El día que al presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero le tocó acudir al Congreso para empezar a rescindir el contrato social en España, Pablo Iglesias tenía 31 años y tan solo faltaban doce meses para que eclosionase el movimiento del 15M. Durante ese curso universitario, que fue el 2009/2010, Iglesias aún impartió la asignatura “Geografía política y social”. Pero sus intereses empezaban a decantarse hacia la comunicación política. Hasta entonces ese no había sido su principal tema de investigación. Habían sido los movimientos sociales. Y él no solo se había dedicado a estudiarlos. Había participado en ellos. Era un académico y, al mismo tiempo, un activista que descubrió la tertulia política en televisión como el espacio ideal para construir su personaje carismático.
En 2008 Pablo Iglesias se había doctorado con una tesis titulada Multitud y acción colectiva postnacional. Un estudio comparado de los desobedientes: de Italia a Madrid (2000–2005). Una de las dos citas que la encabezaba, extraída de un texto del grupo Espai en Blanc, planteaba la pregunta que él quería responder: “Seattle, Praga, Génova, el 11S, el movimiento mundial contra la guerra de Irak, el 11M, la posterior toma de las calles... ¿Hay algún hilo rojo que los une, que resuena en todos ellos?”. En todos ellos resonaba una protesta distinta. Una protesta que no era nacional sino global y que no articulaban partidos y organizaciones sino movimientos sociales. Era la protesta contra la globalización imaginada por la imaginación neoliberal y que se había implementado a través del entramado multilateral de postguerra. Pero el año que Iglesias leyó la tesis, precisamente, dicho orden se tambaleó por el impacto de la crisis financiera. Aunque algunos líderes se marcarían un farol prometiendo una refundación del capitalismo, lo que de veras ocurrió fue el inicio de un período de revisión a la baja de contratos sociales constitucionalizados. En la Europa comunitaria ese proceso de revisión lo dictó la Troika. Su primera concreción en nuestro país (y no sería la última) fueron aquellos 120 segundos de Zapatero anunciando cabizbajo un severo paquete de ajuste económico. A la socialdemocracia parecía no quedarle otra opción que sabotearse.
Durante ese curso 2009/2010, además de la asignatura que antes mencionaba, el profesor asociado Iglesias impartió varios seminarios sobre comunicación: Cine y conflicto político o Imágenes para pensar la crisis. A principios del curso siguiente, desde noviembre, empezó a presentar una tertulia política: La Tuerka. Y entonces, el 15M. Ya han pasado diez años.
Era una crisis profunda. No era sólo económica. Algo iba mal. Intuyó que con algo más de perspectiva ese movimiento social –despreciado o desatendido en su momento por los partidos hegemónicos del Estado del 78– será interpretado como una protesta jovial o de baja intensidad en las formas pero que, en el fondo, tuvo una potencia fecunda. Por primera vez desde la instauración de la democracia se evidenció que el Estado sufría una auténtica crisis de legitimidad y las organizaciones que podían revertirla eran percibidas como no operativas.
Quienes participaban o simpatizaron con ese movimiento, porque sufrían ya la ruptura del contrato intergeneracional o sabiendo que sus vidas estaban condenadas a ser subprime (la expresión es de Germán Labrador), lo sintieron como una experiencia transformadora. Durante esas semanas aprendieron juntos y en la calle que se había roto el vínculo con las instituciones de la democracia liberal y los mediadores tradicionales –básicamente los partidos políticos–. Imaginaron que había llegado un “momento ciceroniano” que posibilitaría el inicio de un ciclo nuevo en España. ¿Podía salirse del modelo neoliberal? Sí, se podía. La posibilidad de convertir en acción institucional ese movimiento y su discurso transformador lograría articularlo una formación nueva –Podemos– cuya base era participativa –los círculos–, la dirección estaba integrada por un grupo de profesores de Políticas y tendría a Pablo Iglesias como líder. En el período ascendente, decantando el significado del 15M, la propuesta de Podemos fue inequívocamente populista: estaba centrada en la impugnación destituyente de la clase dirigente de aquel régimen en crisis como condición necesaria para una mutación del sistema que ellos, tan puros, tan listos, debían liderar.
Tras el aprendizaje de la dialéctica en medios de comunicación propios, el 11 de mayo de 2013 Iglesias apareció por primera vez en un programa con gran audiencia: La Sexta Noche. El ciclo Iglesias no puede explicarse sin el creciente poder mediático de La Sexta. Fue a la cadena y repitió porque dominaba el género. El activista culto, con sonrisa vehemente esperando el momento para morder (“yo no te he interrumpido”), podía ser el agitador de una nueva izquierda. Con agilidad y valentía sabía cómo desenmascarar la argumentación falaz de unos contradictores que, defendiendo el avejentado orden establecido, acababan por mostrar su propia demagogia y, a la vez, la corrosión que sufría el sistema.
