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Memorias del terrorismo en España: una historia de valor y resistencia

De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Cristina Cuesta; Marta Buesa junto a su padre Fernando Buesa; Alejandro Ruiz Huerta Carbonell; Carmen Cordón junto a su padre Publio Cordón; Antonio M. Utrera; José Alfonso Romero P. Seguín

Eduardo Azumendi

'Memorias del terrorismo en España' es un libro que aglutina las historias de 65 personas que han sufrido los distintos tipos de terrorismo que han sacudido España en algún momento de su historia y que,. en algunos casos, siguen haciéndolo.  En el libro hay testimonios de víctimas de ETA, de la ultraderecha, de la extrema izquierda y del terrorismo yihadista. Algunos autores son víctimas, otros son profesionales o activistas. El historiador Raúl López Romo es el coordinador editorial de esta obra, que cuenta con el impulso del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo.

Las víctimas de ETA son las que más espacio ocupan dado que esta banda terrorista ha atravesado más de cuatro décadas de la historia española. Por eso, es la que más  matado y también la que más apoyo social ha tenido. En un momento donde se hace patente que la batalla por librar es la del relato, las víctimas se esfuerzan por mirar hacia atrás y reviven unos momentos muy duros con la esperanza de que sirvan para que nunca más se vuelvan a repetir.

A continuación, reproducimos extractos de seis testimonios de víctimas que han sufrido los diferentes terrorismos.

Cristina Cuesta

“Extendimos la necesidad de posicionarnos ante el terror siempre injusto, de alinearnos con la víctima de una manera solidaria, coherente, constante y digna intelectualmente. Convocamos cientos de concentraciones, manifestaciones y actos, y en ocasiones aguantamos chaparrones, insultos, humillaciones, ¡hasta nos tiraron huevos rellenos de pintura amarilla y roja! ante la atenta mirada de la Ertzaintza. También crecimos en amistad junto a compañeros que en otras circunstancias no hubiéramos conocido nunca, una camaradería única entre ciudadanos diversos unidos en lo fundamental. Compartimos horas de silencio en una plaza bella de una ciudad bella donde se mataba con soltura y con elocuencia y además se insultaba al muerto y se aclamaba al pistolero y se reivindicaban las ideas que conducían a ese asesinato. Fuimos libres en nuestro compromiso, como libres eran todos aquellos que decidieron matar y amargarnos la vida. Resistimos y ganamos. No los derrotamos porque en su mayoría no han terminado avergonzados, sino orgullosos, y siguen empeñados en instalar en la conciencia colectiva vasca que las razones por las que se ha asesinado tanto son aceptables, democráticas, liberadoras. Cada víctima nos sigue recordando todo lo contrario, aunque no todos lo quieran ver o no les convenga hacerlo”.

“Como víctimas tuvimos que defender nuestra inocencia ante el ”algo habrá hecho“, a pelo.  Rechazamos el odio y la venganza, y defendimos el estado de derecho, cuando éste, en tantas ocasiones, nos había abandonado. Las víctimas, junto a otros ciudadanos imprescindibles, salimos a la calle para dar ejemplo de entereza, de arrojo cívico, de sensatez, de ”comportamiento impecable“, según declaraba recientemente el escritor Ramón Saizarbitoria (eldiario.es, 7 de enero 2017). Hemos demostrado sobradamente ser gente civilizada entre los bárbaros”.

*Cristina Cuesta *Cristina Cuestaes hija de Enrique Cuesta, delegado de Telefónica en San Sebastián, Guipúzcoa. Fue asesinado por los Comandos Autónomos Anticapitalistas en San Sebastián el 26 de marzo de 1982. El mismo atentado también le costó la vida a su escolta, el policía nacional Antonio Gómez García. Cristina Cuesta es una de las fundadoras del movimiento pacifista en el País Vasco.

