La Gran Pausa
Hace 19 años de aquel martes que cambió el mundo de entonces. Los atentados del 11-S fueron una tragedia personal y colectiva inédita para Estados Unidos y un momento de cambio estructural para el resto.
Era la primera vez que una audiencia mundial vivía un drama de manera simultánea en la nueva era de Internet y una de las pocas en las que un día tuvo y ha tenido repercusión en cadena en todo el planeta. Seguimos viviendo sus consecuencias, desde los efectos de las nuevas guerras hasta la nueva manera de hacer periodismo en la web. Salvando las distancias, tal vez el 11-S fue lo más parecido a la actual pandemia, un golpe sin solución fácil, que hace sufrir a personas por todo el mundo y es capaz de sacar lo mejor y lo peor de los ciudadanos y sus líderes.
“Alerta naranja” significa ahora, en los países que vigilan umbrales de transmisión, que los contagios están aumentando y habrá que intervenir pronto. En aquellos días y años después del 11-S, “alerta naranja” era una llamada a estar más atentos porque aumentaba la actividad de los potenciales terroristas. El uso político de aquel miedo minó a menudo la causa común.
Recuerdo muy bien aquellas noches de inquietud cuando los helicópteros sobrevolaban todavía más de lo habitual Nueva York y mis vecinos agotaban la cinta aislante para poner en las ventanas en caso de un ataque tóxico. Convivir con el miedo a lo desconocido y lo repentino se convirtió entonces en una costumbre.
Igual que una nueva camaradería entre desconocidos. Cuando en agosto de 2003, un transformador de la compañía eléctrica local estalló y dejó a Nueva York y gran parte de la Costa Este sin luz varios días, una vez pasado el miedo, el instinto de todos, en la calle, arremolinados alrededor de transistores en los puestecillos de venta ambulante, fue ayudar. Nada que ver con los célebres apagones de décadas anteriores que a menudo acababan en violencia y saqueos.
El 11-S y todo lo que pasó después cambió rutinas personales y alteró la historia de maneras que sólo ahora podemos entender. Es difícil imaginar que la pandemia, o la Gran Pausa, como ya se está etiquetando este periodo en Estados Unidos, no vaya a tener un efecto parecido. Desde nuestras rutinas cotidianas de higiene y protección frente a los virus hasta nuestra manera de relacionarnos, asumir riesgos, comprar o trabajar.
Tras seis meses y mucho camino por delante, ya está claro que lo que estamos viviendo no es una anécdota temporal. Pase lo que pase, las huellas se quedarán. También en los gestos más caseros.
La Gran Depresión, igual que la guerra civil en España, dejó la obsesión con almacenar comida, tener la nevera a rebosar y alimentar a los hijos y nietos más allá de su apetito muchos años después de la escasez. Igual que se nos quedó después del 11-S la suspicacia ante una mochila solitaria o el nerviosismo cada vez que se para el metro.
No todo fue malo. Los líderes más inesperados y renovadores salieron de los fracasos de quienes gestionaron aquellas crisis. También quedaron algunas experiencias comunes buenas, como la resistencia, la capacidad de adaptación y la modernización de estructuras obsoletas. Lo que quede y lo que salga de la Gran Pausa depende de nosotros y de los políticos que elijamos para gestionar esta crisis. No todos son iguales. Y, sí, las elecciones importan.
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