Diferencia entre escrache, linchamiento y fascismo

Violeta Assiego

18 de agosto de 2020 21:55 h

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Los escraches en España siempre caminaron sobre una delgada y fina línea. Esa que se queda cuando se importa una forma de protesta a un contexto para el que no fue ideada. Los escraches legítimos y necesarios surgieron en Argentina ante la impunidad de los genocidas, eran “una forma noble de hacer justicia debatida a lo largo de varios meses cuando no se podía acceder a la justicia por el Estado” (en palabras de Rita Segato). Una forma de justicia a la que precedía un periodo de asamblea, de debate, de análisis y de preparación de meses en los que se corroboraba colectivamente que era la única alternativa de que los criminales no quedarán impunes socialmente. Aquel escrache tenía, de forma premeditada, muy poco de espontáneo pues se trataba de evitar caer fácilmente en el linchamiento. Los escraches originarios a los genocidas eran la única forma de 'denuncia y reparación' a la que tenían acceso las víctimas de aquellos crímenes fascistas ante la falta de respuesta legal y judicial para acabar con la impunidad. El escrache era una forma de sanar colectiva y pacíficamente, de atraer más democracia.

En España, hemos ido colonizando erráticamente el término 'escrache'. El término y su sentido aterrizó en nuestro país a través de la campaña de escraches que la PAH –entonces Unidas Podemos ni existía– dirigió a los parlamentarios españoles para apelar a su responsabilidad individual a la hora de votar sí a la ILP que regularía la dación en pago, la paralización de los desahucios y el alquiler social. Aquella iniciativa legislativa había logrado no solo el millón ochocientas mil firmas necesarias, sino que contaba con un demoledor respaldo en la sociedad. Los datos de Metroscopia, recuerdan que, en 2012, el 86% de la ciudadanía pensaba que las normas que regulaban las hipotecas protegen, en conjunto, más los intereses del banco que concede el préstamo que los del cliente que lo solicita. 

La PAH no solo usó el término para reforzar la legitimidad de sus acciones de presión, sino que adaptó parte del contenido político de los escraches argentinos como una forma de denuncia pública de lo que estaba pasando ante la impunidad con la que actuaban los bancos y las cajas de ahorro. Estos echaban de sus hogares a miles y miles de familias en los peores años de la crisis económica amparados en una legalidad que, posteriormente, fue parcialmente enmendada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El articulado de la ley hipotecaria impedía el acceso a la justicia de quienes no podían pagar su hipoteca, la ley causaba absoluta indefensión a quienes se veían inmersos en un proceso sumario de ejecución hipotecaria cruel e inhumano sin posibilidad de ser escuchado, de negociar o de esperar a una alternativa habitacional. Es necesario recordar que solo en 2012, cuando se presentó la ILP, las ejecuciones hipotecarias por parte de las entidades bancarias alcanzaban una media de 526 desahucios diarios. 

Aquella campaña de escraches de la PAH suscitó la mayor de las controversias al tratar de criminalizar las protestas y denuncias públicas que, en aquel contexto de imposibilidad de acceso a la justicia de otra forma (al estar vigente una ley hipotecaria que vulneraba derechos), eran legítimas como parte del derecho a la libertad de expresión, tal y como reconoció Amnistía Internacional en 2013. Sin embargo, es cierto que el tema era delicado, desde un punto de vista de derechos, si esas acciones de protesta que se hacían frente a los domicilios particulares de los políticos o en sus entornos privados surgían desde la impulsividad y se olvidaban de las víctimas de las vulneraciones de derechos para increpar perdiéndose de vista que el origen de lo que era una acción política: la búsqueda de reparación no de ajusticiamiento. 

Y es aquí donde nos encontramos, casi una década después, cómo –una vez más– desde los sectores más afines a los poderes y sujetos que se lucraron (y lucran) de las vulneraciones de derechos que fueron (y son) los desahucios, se reescribe el relato para comodidad, en este caso, de la extrema derecha. Pero más allá de las falacias mal intencionadas e interesadas que se crean en torno a los escraches, desde una lógica de derechos humanos hay una reflexión que se debe hacer desde los movimientos sociales. Quizá es momento de preguntarse si no se ha cometido el error de colonizar una acción de denuncia que fue creada para otro contexto y por otras víctimas y que, en la actualidad, se asocia más (dentro y fuera de España, también en Argentina) a una acción punitivista utilizada ahora por los sectores más intolerantes de nuestra sociedad.  

De eso va el linchamiento, de intolerancia. Este tiene mucho más que ver con el ajusticiar que con la justicia, al menos tal y como la entendemos quienes defendemos los derechos humanos. El linchamiento que se sirve del acoso y el hostigamiento es ese que señala un enemigo desde la más absoluta lógica patriarcal. Quien ejerce el linchamiento no tienen ningún interés en acceder a un juicio justo, no quiere que haya proporcionalidad en el castigo, tampoco pretende ni comprender las circunstancias, no busca el debate, busca la acción (inútilmente) ejemplarizante o sencillamente de desahogo. El linchamiento, deshumaniza y se sirve del punitivismo para justificarse, es política del enemigo, es la ley del más violento sobre la de más dialogante. Cuando ese señalamiento a una persona es por ideología, por origen, por orientación sexual, por identidad de género, por color de la piel, por etnia, por sus capacidades... es fascismo.  “Cualquier movimiento organizado que emplea una política de odio hacia un grupo específico es, por definición, antidemocrático”, decía Stieg Larsson (muy recomendable la serie que emite Filmin sobre su legado como periodista y activista antifascista). 

La persecución a la que se están viendo sometidos Pablo Iglesias e Irene Montero es una persecución política. Ni de lejos es un escrache, ni se le parece en su versión española. Jurídicamente podría subsumirse en el tipo penal de acoso, de amenazas y de coacciones, pero con el agravante de odio porque es una persecución política. Son los motivos ideológicos los que se instigan desde la ultraderecha para acosarles durante semanas delante de su domicilio, para hostigarles en su lugar de vacaciones y para justificar lo injustificable. Sin embargo, ante esta evidencia, existe una preocupante banalización de los hechos por parte de quienes, desde sus distintos lugares de poder, pueden contribuir al reproche social. Se le quita hierro, se edulcoran o se compara con aquellos escraches como para sugerir “se lo tienen merecido”. 

Parece que cuesta ver cómo detrás de estas acciones están los herederos de aquel ideario franquista que salvó a España de los comunistas con un golpe de estado, una guerra civil con más de medio millón de muertos, cuarenta años de cruel dictadura, más de 140.000 desaparecidos y cientos de miles de presos por rojos, republicanos, vagos o maleantes. Herederos que se sienten en el derecho de salvarla ahora de un gobierno democráticamente elegido (como aquel que derrocó Franco), pero que, para la extrema derecha, es un gobierno comunista populista y separatista. No es baladí el ataque ni la persecución de la extrema derecha a un vicepresidente y a una ministra. Y menos si se echa la vista atrás y se intuye que, si la separación de poderes no actúa, el a dónde vamos puede llegar a ser el lugar del que venimos, ese que añoran los que ignoran la verdad, la justicia y las garantías de no repetición.