No podemos basar la ley moral en ningún interés, propósito o fin en particular, porque entonces sería relativa a la persona cuyos fines se refiriese.
Lo cierto es que siempre han importado los motivos. No es lo mismo casarse por amor que por dar el braguetazo. No es lo mismo meterse en política para servir a los ciudadanos que para medrar. No es lo mismo defender a alguien porque crees en sus actos que hacerlo porque te va a beneficiar con prebendas. No es igual. La moralidad de una acción siempre nos debe llevar a analizar los motivos y no el resultado o las consecuencias que produce. Esta máxima kantiana se formula de igual manera al revés: el fin no justifica los medios. Los motivos son un elemento sustancial de la moralidad. Sobre los efectos uno puede estar más o menos de acuerdo o al menos no beligerar -¿qué tiene de insano un estado federal?, ¿por qué no anular los efectos de un proceso penal que nunca debió iniciarse?- lo que marca la diferencia son los motivos.
Una línea política de reorganización territorial o fiscal marcada por un partido en un congreso, trasladada a un programa electoral, votada por unos y rechazada por otros, es un bagaje político a defender y a intentar implementar con la búsqueda de las mayorías necesarias. Una decisión que acepta actos negados hasta la saciedad anteriormente, tomados por una cúpula dirigente sin consulta democrática de las bases, no incluidos en ningún programa electoral que la ciudadanía haya refrendado, no es moral. Eso es exactamente lo que ha vuelto a suceder con el pacto alcanzado para la investidura de Illa. Si el Psoe hubiera sacado esos escaños más, nunca se hubiera contemplado dar la llave de la caja a Catalunya. Eso no admite discusión, por tanto no es moral, es inmoral. Fíjense que ni siquiera entro en las valoraciones económicas y en las consecuencias sociales, de igualdad y solidaridad que debaten muchos, eso lo haría de considerar aceptable la decisión pero ya les he dicho que no me lo parece. Con eso me basta. A mí y a los que creemos en el deber ser de las cosas y en la existencia de una moral del poder, de la política y del servicio público.
También podría suceder que todo fuera una añagaza. Es lo que considera casi la mitad de los militantes de ERC, los de Junts y otros muchos en los círculos de poder. Una promesa vacía, un relato para que los republicanos puedan sostener su apoyo a los socialistas. Al final, el pacto se realiza entre un partido que no es el Psoe sino una formación federada con ellos y que no gobierna en Madrid y, además, puede resultar imposible aprobar en las Cortes las leyes necesarias para cumplirlo. Los propios socialistas de los territorios más perjudicados y agraviados saben que de suscribir algo así desaparecerían del panorama electoral de sus autonomías. Si fuera un trampantojo podría parecer muy hábil pero, la verdad, muy ético tampoco sería.
La cuestión es que ese no ha sido el último acto de lo que aún podría ser una comedia si no fuera un drama -incluso en el interior del Psoe tiene un componente dramático- por mucho que lo silencien. Y es que los socialistas, con sus fallos, con sus tropiezos, con sus escándalos y hasta con sus delitos, siempre han basado su acción política en parámetros de esa supremacía moral que la derecha no aguanta y, a la par, en los principios irrenunciables de igualdad, justicia social, solidaridad y reparto equitativo de los bienes nacionales. “La política es un ejercicio de realismo, no de fantasía”, le ha dicho Salvador Illa a Carles Puigdemont. Eso mismo decía Kissinger, ampliamente denigrado por la inmoralidad de su realpolitik.
No bajen todavía el telón. Es posible que ni con la sesión de investidura de Illa la semana que viene puedan hacerlo. Ahí está Puigdemont que viene, por mucho que desde los círculos de poder se dijera que volvería a echarse atrás para estar a salvo. Vuelve. No me pregunten cómo, aunque me consta que es algo que tiene estudiado desde hace tiempo. Hace mucho que creo que escribí que entre Puigdemont y Sánchez sólo podía quedar uno y si el 130 president de la Generalitat no es ese uno, no le quedarán motivos para no hundir a Sánchez. Pero no es esa la jugada más próxima. En su carta a la ciudadanía, Puigdemont insiste en su compromiso con el independentismo -convirtiendo a ERC en los de las treinta monedas-, en que no se fue por cobardía ni para evitar la prisión sino para llevar a cabo pleitos estratégicos en Europa y le reprocha al Psoe la poca beligerancia que ha tenido ante la postura de “incumplimiento de la ley” por parte del Supremo al no aplicar la amnistía: “se hacen más aspavientos porque un juez llame a declarar a la mujer del presidente que ante la evidencia de que el TS no cumple la ley”.
Todo el resto de la misiva tiene un interés relativo para los no independentistas, pero no las consecuencias de esa decisión política: “fue una decisión política irme, es una decisión política volver”. Su aparición y su detención pretenden conmover y remover a los independentistas de ERC que van a dar el poder a “un españolista partidario de un 155 permanente”. Habrá marcha en las calles, para dar fe de la “pacificación” que trae el socialista. Incluso cuando Illa salga investido se encontrará en una posición incómoda, como incómoda es la posición del propio Sánchez en Madrid. Y tras la detención, si hay prisión preventiva, el ex president intentará hacer llegar la patata caliente muy pronto en amparo al Tribunal Constitucional. No bajen aún el telón, esto nos va a dar escenas en agosto y todo un recital en septiembre. Si eres un killer serio has de dejar los cadáveres bien muertos o te regresan en plan zombie. Es difícil mantenerlos en la morgue y sacarlos solo a tu conveniencia.
Todo esto hace que no sea tan sencillo regocijarse por la llegada de un gobierno progresista a Catalunya o la existencia de otro de igual signo en España. Los motivos importan y los motivos últimamente son demasiado prosaicos. Justamente lo contrario de lo que se espera de la izquierda.