Los resultados de las elecciones municipales obligan a reflexiones de fondo que afectan al modelo territorial.
Los argumentos que identifican Madrid con la derecha política más reaccionaria son de diversa índole: unos caen en la tentación de atribuir a sus gobernantes, Isabel Diaz Ayuso y antes a Esperanza Aguirre, unas cualidades populistas que ofrecen un liderazgo especial; otros lo atribuyen a un recorrido sociológico de la propia sociedad madrileña, que se estaría derechizando como parte de un “enigma político” (expresión recogida en un artículo reciente de Ignacio Sánchez Cuenca).
Pero lo cierto es que, para desvelar ese enigma, es imprescindible vincularlo a las tendencias económicas del nuevo capitalismo financiero y de servicios que favorecen a determinados grupos dominantes del poder económico que se alinean con voluntades políticas centralizadoras. Todos ellos se sienten cómodos con la identidad “España es Madrid”, que genera ventajas en forma de “renta de situación” al tiempo que genera agravios objetivos económicos y sociales en el resto de país.
El madrileñismo es un síntoma más (el procés catalán, los desequilibrios territoriales y la España vaciada son otros) que debe integrarse en un diagnóstico que reconozca que el Estado de las Autonomías empieza a ser disfuncional para España.
El debate político sobre federalismo o recentralización reflejaría las diversas formas de encontrar “soluciones” a esos desajustes. Pero, mientras los débiles actores federales se desperezan, hay un ejercicio de facto que está cambiando los equilibrios de poder. Concentrar en Madrid el poder económico potenciado por el factor capitalidad es la forma en que las lógicas centralistas, alimentadas principalmente por la derecha tradicional, han compensado los rasgos federalizantes del Estado de las Autonomías.
Completar la perspectiva federal del Estado supondría acentuar un marco más cooperativo, pero, ante todo, debería incluir el cambio de la forma jurídica de Madrid, como capital, para adaptarla a la de “distrito federal”. Este factor es fuente de tantas desigualdades que llegará un momento en que hasta los nacionalismos periféricos, hasta ahora contrarios a la lógica federal cooperativa, se replantearán su posición al respecto.
El objetivo de ese cambio es evitar que los intereses particulares de la comunidad donde se ubican las instituciones del Estado dificulten el equilibrio de la gobernanza del país. Un peligro que, como indican muchos síntomas empieza a corroer nuestra democracia.
La pugna entre el gobierno de la Comunidad de Madrid con el del Estado empieza a estar plagado de deslealtades que las hacen cada vez más peligrosas. Precisamente la idea del distrito federal surge en Estados Unidos, en 1778, cuando el gobierno territorial del Estado de Filadelfia negó el apoyo a las autoridades federales que allí residían (Filadelfia era entonces la capital federal de EEUU hasta que, en 1794, pasó a Washington) ante un alzamiento militar contra ellas. De esta experiencia devino la convicción de que las autoridades federales debían ejercer jurisdicción exclusiva en el distrito en que residieran.
Un distrito federal es un territorio que está bajo soberanía de un Estado federal sin ser parte de ningún estado o provincia integrante de la federación.
El madrileñismo como modelo “metropolitano centralista”
Los desequilibrios territoriales han retroalimentado en la historia de España la dialéctica centro-periferia. Pero debajo de esa pulsión ha latido siempre la disputa permanente entre la centralización del poder político en Madrid y la concentración de poder económico en Cataluña y el País Vasco que ha estado alimentado, respectivamente, por fuerzas centralistas, principalmente conservadoras, y fuerzas nacionalistas. El modelo institucional que dio solución a ese equilibrio es el Estado de las Autonomías.
Convertir Madrid en el principal centro de poder económico fue el sueño del presidente Aznar verbalizado en los años 90 que formaba parte de la agenda oculta que denominaba la “segunda transición”. En su esquema territorial imaginaba a Madrid emulando a Paris y duplicando el peso poblacional y económico de Barcelona, mientras impulsaba a Valencia como polo periférico amigo para contraponer el liderazgo de Barcelona en el Mediterráneo.
Unificar poder económico y político significaba mantener o incluso potenciar en Madrid un modelo de metropolización que acentuara los privilegios institucionales que comporta la capitalidad (no es solo el efecto de concentrar 150.000 funcionarios estatales que trabajan en departamentos de industria, agricultura, pesca, turismo… que deberían estar repartidas en las comunidades competentes en esas actividades siguiendo una lógica federal, de la que Alemania es ejemplo. El problema es que esa concentración burocrática alimenta unas prácticas que multiplican otras ventajas añadidas como, por ejemplo, que, según datos del IVIE, la administración estatal haya adjudicado el 59% de los contratos públicos a empresas de la capital entre 2012 y 2019). La segunda pata de ese proyecto era un programa fiscal cuyas rebajas sirvieran como forma de captar nuevos recursos de capital y trabajo hasta subordinar el desarrollo del resto de las CCAA. Y la tercera, una concentración de poder mediático que sirviera de línea de defensa del proyecto.