José Alfonso Romero P. Seguín

“Pudimos tomar un taxi, pero la salobre tibieza de la tarde invitaba a caminar. Lo hicimos por el Paseo de la Concha. En un punto intermedio, dos hombres apoyados en la barandilla miraban aparentemente al mar. Uno de ellos llevaba una txapela que tañía de sombra la aguzada mueca de un rostro marcado por esa ruda melancolía que define la maldad. Al pasar a su altura vi como avisaba con el codo al compañero, a la par que le hacía un gesto con la cabeza para de inmediato situarse a nuestra espalda. Otra vez la distancia, pero, en este caso, la exacta para que no fuésemos solo nuca. No sé cómo se lo hice saber a Ángel, solo sé que aceleramos el paso a la par que buscábamos bajo la ropa una pistola que no llevábamos (ellos guardaban las manos en los bolsillos de sus chaquetas). Lo repentino de nuestra prisa los había distanciado unos metros más. Otra vez la distancia, esta vez jugando a nuestro favor. A partir de ahí y durante muchos metros se mantuvo tensa, quebrándose solo allí donde teníamos que sortear algún paseante. Por lo demás, a un lado, la cada vez más honda playa; al otro, la carretera y el muro del palacio de Miramar. La alternativa más lógica era saltar. Y una y otra vez mirar hacia atrás y verlos caminar firmes, decididos. Y mirar al fondo y ver las rocas, negras, afiladas… En esos momentos la cabeza se llena de vacío, el corazón se cuelga de la boca y la boca se llena dientes que se muerden sofocando el hondo gemido que arrastra el terror. ¿Qué hacer con él? Podríamos llorar, gritar, atarnos al cuerpo de alguna de las personas que, ajenas a esa batalla, caminaban embebidas en la belleza de aquel mar que iba y venía en la orilla y en el plácido vuelo de las gaviotas que orlaban la isla de Santa Clara. Podríamos hacerlo, pero estábamos allí para defenderlos. Además, sabíamos que no valdría de nada, que no había piedad, lo testimoniaban los asesinados, tan muertos como grande era la maldad de sus verdugos. Solo teníamos los pies y la añagaza de seguir con la mano atada a la cintura para que pensaran que íbamos armados. Eso y la distancia, mantenerla era vital. A pocos metros del túnel de Ondarreta echamos a correr. Ellos también. Ángel lo hizo por el interior y yo por la parte exterior, me había obsesionado con la playa. Al final del túnel nos volvimos a encontrar. Jadeando cruzamos la calle hacia Avenida de Zumalacárregui. Al llegar a la esquina volvimos la vista y ya no estaban. Detrás y en la distancia quedaba la negra boca del túnel, derramada como una inocencia entre el cielo y el mar”.

“En la Comandancia nos enseñaron fotos de miembros de ETA y ambos reconocimos al de la txapela. Era Zabarte. ”Tuvisteis suerte“, nos dijo el compañero de información. ”Hay que llevar la pistola“, nos reprochó. La distancia, pensé”.

*José Alfonso Romero P. Seguín, *José Alfonso Romero P. Seguínescritor y poeta, es autor del libro La hija del txakurra. Estuvo destinado como guardia civil en la Comandancia de Guipúzcoa desde marzo de 1979 a finales de 1983.

Carmén Cordón

“Los GRAPO secuestraron y asesinaron a mi padre Publio Cordón en junio de 1995. Sólo esta afirmación tan cruda como sencilla, después de más de 20 años, sigue sin ser una realidad palpable al no haberse encontrado su cadáver. No ha sido posible esclarecer las circunstancias reales de su muerte. Tan sólo hemos contado con los testimonios de sus asesinos, y no se han podido depurar las responsabilidades de todos los implicados en aquel delito. Un delito que no fue cosa de dos, sino un acto perpetrado por una banda terrorista perfectamente organizada cuyas acciones acumulan más de 80 víctimas mortales. Un grupo organizado que sostiene una ideología, la del Partido Comunista de España reconstituido, unos antisistema ”vintage“ que hoy vuelven a entrar en escena disfrazados de raperos, indignados y de falso victimismo”.

