“Lo que me subleva precisamente en los hombres (y quizá esto sea un vicio mío) es la inconsecuencia”.
Este diario le dio puntual cuenta esta semana de la sentencia que obliga al Ayuntamiento de Madrid a restituir la placa homenaje a Largo Caballero al edificio de la Junta de Distrito de Chamberí de la que fue arrancada. Recordemos que junto a esa retirada de placa, el acuerdo del pleno madrileño incluía la retirada del nombre de las calle de Largo Caballero y de Indalecio Prieto y la retirada de las grandes estatuas que a ambos se elevan en el edificio de Nuevos Ministerios en el Paseo de la Castellana (siendo que Largo fue el impulsor de la construcción de ese edificio).
Lo que más me ha llamado la atención de la sentencia es su argumentación para el restablecimiento de la verdad. No es que no pudiera haberse llegado a ella sin acudir a los tribunales, es palmario que sí, es la constatación de que la lógica, la verdad y el raciocinio han abandonado la política y hasta las resoluciones de algunos políticos y que la post verdad -lease la mentira- campa en documentos oficiales. Apenas las sentencias quedan como reducto en el que las normas de la razón, de la lógica, la necesidad de probar las afirmaciones y los argumentos, se perpetúen aún. No siempre, ya les he explicado durante muchos años que jueces hay que han escrito mentiras en papel timbrado, pero esto no sucede siempre y hay que regocijarse de que la verdad encuentre su hueco y le sea mostrada a los que pretenden reescribir la historia.
El acuerdo de pleno, instigado por Vox al Partido Popular, está basado en hechos no probados, descontextualizados o imposibles de aceptar. Le achacaban a ambos crímenes, asesinatos, torturas -no el de Manolete pero sí el de Calvo Sotelo-, el robo del oro del Banco de España, de las monedas del Museo Arqueológico y no se cuántas cosas más. No me extraña que la UGT se plantara y fuera a reclamar la restitución de la placa y si me apuran del honor de su líder. A los grupos del consistorio que adoptaron el acuerdo se unía en la demanda una asociación que se llama justo con el concepto que quiere destruir -Asociación Memoria Histórica Raíces- y que se define como “embarcada en la lucha contrarrevolucionaria: Si quieres defender la cristiandad y la hispanidad apúntate”.
La cuestión es que la juez, en aras a la verdad y a la ley, les da un repaso de no te menees y les recuerda e impone obviedades históricas que cualquier miembro del pleno municipal de Madrid podría haber conocido de largo. La primera, la jurisprudencia del TSJM que exige que para retirar nombres de calles o estatuas los motivos “se expliquen con actos objetivos y no juicios de valor”. Esta es la parte importante que en este país están olvidando demasiados extremos: actos, hechos, contraste. Los juicios de valor son opiniones, en muchos casos absurdas, pero no pueden construir normas.
Lo primero que les muestra la juez es que los años treinta del siglo pasado no son el presente. Una obviedad como la copa de un pino que los manipuladores obvian. “A fin de acreditar los crímenes que se les imputan a ambos personajes se aportan citas literales de manifestaciones hechas en el periodo de 1933-1936 por Largo Caballero, cuando era el máximo representante de UGT en años anteriores a la Guerra Civil” y que se trata de expresiones en orden a promover el socialismo “que resultan desafortunadas y altisonantes EN EL CONTEXTO ACTUAL”, y añade la juez que no precisa ser historiadora para saber lo que se producen en un momento “en que tanto España como Europa conformaban un espacio geopolítico de confrontación ideológica muy polarizado”, la lucha entre fascismo y comunismo como todos sabemos. Así que, parece decir la magistrada, no seáis mendrugos porque esas frases que usáis como prueba de cargo “no eran infrecuentes en la época en la que se profirieron”. No son mendrugos sino claros manipuladores.
Así se han dedicado a pescar en los tugurios de los reescritores de la historia ultra y eso les lleva a meter la pata hasta extremos no discutibles. O sea, ediles que le atribuyen a Largo Caballero haber intervenido en el golpe de Estado contra el Gobierno de la República en octubre de 1934 que, que pena, quedaba tan mono si no fuera porque “no puede acogerse, habida cuenta de que fue absuelto por el Tribunal Supremo en 1935 de la acusación de rebelión militar que pesaba contra él por tales hechos”. La derechita ignorante enmendando al propio Supremo, ¡dónde iremos a parar!
La sarta de collejas no acaba ahí. Que todas las “imputaciones criminales… que sirven de fundamento a la resolución” resulta que “no encuentran soporte en hechos contrastados… que pudieran acreditar de modo cierto la autoría, instigación, complicidad o cualquier clase de participación”. La verdad exige pruebas y compete al acusador mostrarlas. El relato solo sirve para enardecer a los borregos pero no pueden escribirlo en una resolución de una institución democrática. Lo mismo dice la magistrada de las imputaciones de “pillaje y expolio” porque se trata de “reservas confiscadas” que “no consta acreditado que se utilizaran con fines lucrativos ajenos a fines políticos o de defensa”.
El guantazo final viene cuando la sentencia demuestra por qué llevan razón los concejales y grupos que defendieron que la placa de Largo Caballero no podía retirarse por tratarse de un bien protegido. “De la documental obrante”, dice la sentencia, documental que también podía haber tenido Almeida y sus amigos de Vox, se deduce que el elemento protegido no era una placa del Racing Club -que es lo alegado por los acordantes- dado que esa placa se instaló después de la aprobación definitiva del PGOU en la que se protege una placa en ese edificio “que no puede ser otra que la de Largo Caballero”.
Cómo construir un acuerdo de pleno, que no es moco de pavo, en bulos, infundios y falsedades. Dan ganas de echarse a temblar. Dicen que Almeida se está pensando si recurrir esta sentencia, pero es de advertir que usar dinero público en recurrir tal repaso roza el utilizarlo de modo espurio.
La verdad ha quedado escrita de largo para Largo Caballero, pero es solo un peldaño en la escalera de descenso hacia los mundos orwelianos en los que nada es verdad ni mentira sino justo lo que decidan los que mandan.
Pánico.