La curiosidad es mágica

9 de mayo de 2024 22:19 h

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Este martes entrevisté a una estudiante en la acampada de protesta en la Universidad de Oxford por la guerra de Gaza. Como otras jóvenes de su generación, desconfiadas de la prensa, no quería que se publicara su nombre y llevaba una mascarilla, un objeto que llama la atención en un país donde se utilizó más bien poco hasta en lo peor de la pandemia. Me dijo que tenía 24 años, que cursaba un máster de Geografía y era de origen lituano. Construía frases perfectas y contestaba con muchos datos correctos sobre las donaciones que la Universidad recibe de Rolls-Royce, fabricante también de motores de aviones militares, y los matices sobre las cuentas de la universidad. Sin duda, una persona informada e inteligente. 

El poder de protestas como la suya es tal vez cambiar el oscurantismo de las universidades sobre sus inversiones y donaciones más cuestionables -es así en el Reino Unido, pero la falta de transparencia es mucho más acusada en España-. Cuanto más concretas sean las demandas, más posibilidades tienen de lograr algún efecto de rendición de cuentas y de presión de la opinión pública, que en los países democráticos sigue importando. Las protestas estudiantiles ya han tenido consecuencias en el Trinity College de Dublín, que se ha comprometido a cortar relaciones con empresas que operan en los territorios palestinos y están en la lista negra de la ONU y a revisar otras inversiones. El cinismo tan popular en Europa nos empuja a pensar que nada servirá, pero algunas de estas protestas pueden tener efectos, aunque sean pequeños o futuros. Lo que sirve menos contra esta guerra y otras injusticias son los grandes pronunciamientos.

La joven de Oxford me explicó que el lugar elegido para la protesta también se debía a la presencia enfrente del museo arqueológico y antropológico Pitt Rivers y me dijo que por sus artefactos era símbolo del colonialismo que los manifestantes querían combatir. Según ella, el lugar era un ejemplo más de la inacción de Oxford para afrontar su peor pasado. Me contó que ella estudiaba justo al lado. Le pregunté si había entrado en el museo; la respuesta fue que nunca.

El Pitt Rivers, cuya entrada es gratuita, es uno de los museos antropológicos y arqueológicos más antiguos del mundo y fue fundado en el siglo XIX por un general coleccionista de pistolas que empezó a escarbar en su propio jardín en busca de piezas y aprovechó una herencia para comprar objetos de uso cotidiano por toda Europa. Ahora hay centenares de miles de flautas, peines, botellas, chapas, puzles, amuletos y otra infinidad de artefactos; la mayoría ni siquiera están expuestos. Una parte es resultado directo de la explotación colonial de los “exploradores” y coleccionistas británicos posteriores al fundador. La huella del colonialismo, la violencia y los estereotipos eurocéntricos están hasta en los cartelitos descriptivos escritos a mano en los años 80, o en los nombres dados a instrumentos musicales de tierras lejanas y asimilados a otros europeos. Esto se lee en las propias explicaciones actuales del museo, que cuenta de manera crítica y clara su pasado y el de colecciones parecidas. 

La actual directora, como me contaba en una entrevista el año pasado, está entregada a un proyecto de explicación detallada de lo que hay dentro, sus orígenes -hasta donde se conocen- y su significado. El museo ha devuelto objetos a las comunidades que los quieren -otras prefieren que se los quede el museo porque temen que sus gobiernos los maltraten- y ha retirado de la exposición todos los restos humanos o supuestos restos humanos (han descubierto que algunos eran de animales, aunque se hacían pasar por humanos en ventas a coleccionistas). A menudo, organiza exposiciones y rituales con comunidades representadas, y colabora con personas expertas en todo el mundo. Grupos conservadores han criticado por ello al museo, que sigue siendo popular.

Después de hablar con la estudiante, di otro paseo por el Pitt Rivers y estuve leyendo carteles y viendo los últimos cambios en las explicaciones respecto a la última vez que lo visité. Cuando ya me marchaba, un guarda me preguntó: “¿Has estado en el piso de arriba? ¿Has abierto los cajones? Es mágico”.

Algunas de las cajoneras debajo de las vitrinas se pueden abrir, y allí estuve un rato más mirando cepillos de dientes de madera, rascadores de espalda y peinetas de hace siglos. Algunos objetos son recientes. En una vitrina titulada “reciclaje” había una jarra de agua de Gujarat, India, hecha con una lata que tenía la bandera europea (1998).

Y pensé que sí, que escuchar, mirar, descubrir sigue siendo algo mágico... La curiosidad es mágica. Algo para recordar en nuestra época de grandes pronunciamientos y pocos detalles.