Escuchar una mentira, una fanfarronada o un ataque personal de un señor con menos preparación, inteligencia y sensibilidad que tú pero que por algún motivo difícil de explicar tiene poder e incluso seguidores devotos. ¿Cómo reaccionar ante esta situación, habitual para muchas mujeres y algunos hombres? El silencio o el enfado suelen ser las respuestas más frecuentes, pero Kamala Harris nos descubrió en el debate de este martes una nueva manera sutil, tranquila y sorprendentemente eficaz de reaccionar.
A ratos, pestañeaba con una intensidad que parecía transmitir “mis ojos no creen lo que ven” (por supuesto que lo creían después de casi una década de desvaríos y macarrismo de Trump). A veces, arqueaba las cejas, suspiraba bajito o apoyaba la mano en la barbilla. Era difícil decir tanto con una mirada. Fue un espectáculo de lenguaje no verbal que muchas querríamos ser capaces de dominar con tanta naturalidad. Y probablemente no era natural, sino fruto de muchas horas de ensayo y preparación para un momento que estaba recibiendo una inusual atención por lo inédito de todo este ciclo electoral.
La forma de hablar y de callar fue uno de los elementos que hicieron que Harris fuera percibida como la ganadora del debate, que al final se resume en unos pocos cortes que una parte de la población verá de refilón y tal vez afiancen ideas sobre los políticos y lo que se juega. Los argumentos de Harris fueron contundentes igual que lo fueron hace ocho años los de Hillary Clinton contra el mismo candidato, pero la vicepresidenta logró algo más que también importa en un mundo que anda escaso de capacidad de atención.
La diferencia de fondo entre Harris y Trump, entre los partidos que ahora mismo representan una y otro, es abismal y, por supuesto, va de la sustancia, no de las apariencias. Es una brecha inédita en muchos sentidos porque Estados Unidos se enfrenta ahora a la peor versión de Trump, un posible presidente dispuesto a convertir el país en una autocracia, admirador de Putin y Orbán y empeñado en insistir en cualquier mentira, hasta la más absurda de que tu vecino se puede comer a tu gato.
Pero las elecciones de Estados Unidos, que tiene un sistema electoral que ahora favorece desproporcionadamente a la minoría conservadora, probablemente se decidirán por unos pocos votos todavía en juego de personas no especialmente interesadas en política y que tal vez se muevan por una impresión de última hora, como me contaba hace unas semanas el director de la encuesta del New York Times. Las decisiones detrás del impulso de los votantes son a menudo inescrutables y suelen depender del grado genérico de confianza o desconfianza que inspira cada político.
Harris cumplió con casi todas las tareas que tenía para un show electoral en el que se esperaba mucho más de ella que de su rival. Pero queda un largo camino hasta el 5 de noviembre, y la pregunta de cuánto mejor tiene que ser una mujer para ganar a un hombre tan defectuoso como Trump. La respuesta no está clara.