de contratar o de traer de otro lado. Le habían puesto un despachito en el pasillo y detenía a todo el que pasaba por allí. Me preguntó mi nombre y el de mi doctor y comprobó que aparecía en la lista. Pensé, fugazmente, en una discoteca en la que en una ocasión no me dejaron entrar. Tachó mi nombre con un marcador y me preguntó qué me pasaba. Como lo tenía ensayado, le solté del tirón lo del colon irritable, lo del abdomen, lo del costado y lo de otras cosas que no comentaré aquí por ahorraros la molestia. “Vale, vale, ¿pero tose o tiene fiebre?”, me interrumpió. “¡No, hombre no! Si lo mío es intestinal”. “Pues pa' dentro”, me dice, con un salero jamás visto en ese ambulatorio.
Otra cosa que nunca había visto allí era tan poca gente. Tan, tan poca gente. Tampoco lo había visto tan limpio, con tan buen olor, tan brillante y fresco. Es extraña esta imagen del colapso del sistema sanitario, que realmente está sucediendo, pero no la ves en un centro de salud, porque se trata de eso: de destinar los recursos a donde se necesitan y de aislar para evitar contagios. Esperé de pie, agarrándome un costado, a que mi médico abriera la puerta de su consulta. Cuando lo hizo, me disculpé con un “de verdad que he hecho todo lo posible por no venir” antes incluso de decir 'hola, buenas tardes'. Me miró con ojos serios. Tenía mala cara, se le veía cansado, ojeroso y algo despeinado, para lo que es él. Me conoce bien; lleva tiempo capeando (muy eficazmente) mis siete males. “Es que no hay que venir, Elena, o lo menos posible, tal y como estamos”, me regaña. Me disculpo otra vez, le cuento todo lo que me pasa, me pide que me tienda en la camilla y, mientras se me arruga la cara cuando me presiona el abdomen, me suelta: “¡Si es que habría que haber venido antes!”. Me disculpo de nuevo.
Antes de irme, como siempre, me desea que me mejore. Este es el momento en el que habitualmente da la mano, para despedirse. Esta vez no. A mi vez, le deseo ánimos. “Pues sí, porque esto va a ir a peor, estamos muy mal”, me contesta. Nunca le he visto tan taciturno, ni tan preocupado. Por un lado, salgo de allí más tranquila, con mi receta en el bolso. Por otro, siento un temblor, un pinchazo extraño, y esta vez no son mis tripas.
Chapan los cines, los bares, los museos y los colegios pero hay algo que no cierra: Wallapop. ¿Ha pensado en ello el Gobierno? Me parece que no. Hoy he bajado a la esquina tres minutos a vender un par de figuritas de Star Wars. (No me regañéis: necesitamos el dinero). El wallapopero anuncia que llegará con mascarilla. La verdad es que es raro el proceso de inserción de la mascarilla en nuestras relaciones sociales. Aún es necesario advertirlo, explicarlo, casi pedir disculpas por adelantado. Me pregunto si debería ponerme una de las mías, pero al final no lo hago. Le espero en la esquina de mi casa y, cuando llega, se detiene a más de un metro de mí. Nos sonreímos (o al menos yo, a él no le veo la boca pero me parece que también). Le doy las figuritas extendiendo la mano sin moverme. Él hace lo mismo con el billete. Nos despedimos, un poco azorados, es evidente, con una inclinación de cabeza y tronco que me hace pensar que estamos haciendo una reverencia japonesa, no sé si premeditada o no. Subo a casa, me quito los zapatos, me lavo bien las manos.
A todo esto, he dejado sola a Eleonor en casa cinco minutos. Cuando regreso, está mirando por la ventana. “¿Pero qué haces?”, le pregunto. “Mirando la obra”. Mi hija de 8 años se ha convertido en una jubilada en cuestión de horas. Le pido que me haga un hueco y juntas contemplamos los apasionantes trabajos de retirada de un contenedor de escombros. Toneladas de ladrillo y cemento de los tabiques rotos en la obra del hospital privado que tenemos enfrente. El mismo hospital en el que una vez dijo el rey “Lo siento mucho, no volverá a ocurrir”.
De repente, me doy cuenta: “¡Eleonor, otra vez te has vuelto a distraer!”. “¡Tú también!”, me contesta, con razón. Y, claro, no puedo reprimirlo: “Lo siento mucho –le digo–, no volverá a ocurrir”.
Primera entrega: Diario personal de la cuarentena por coronavirus
Segunda entrega: La escuela en casa no está hecha para nosotras