El fundamento de su carisma en construcción era ese contraste entre él y los otros. No era un significante vacío. El contraste existía. Era la desigualdad y su onda expansiva. Algunos, preocupados, empezaban a asumirlo. Ahora sabemos, por ejemplo, que en julio de 2013 la Casa Real encargó un sondeo sobre la aceptación social de la monarquía. Las conclusiones de Metroscopia detectaban movimientos tectónicos. Como desvela José Antonio Zarzalejos en Un rey en la adversidad, el diagnóstico que se desprendía del sondeo era el siguiente: “el país entraba en una fase depresiva después de años de autoestima por los logros de la Transición y muy crítica hacia el sistema”. Quien por entonces era secretario general del PSOE –Alfredo Pérez Rubalcaba– reiteraba que España estaba atravesada por una triple crisis: social, institucional y territorial. Formulo otra vez la pregunta que implícitamente dejó planteada el 15M: ¿estaba la tecnoestructura del 78 capacitada para regenerarse? ¿Aún era operativo el consenso transicional? Podemos fue quién daría una respuesta más contundente a esas preguntas. La respuesta era no. Un no rotundo. Quienes lo creían no eran sólo los politólogos. En mayo de 2014 quedó demostrado cuando su candidatura al Parlamento Europeo tuvo miles y miles de votos y obtuvieron cinco escaños. Que fuera el rostro de Iglesias el icono del partido en las papeletas electorales demostraba un nivel de conocimiento de su figura muy superior al de su proyecto.
Los dos años siguientes fueron el período de plenitud del Podemos originario. Las cloacas del Estado, de manera inmediata, reaccionaron señalando a Iglesias como un enemigo a abatir. Ese político ya no dejaría de sufrir una repugnante campaña de acoso de la que incluso ha sido víctima su familia. Y no es que Iglesias sea un santo o que no haya cometido excesos y errores (valdría por el chalé de Galapagar o la decisión de compartir consejo de ministros con su pareja), pero ni sus maldades ni sus equivocaciones han sido la motivación principal de esa campaña maníaca para derribarle. Lo ha contado la garganta profunda de la Stasi del 78: el comisario Villarejo. Había dinero reservado para desactivar a Iglesias y podían usarse métodos legales e ilegales para desactivarlo. Iglesias en la diana. Porque con una retórica amarga, cada vez más frentista, polarizadora hasta el insulto o el desprecio, denunciaba los ángulos muertos del poder establecido –ya fuese el económico, el mediático o el político–. A nadie le gusta que enseñen sus vergüenzas. No se lo han perdonado.
En ese período de plenitud Pablo Iglesias se hermanó con la otra gran figura de la protesta continental desde las instituciones: Alexis Tsipras. Sus trayectorias convergen entonces. Igual que Europa no era el destino final de Tsipras, tampoco lo era para Iglesias. Iglesias compartió campaña nacional con él en Atenas y Tsipras estuvo en Madrid durante el proceso de maduración del nuevo partido español. Pero el griego se hizo con el poder, aceptando al fin los límites de lo posible, mientras que Iglesias nunca lo lograría del todo, situándose en la tierra de nadie que es el de la pulsión del activista que se contradice con la voluntad de gobernar.
Ganar o no ganar. Esa es la diferencia. El equipo dirigente de Podemos –en especial el tándem Iglesias/Errejón– no se concebía como una muleta de la socialdemocracia, sino que tenía una vocación de mando auténtica. Para conseguirlo la clave era el cacareado sorpasso: imponerse en unas elecciones generales a un PSOE artrósico. En algún momento creyeron que podrían conseguirlo. Contaban con el apoyo necesario, además de un relato a la altura de los tiempos y algunas encuestas favorables. Pero no. Durante una buena temporada, ciertamente, la ola de Iglesias, reforzada por el éxito municipalista de Carmena en Madrid y Colau Barcelona, logró confundir al partido socialista, dejándole sin capacidad para convertirse en un partido votable para menores de 40 años. Y así sigue. Pero la realidad es que, a pesar de capturar a parte de sus votantes potenciales, Podemos nunca lograría superar a un partido comandado ya por Pedro Sánchez.
El momentum Match point de Pablo Iglesias, me susurra el filósofo Pau Luque, fueron las elecciones generales de 2016. En aquella convocatoria Podemos, en cuya candidatura ya se había integrado Izquierda Unida, y los partidos hermanos, no dieron el esperado sorpasso. Ese fue el principio del fin. Hay una escena de esa campaña que siempre me ha parecido cargada de simbolismo, como el mejor testimonio de una determinada deriva: la aparición de Julio Anguita en un mitin de Podemos en Córdoba. Son diez minutos que pueden rescatarse en Youtube. Se ve a Echenique discurseando e Iglesias se le acerca para decirle que Julio está allí. Cambio de plano. En un extremo de la pista de un polideportivo, Anguita. La cámara le sigue acercándose al escenario y, justo antes de llegar, el veterano líder comunista se abraza con un Iglesias genuinamente emocionado. Las cámaras están tan cerca que escuchamos las palabras emocionadas que Anguita le susurra a Iglesias como si le cediera un legado. “Esto es el 77”. Era un gesto de lealtad antifascista, pero también alejaba a Podemos de su espíritu inicial porque Iglesias estaba ahijándose a la derrota de la ruptura de la Transición. De la nueva izquierda evolucionaba al frentismo que el consenso del 78 había pretendido superar.
