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Una historia de mujeres deportistas, funcionarios nazis y misoginia

La argelina Imane Khelif (Rojo) y la húngara Anna Luca Hamori boxean en los cuartos de final del peso wélter femenino durante los Juegos Olímpicos de París 2024.

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“¿Qué es para ustedes una mujer?”, preguntó Santiago Abascal en el debate televisado de las últimas elecciones generales. Yolanda Díaz le contestó: “¿Y para usted?”. El líder de Vox se escudó en que había preguntado primero, nadie contestó y la cuestión quedó en el aire como si se tratara de un dilema irresoluble, el “ser o no ser” del siglo XXI. Este momento surrealista quedó grabado en mi memoria y hoy vuelvo a preguntarme: ¿Qué será esto de ser mujer? Lo hago después de la polémica forzada por la ultraderecha en torno al combate de las boxeadoras Imane Khelif y Angela Carini, retomando las dudas de Abascal sobre la condición femenina. Khelif, la boxeadora argelina, lleva compitiendo desde 2018, ha ganado y perdido contra otras mujeres, de pequeña luchó por boxear y se costeó los entrenamientos vendiendo chatarra y es embajadora de UNICEF porque su historia es inspiración para las niñas.

Nada de eso importó cuando se difundió el bulo, alentado por el gobierno de Giorgia Meloni, de que la boxeadora argelina era trans, y aunque el Comité Olímpico Internacional (COI) lo negó rotundamente, los ataques y el odio persistieron, apoyados en un test filtrado por la Asociación Internacional de Boxeo que señalaba que cuenta con cromosomas XY, los masculinos. Hay mujeres con cromosomas XY porque la biología es compleja pero nadie sabe con certeza si Khelif es intersexual; lo que sí se sabe es que es una mujer y que no es una mujer trans pero ¿cómo vamos a consentir que la verdad y la empatía nos arruine un buena caza de brujas?

¿Por qué se cuestiona no solo el sexo de las mujeres deportistas sino su aspecto y características físicas? Retrocedamos a los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936. Aquellos con Hitler en la grada y Jesse Owens en la pista. En Los otros atletas olímpicos: fascismo, homosexualidad y la creación de los deportes modernos, el periodista Michael Waters cuenta la historia de Zdeněk Koubek, una de las velocistas más famosas del deporte femenino europeo. Koubek nació en 1913 en lo que hoy es la República Checa y en 1934 ganó el oro en 800 metros lisos en los Juegos Mundiales Femeninos de Londres, pulverizando todos los récords. Koubek nunca se había sentido mujer y un año después de su triunfo, sorprendió al mundo deportivo al anunciar que estaba en un proceso de transición, que iba a someterse a operaciones quirúrgicas para ser un hombre y que a partir de entonces solo competiría con otros hombres. La reacción popular y mediática fue en gran medida positiva y curiosa, pero Wilhelm Knoll no fue tan tolerante. Director de la Federación Internacional de Medicina Deportiva, un influyente grupo de médicos deportivos que asesoraba al COI y a la Federación Internacional de Atletismo Amateur (IAAF), la organización que establecía las reglas internacionales del atletismo. Knoll también era miembro del Partido Nazi y sus opiniones sobre el deporte iban de la mano de su fascismo: quería eliminar a los “elementos inadecuados” de los deportes y cuando leyó las noticias sobre la inminente transición de Koubek, tuvo la reacción que era de esperar en un nazi.

En enero de 1936, Knoll publicó un artículo de opinión en la revista Sport, en el pedía que Koubek no participara en los Juegos Olímpicos de Berlín. Al competir en deportes femeninos, escribió, Koubek “hace uso injusto de su superioridad física, como hombre, contra mujeres frágiles”. Knoll presionó para que todas las participantes femeninas en los Juegos se hicieran un control de género de antemano por un médico especialmente designado. Y lo consiguió. La IAAF instituyó pruebas de sexo para las atletas femeninas un tanto difusas que establecían que el sexo de cualquier atleta femenina podía ser cuestionado y, como resultado, las mujeres que no se ajustaban a los estándares históricos de género empezaron a ser objeto de persecución. Estas políticas evolucionaron hasta incluir las pruebas cromosómicas y hormonales que son comunes hoy, olvidando que todo había partido de un médico nazi y que las pruebas de sexo construían una definición arbitraria y muy discutible de la feminidad.

Conocer esta historia hace que todo cuadre mejor. La persecución a las deportistas que no son dulcemente femeninas y pequeñas comenzó con el nazismo y continúa con la ultraderecha actual. Herederas eternas de la mujer del César, no solo tenemos que serlo, sino parecerlo, y andamos erráticas por el mundo en pos del reconocimiento de nuestra identidad por hombres como Wilhelm Knoll.

La transfobia actual vive al lado de la misoginia más simple que practica la ultraderecha y la derecha heredera de Trump, aquella que cuestiona a todas las mujeres. La misoginia del candidato a vicepresidente republicano JD Vance y su cliché de las “mujeres con gatos sin hijos”, la misoginia que imagina que la autonomía y el poder femeninos son una miopía egocéntrica y un peligroso desmoronamiento cívico y moral. Cuando Trump llama a Kamala Harris “mala”, “desagradable”, “loca” y “lunática” está calcando su propia campaña de 2016 contra Hillary Clinton, porque para él todas las mujeres que aspiran al poder son iguales. Cuando se persigue a Imane Khelif, se reproduce la historia de un miembro del partido nazi al que no le gustó que atletas como Koubek pudieran competir, ganar y tomar decisiones sobre su vida. La persecución siempre está alentada por los mismos. Conviene no olvidarlo. 

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