De forma intuitiva o consciente esa voluntad de Aznar coincidió con las tendencias del capitalismo global que favorecía las denominadas nuevas economías de aglomeración en las megaurbes (Nueva York, Londres, San Francisco o Paris) en las que se concentraban los servicios de alto valor.
Isabel Diaz Ayuso es solo el personaje que encarna transitoriamente esa política. Lo que se entiende como “madrileñismo” es la expresión política actualizada de ese modelo de poder conservador, hegemónico en los últimos 35 años. Se trataría de un discurso político imprescindible para galvanizar los sentimientos de diversas capas urbanas favorecidas por una renta de situación y unas ventajas institucionales evidentes que no quieren perder sus ventajas.
La identificación “Madrid es España” le sirve para presentarse como la principal oposición al Gobierno central cuando el gobierno es del PSOE y a presentarse como líder alternativo cuando el que gobierna es su partido.
Elegir “Madrid es libertad” como eslogan o presentarse como vanguardia en la lucha contra ETA son los relatos que les permite pasar a la ofensiva para así frenar la incomodidad y el desapego, sordo pero creciente, existente en las diferentes comunidades autónomas. Su discurso ha elaborado una linea de defensa por el que cualquier ataque a sus ventajas o que insinúe demandas de descentralización se interpreten como “disgregador de la patria”. La caída de Ximo Puig en Valencia supone eliminar un gobernante que reclamaba una descentralización administrativa que supondría la salida de 45.000 funcionarios de Madrid.
Y es que la concentración de poder político y económico sobre un territorio tan pequeño es tan descabellada, que tiene efecto devastadores sobre la estabilidad del sistema político, las estructuras partidarias y la vida de los ciudadanos. No es solo porque la cercanía de tantos grupos de presión potencie la corrupción sino porque los propios partidos se ven sometidos a tensiones extraordinarias que los desestabilizan. De hecho, si el PP sufre la tensión entre Sol y Génova, sedes de sus respectivos centros de poder, también el PSOE (tamayazo) o los grupos a su izquierda han sufrido las mayores crisis en sus organizaciones de Madrid.
Las paradojas de Madrid: prdidas de productividad del modelo metropolitano extractivo
Madrid se convierte en paradigma de un modelo de acumulación de capital en el que normas laxas y bajos impuestos atraen el asentamiento de las grandes corporaciones, con especial presencia del capital financiero y de grupos inmobiliarios. Un modelo típico del planteamiento neoliberal, con peso creciente de servicios privatizados en sanidad, educación y atención social, que satisface a los ciudadanos que aspiran a ascender a clase media acomodada mientras engendra desigualdades en sus periferias precarizadas.
Una concentración de poder que actúa como “aspiradora” de buena parte de los recursos disponibles en el país, sean de capital, energía o talento, que asociamos a la moderna economía de servicios de alto valor. No es extraño que el 40% de los empleos de alto nivel tecnológico creados en España en la última década se concentran en la Comunidad de Madrid ni que el empleo en servicios de alta cualificación alcance el 18% del total, nada menos que 8 puntos por encima de la media nacional.
Madrid, y en mucha menor medida Barcelona, es la gran beneficiaria de la descapitalización de ciudades importantes cabeceras del desarrollo regional. En las dos últimas décadas se ha triplicado el flujo neto de población desplazada desde Valencia y Sevilla a Madrid y se ha duplicado el procedente de Zaragoza o Pamplona. Se trata de ciudades que pierden población cualificada porque no pueden ofrecer los empleos que solo existen en la capital del país .
La gran paradoja de este modelo metropolitano extractivo es que se muestra incapaz de aumentar la renta per cápita de sus ciudadanos ni de destacar en la productividad de la población ocupada. A pesar de que la economía madrileña gana población, tamaño y peso en el PIB nacional, a pesar de concentrar los grupos sociales de alta retribuciones asociados al sector servicios de alta productividad, se trata de un modelo que necesita complementarse con actividades de baja productividad, con gran peso de tiempo parcial, asociadas al comercio, al ocio y los cuidados, donde son mayoría los trabajadores precarios.
Si se compara con la media nacional, la productividad por ocupado en Madrid ha ido perdiendo posiciones poco a poco: un 30% superior a la media a principios de los años 70, casi un 20% durante los años 80 y apenas un 9% en la actualidad. Si en los años 90 Madrid pugnaba con el País Vasco por liderar la estadística de productividad en España, en la actualidad está ya un 4,5% por debajo y, además, ha sido superada por Navarra.
Otro factor que incide en la pérdida de productividad relativa de Madrid es que ha sufrido un proceso de desindustrialización mucho más intensa que en el resto de España que ha hecho descender el peso de la industria al 6% algo más de la mitad del 11% de promedio nacional.
La conclusión es que Madrid empieza a ser un problema tanto para asegurar un mínimo equilibrio territorial como garantizar la funcionalidad del Estado de las Autonomías. El futuro reclama una capital con estatuto de capital federal obligada a ser ejemplo de lógicas colaborativas y opuesta a prácticas de dumping fiscal destinadas a despojar de recursos al resto de territorios.