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Opinión - Feijóo entierra a Mazón. Por Esther Palomera

NYC

9 de septiembre de 2021 22:29 h

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El escritor Colson Whitehead decía en uno de los ensayos más vivos sobre Nueva York después del 11S que te conviertes en neoyorquino la primera vez que dices “esto solía ser…” aquella tienda, aquel bar, aquel Starbucks que te regaló una silla de recuerdo cuando lo estaban desmontando. “La ciudad de Nueva York en la que tú vives no es la misma en la que yo vivo. ¿Cómo podría ser? Este lugar se multiplica mientras no estás mirando… Antes de que te des cuenta tienes tu propio perfil de la ciudad”, escribió. “Miles de personas pasan delante de un escaparate todos los días, cada una buscando las calles de su Nueva York y sin que ninguna vea lo mismo”.

Todo cambia, pero no se desvanece. “La pizzería desaparecida sigue estando porque tú estás aquí”, decía. “La ciudad te conoce mejor que ninguna persona porque te ha visto cuando estás solo”. 

Whitehead retrató bien el amor de quienes la hemos vivido hacia una ciudad sucia, ruidosa, de alquileres imposibles y desigual, pero a la vez bella, con espacios verdes, imprevisible en cada manzana de ricos y pobres de todos los colores, y con una intensa y a menudo amable vida de barrio.

En aquellos primeros meses después del 11S, la ciudad parecía incierta y oscura, entre continuas “alertas naranjas” de posibles atentados (más de una vez yo también estuve tentada de comprar cinta aislante para poner en mis ventanas por el supuesto ataque químico que estaba a punto de suceder) y una sensación de pérdida que se hacía insoportable al pasar por el sur de Manhattan, y ver el agujero, las casas en pie pero inhabitables, las fotos de los desaparecidos que se iban quedando descoloridas. La pérdida directa tocaba a muchas personas en la ciudad, entre los muertos, los heridos, los supervivientes que se habían intoxicado por ayudar y las víctimas que ya empezaban a llegar de la guerra de Afganistán. 

A la vez, la ciudad estaba creciendo por otros cauces. Las manzanas a la sombra de torres industriales por las que no se podía caminar de noche estaban de repente llenas de supermercados, nuevas oficinas y carriles bici que el alcalde Michael Bloomberg se empeñó en construir. El río Hudson, al que la ciudad durante tanto tiempo le había dado la espalda, se hizo accesible por senderos arbolados y por fin, parte de la ciudad. Los parques en los que los neoyorquinos se habían refugiado el día del atentado -entonces parecían el lugar más seguro- se convirtieron en un campo natural de juegos, conciertos y picnics sin que eso los destruyera como había pasado en los años 70. El éxodo que los más agoreros anunciaban no sucedió y la ciudad siguió creciendo, con sus oportunidades y también sus desigualdades exacerbadas por el precio de los alquileres, que se dispararon aquella primera década del siglo y apenas notaron el patrón de la burbuja inmobiliaria en la siguiente. El miedo al terror aumentó, pero el crimen bajó a mínimos desconocidos en décadas y la ciudad se convirtió en una de las más seguras de Estados Unidos. 

El 11S cambió nuestro mundo personal y profesional de maneras radicales que costó entender. Dentro de un par de décadas, tal vez veamos así la pandemia. Pero para los que la vivimos de cerca, la resurrección también fue la demostración de la fortaleza de una ciudad única. 

Hoy los jóvenes que den una vuelta por el sur de Manhattan no reconocerán que eso fue una zona catastrófica durante años. Y no sólo por la construcción de nuevos rascacielos, parques, museos y estaciones de tren. El barrio ha mejorado respecto a lo que era: hay más residentes debido a las ofertas de aquellos años de alquileres más baratos para repoblar la zona y las oficinas ya no son sólo sedes de bancos y fondos de inversión. Apenas se veían niños por el barrio y ahora son el 17%, como cuenta aquí The Economist. Hay nuevas escuelas y una vida que antes no existía. 

Queda la pérdida de miles de vidas y el rastro infinito de dolor. Para los más afortunados, queda la nostalgia de lo desaparecido. Aquella comunidad de artistas, aquella curva tan absurdamente pronunciada de la estación del metro, aquel asiento en el que te colgaban las piernas frente a la cristalera en la cima de las torres gemelas.