No hubo sorpasso. Era, es muy difícil. En el sistema electoral español están sobrerrepresentadas zonas reacias al cambio. Rápidamente las tensiones internas de la organización, con asuntos personales por resolver, fueron drenando la inteligencia colectiva del partido. El carisma de Iglesias se deslizó por la pendiente de un cesarismo agónico. Y allí empezó el ciclo declinante de su trayectoria. Desde entonces el partido, para llegar el poder, solo podría hacerlo como socio minoritario del PSOE. Y el PSOE, reformateado cada vez más en el Partido de Pedro Sánchez, solo acudiría a ese partido a su izquierda si no tenía otra alternativa para volver a La Moncloa. En la construcción de dicha alternativa, Pablo Iglesias desempeñó un papel esencial. Es su segunda y última aportación a la política española de la segunda mitad del siglo XXI. Hacer posible el éxito de la moción. Es más que probable que la moción de censura presentada por Pedro Sánchez contra Mariano Rajoy no hubiese prosperado si él no hubiese activado su agenda de contactos con un magma de figuras y partidos rupturistas –Bildu y Carles Puigdemont–. De la misma manera que se comprometió para buscar salidas a la crisis catalana y evitar su enquistamiento (tal vez sea el político de actuación a nivel nacional que más ha arriesgado). Iglesias, teléfono en mano, estuvo en los fogones que cocinaron la caída de Rajoy.
Así se ganó la moción y así coaguló una coalición cuyo principal elemento aglutinador, como señaló Santos Juliá, era el rechazo. Lo que les unía era el rechazo a un PP podrido por la corrupción y que había fracasado estrepitosamente en su gestión del desafío independentista planteado por la Generalitat. Pero celebradas las nuevas elecciones generales, convocadas bajo el impacto de la fotografía nacionalpopulista de la manifestación de Colón, Sánchez no miró al alfil que le había llevado a la presidencia. Su primera opción fue Ciudadanos. Era lo esperable. Su agenda gubernamental había sido la implementación de la agenda reformista sobre la que hacía pocos años habían llegado a un acuerdo con los naranjas. Pero Albert Rivera, ciego de la vanidad alimentada por los poderes de Madrid –el 'momento Rivera' merecería una antología–, bloqueó ese acuerdo.
La enésima repetición electoral, al fin, haría inevitable lo que pareció un matrimonio de conveniencia imposible. Sánchez prefería el insomnio a perder el poder. En enero de 2020, Pablo Iglesias llegó a vicepresidente. Pero su breve paso por el gobierno no lo consolidaría como un buen político. Digamos que no completó la maduración del personaje que podía deducirse de su conversación con Enric Juliana en Nudo España. El activista no liberaba al político para que fuera un gobernante. Un contraejemplo. Mientras Yolanda Díaz sí era percibida como una gobernante de izquierdas respetada transversalmente, Iglesias iba limitando su consideración. Lo significativo no era su acción política sino la retórica frentista en el Congreso de los Diputados cuya consecuencia principal ha acabado siendo la movilización extremosa del centro derecha contra del gobierno. Con la pandemia pretendió liderar la configuración del escudo social, en especial de una iniciativa como el Ingreso Mínimo Vital, pero a efectos prácticos la respuesta política a la emergencia sanitaria la facilitó Europa.
Europa, lentamente, estaba cambiando. A diferencia de lo ocurrido durante la crisis anterior –la crisis que hizo de Tsipras un político y de Varoufakis un ideólogo–, ahora la Unión Europea es y seguirá siendo el principal salvavidas de una presidencia liviana. Vacunas y Fondos Europeos podrían actuar como el cemento que apuntale nuevamente el Estado del 78. Fin de ciclo. Seguramente las circunstancias que hicieron posible la construcción del carisma de Pablo Iglesias, pues, ya pertenezcan a otro tiempo. Lo sabía. Y, fatigado del desgaste, buscó la mejor manera para saltar de un presente donde el 15M es recuerdo de lo que pudo haber sido. El efecto mariposa de la fracasada moción de censura en Murcia le abrió la puerta a Pablo Iglesias para escapar de una situación de asedio maníaco. La campaña electoral madrileña le permitiría despedirse salvando el grupo de Podemos en la Asamblea regional y destensando la crítica contra el Gobierno. Al fin el activista había ganado al vicepresidente. Por ahora este es su epílogo.