Solo hay algo peor que ver a alguien que no puede respirar y es ser ese alguien, tener aún la conciencia suficiente para notar que te estás ahogando y que no puedes evitarlo. Algunos sabíamos de la existencia de los oxímetros antes de que la pandemia los convirtiese casi en material de contrabando. La enfermedad autoinmune que padecía mi padre le dañó los pulmones y el medidor de oxígeno formaba parte del kit de control diario. Los padres y las madres mueren siempre demasiado pronto aunque en este caso no es solo una percepción. Fue así.
Es imposible trasladar en un artículo las horas de angustia por la asfixia permanente de alguien que meses antes subía un 3.000 del Pirineo, el miedo a salir a la calle porque es imposible cruzar un semáforo, el ruido de la máquina respiradora, ese que durante meses sigues escuchando cada noche pese a que ya no hay paciente, la lenta despedida porque tú quieres que se quede y él solo tiene fuerzas ya para irse.
Ojalá nadie tuviese que pasar por una experiencia así. Por eso, cada vez que un político proclama que hay que salvar la Navidad, cuando algún amigo comenta las trampas que están preparando en su familia para sentarse en la mesa como si este fuese un diciembre normal, o al leer que alguien se lamenta de que los medios ofrecemos imágenes de hospitales o morgues que hieren la sensibilidad de los ciudadanos, me pregunto qué necesitan todos, el político, mi amigo o el lector, para entender que la mejor manera de cuidar a los suyos es no reunirse con ellos.
Me sorprende, aunque solo lo justo, que personas informadas, que siguen los datos diarios de contagios y fallecidos, que han cumplido razonablemente con las medidas de seguridad fijadas para frenar la expansión del virus, ahora organicen turnos (que traducido al lenguaje pandémico es sinónimo de mezclar burbujas), y apelen a la necesidad de no estar solos como si fuese una obligación tener que encontrarse sí o sí. Estamos en una pandemia, los datos en España siguen siendo muy malos y solo la suma de responsabilidades puede ayudar a revertir la tendencia.
Cuando se quiso 'salvar el verano', se hundió el otoño. En noviembre han muerto 9.200 españoles, el mes con más fallecidos por COVID-19 desde abril. Solo ese dato debería ser suficiente para no tener que estar debatiendo sobre si podemos ser seis o diez en la mesa o si los niños cuentan en este cómputo.
“La tercera ola está en la puerta. Lo que hacemos y cómo actuamos individualmente y colectivamente las próximas semanas condicionará mucho su dureza y gravedad. Pleno invierno, otras enfermedades, incógnita sobre la gripe... Imploro a todos actuar responsablemente”, ha escrito en Twitter el presidente del Colegio de Médicos de Barcelona, Jaume Padrós. Esta Navidad va de eso, de contribuir a reducir los contagios y no solo porque queramos seguir teniendo restaurantes abiertos y evitar que sigan cerrando empresas.
En Catalunya, una de las comunidades más castigadas y donde más duras han sido las restricciones, en octubre había 150 pacientes en las UCI. Ahora la media es de 450. La mejor demostración de amor, sobre todo a los mayores y a aquellos que sean población de mayor riesgo, es actuar con la prudencia que les ayude a seguir vivos. Les aseguro que la alternativa es mucho más dolorosa y además no tiene vuelta atrás.