“A todos esos comunistas y antisistema que se rasgan las vestiduras por la ”justicia“ social me gustaría contarles que Publio Cordón, mi padre, fue un niño pobre que quedó huérfano de padre tras la guerra civil, por cierto, un padre republicano y maestro de pueblo. Fue un niño que tuvo que abandonar su aldea, su hogar, de la mano de su madre y su hermana para evitar morir de hambre y frío. Creció en la ciudad de Zaragoza viendo cómo su joven madre, Benita Munilla, salía cada madrugada invernal envuelta en un abrigo remendado de lana para atender varios empleos y poder sacarles adelante a él y a su hermana Ester.  Fue un niño que nos contaba cómo sufría por no poder ayudar económicamente en casa y tener que centrarse en los estudios que su madre pagaba con sudor. Alguien de quien se reían en clase porque sus libros de texto eran copias hechas a mano y cosidas en casa, alguien que con 10 años juró que perseguiría el éxito y que trabajaría sin descanso para que a su familia nunca más le faltara de nada”.

*Carmén Cordón es hija de Publio Cordón, empresario secuestrado por los GRAPO en Zaragoza el 27 de junio de 1995. Ha publicado el libro Historia de un secuestro: toda la verdad sobre el caso de Publio Cordón, contada por su hija (2009)

Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell

“Dos pistoleros aparecen en el hall apuntando a Luis Javier con sus armas. Uno a cara descubierta bailaba una pistola grande en su mano derecha. Preguntaba por Navarro, el andaluz, el de las pecas. El otro, que cubría su rostro con la capucha de un anorak o similar, entró en los despachos y se dedicó a arrancar los teléfonos, cosa que no pudo hacer del todo, a la vez que, amenazándoles con su arma, trajo al hall a los dos compañeros que aún estaban en sus despachos. Eran Serafín Holgado, que aún no había terminado la carrera, salmantino, que trabajaba en su despacho a esas horas; y Ángel Rodríguez Leal, que trabajaba en el despacho desde hacía algunas semanas. Había sido despedido de Telefónica y nos ayudaba en diferentes trabajos administrativos. Ángel iba a tener un papel especial en mi sobrevivencia. El me dio por la mañana un bolígrafo que, por la noche, contribuyó a salvar mi vida. Tuvo la infinita mala suerte de volver al despacho cuando ya se había ido, porque se había dejado allí un Mundo Obrero, el periódico entonces clandestino del PCE. Subió…y no volvió a bajar”.

“Seguimos con las manos en alto. Uno sigue hablando de Navarro. ”Es mejor que nos digáis dónde está“ - Joaquín se había ido ya. Entra al vestíbulo el segundo pistolero; trae delante de él a Serafín y a Ángel. Tropieza con el quicio de la puerta. Se le dispara la pistola y la bala le roza el anorak a la altura del brazo. No creemos que vaya a pasar algo definitivo, algo desagradable. Coloca a los dos en el borde del grupo; muy cerca de las pistolas, desde una especie de semicírculo en el que estamos todos.

En ese momento se rompe mi vida en dos. Se hace el silencio brutal, acompasado, de los disparos. Veo el rostro de Ángel que está reconociendo a su inmediato asesino. Supongo que le conocía de la asamblea de la mañana, celebrada en la calle Lope de Vega, en los salones del Vertical. El segundo pistolero dispara enloquecidamente. Eso hace que el primero también lo haga. Disparan tiro a tiro a todos los que estábamos reunidos. Intentamos retroceder instintivamente para evitar sus disparos. Caemos por los suelos, entre los bancos, deslavazados, heridos. En el suelo nos rematan. Disparan a todo lo que se mueve. Enrique cae encima de mi cuerpo. Tapa mis partes vitales. Solo mi pierna derecha recibe cuatro o cinco impactos de bala. Enrique también salva mi vida. Me hago el muerto. Como sé que lo hicieron también Luis y Miguel. Lola intenta mantener la vida de su marido Javier Sauquillo, que morirá pronto. Oigo los gritos de Luis, de Miguel pidiendo auxilio en los balcones“.

*Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell es profesor de Derecho Constitucional. Sobrevivió a la masacre de Atocha en 1977

Antonio Miguel Utrera

“Subo al tren, no sé en qué vagón ni a qué hora exactamente. Por extraño que vaya a parecer después, en el aire frío de la estación no se leía ningún augurio, ninguna señal que me salvara del abismo en el último centímetro de tierra. Me siento tan cómodo como siempre en medio de un marasmo de gente desconocida: siempre he confiado en la bondad de los desconocidos, me suelo repetir cada mañana como un mantra que Tennessee Williams escribiera para los madrugadores que viajan en transporte público. Y me instalo en esa constelación de cuerpos anónimos y somnolientos aferrado a mi mochila y lejos de allí, tan lejos como cada uno de aquellos, pensando cómo íbamos todos en nuestras tribulaciones particulares”.

“En unas semanas debía entregar un trabajo para la asignatura de aquel profesor horrendo y sólo de pensarlo me entra, como si de la picadura de un insecto tropical se tratara, la mayor de las perezas. Y cierro los ojos al ritmo del traqueteo del tren y deseo estar dormido, a miles de kilómetros de distancia, mientras las estaciones se suceden sin piedad en el orden de cada mañana como una letanía inalterable: San Fernando, Coslada… Santa Eugenia… El Pozo... Es posible que en aquel último segundo me dijera que debería haber vuelto a la cama. Deseo entonces haber apagado a tiempo las luces de aquella madrugada”.

“Pasan veinte minutos en los que no existo para mí, pero en los que no he dejado de existir para los demás. Ella, consciente de todo en cada momento, me busca entre el caos porque me ha visto en el autobús y en la estación, y sabe que he subido a ese tren. Pero no da conmigo”.

“Para cuando vuelvo a existir, el mundo es otro y mi tiempo para siempre se ha fracturado en dos. Acaba de comenzar el Después. Recuerdo un espeso humo blanco envolviéndome como un sudario de algodón. Emerjo a duras penas de él con el eco de la explosión aún en mis oídos, que están sangrando”.

*Antonio Miguel Utrera Antonio Miguel Utrera resultó gravemente herido en los atentados yihadistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid

Marta Buesa

“El 22 de febrero de 200 era martes. Un martes con un cielo gris, con una lluvia fina intermitente. Yo tenía 28 años. Hacía un año y medio que me había casado y estaba ilusionada construyendo mi nuevo hogar. Recuerdo que ese día habían terminado de montar un armario y me entretuve colocando cosas; por eso fui un poco más tarde de lo habitual a trabajar. En el momento justo del asesinato, a las 16:30 horas, yo estaba en el coche, en el trayecto de mi casa al despacho”.

“Justo al entrar por la puerta oí un ruido de sirenas y al mirar por la ventana con mi compañero de trabajo vimos pasar por la Avenida Gasteiz coches de policía, camión de bomberos y ambulancias. Entonces alcé la vista y vi a lo lejos una gran columna de humo, denso y negro”.

“Mi compañero comentó: 'Eso ha tenido que ser una bomba, la hemos sentido aquí, ha tenido que ser una bomba de mucha potencia'. Entonces yo comenté: 'pues esa es la zona de la universidad, ha sido muy cerca de casa de mis padres'”

“Recuerdo que nos miramos a los ojos, en unos segundos en los que apareció el miedo y, de forma inmediata, el comentario poco convencido de que seguramente no había sido allí”.

“Llamé al teléfono móvil de mi padre y no contestó. Llamé a su casa y nadie contestó. No estaba tranquila, me debatía entre la premonición de que algo terrible había ocurrido y la resistencia a creer que había sucedido de verdad”.

“Puse la radio y escuché que conectaban con Vitoria, la noticia de que había habido un atentado. Hablaban de tres heridos… todo muy confuso”.

“Volví a llamar a casa de mis padres y mi hermano Carlos contestó al teléfono. Pregunté directamente: ”Carlos, ¿qué ha pasado?“ Y él me dijo: ”ha sido papá, Marta, lo han matado“

*Marta Buesa es hija de Fernando Buesa, político del PSE asesinado por ETA junto a su escolta Jorge Díez el 22 de febrero del año 2000 en Vitoria.

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