El 25 de Noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, es una ocasión para escribir sobre este fenómeno estructural, a menudo negado por las personas del entorno, y… muy antiguo. Antiguo, pero en actualización constante; la violencia contra la mujer va expresándose de distintos modos y ha añadido en los últimos años un modus operandi más a su larga lista. Es el ciberacoso, la nueva forma de agresión machista. Puede darse en redes sociales o transmitirse en entornos laborales de todo tipo; la casuística es variada. Como veremos, el daño que causa no se reduce a los efectos de los mensajes vejatorios; cómo reaccione el entorno de la víctima –con pasividad, tibieza, o apoyo– también tiene consecuencias. El mensaje acosador provoca la victimización primaria, la ausencia de apoyo causa la llamada victimización secundaria.
Estudios de la victimización primaria indican que el ciberacoso a hombres y mujeres tiene algo en común: amparado en el anonimato, el carácter asíncrono de la comunicación y la no presencialidad, el acosador tiene la intención sádica de destruir. Sin embargo, muestra patrones distintos según los sexos, igual que ocurre en la violencia física. Los hombres sufren sobre todo insultos y descalificaciones de su capacidad intelectual y su actividad laboral, artística, deportiva; su hacer. El ciberacoso a las mujeres no solo es más frecuente, sino que suele ser distinto. Se centra en el parecer, el aspecto físico, y el cuerpo de la mujer como cosa, incluyendo elementos de sadismo pornográfico. La palabra más usada es, como era de esperar en una sociedad machista, “puta”.
La misoginia del ciberacoso a la mujer es explícita; veja sin límite. Conocer las características de esta victimización primaria debería dejar de ser tabú; en el actual contexto de igualdad jurídica muchos piensan que el desprecio a la mujer es cosa del pasado, y no es así. Mary Beard, conocida profesora de Historia Antigua en Cambridge, fue gravemente acosada en redes sociales con multitud de insultos, entre ellos “puta” y “vieja fea”. También se hicieron circular imágenes de su cara fundida con fotos malévolas de genitales femeninos. Recibió múltiples amenazas con textos y fotomontajes de su violación, asesinato y decapitación. Pero no estuvo sola. La universidad, su lugar de trabajo, la defendió. Beard ha hablado y escrito sobre la brutal experiencia en distintos lugares, con títulos como Oh Do Shut Up Dear (algo así como “Querida, mejor estate calladita”). Publicó una foto de sí misma llorando, constituyendo así el dolor de la víctima como cuestión también pública que no tiene por qué -ni debe- ser ocultada: “ahí quedé, llorando”. Beard no quiere ceder a la histórica presión de callar, sino ejercer su autoridad experta desde el lugar de agredida. Como historiadora identifica un vínculo entre el ciberacoso a la mujer de hoy y la antigua corriente misógina que ella encuentra ya en la cultura greco-latina.
Hemos dicho que en el ciberacoso a la mujer el mensaje es abiertamente misógino y produce la victimización primaria, explícita en textos e imágenes. Pero, ¿qué ocurre en el entorno laboral de la mujer agredida? Algunas empresas e instituciones son porosas a lo que sucede en su interior y fuera de ellas; están dispuestas a abordar situaciones nuevas y difíciles cuando surgen. Otras, en cambio, son excesivamente verticales y burocratizadas, atrincheradas en el legalismo y la veneración del superior jerárquico. Es en éstas donde es más frecuente toparse con la ideología sexista (a menudo en confuso mix con otras ideologías sobre poder y jerarquía en el trabajo) cuando la mujer demanda protección a las autoridades pero no la recibe. Solo entonces se inicia la llamada victimización secundaria y la empresa o institución reproduce el sexismo tanto mediante sus acciones como sus inacciones. Todo ello ocurre de modo implícito, no dicho, apenas vislumbrado, “normal”. (Recordemos: “Mi marido me pega lo normal”).
Cuando deciden no proteger a la mujer ciberacosada, o responden con tibieza y ambigüedad, este tipo de entidades jerarquizadas emplean argumentos cuya pauta ha sido bien estudiada: restan importancia a los hechos, los cuestionan e intentan trasladar la responsabilidad de su protección a la propia víctima. Son las estrategias (sexistas) de minimización de la agresión sexista.
Hay una gradación en las estrategias de minimización. Al principio este tipo de entidad intenta continuar en la inacción. Pretende seguir funcionando como lo ha hecho hasta entonces. Así, una unidad a la que se pide protección da el silencio como respuesta. La entidad también puede argüir que la agresión es un asunto “personal” y, por tanto, “ajeno a nuestra competencia”, y decir “la ley no nos permite tomar medidas”. Un director de sección quizás declare que no sabe nada del asunto (“no me consta”). No se procura adecuado asesoramiento y mediación (“la dirección no va a querer hablar de esto”). No es inusual pretender dejar la cuestión en manos de multinacionales de internet (“escribe a Google”).
Si la mujer resultase ser inusualmente pertinaz en su demanda de protección –incluso denunciase a la entidad por su permisividad del ciberacoso-, la victimización secundaria sigue su desarrollo mediante un segundo grupo de estrategias de minimización. En esta fase los estudiosos describen procedimientos más contundentes. Así, quizás se acuse a la mujer (“mala fe”), y antiguos colegas dejen de contar con ella. Algunas entidades, utilizando al médico de empresa, pueden aducir que la mujer tiene un “trastorno psicológico”, presentado como estigma que mina su credibilidad. Algunas víctimas se suicidan, sobre todo cuando colegas se convierten en cómplices y reenvían los mensajes acosadores. Se considera que la mujer debe adaptarse al ciberacoso (“sé resiliente”, “otras se acostumbran”, “no es para tanto”). Pueden surgir protestas y declaraciones de compañeros solidarios con la mujer; los más destacados entre ellos pueden ser llamados a despachos de la dirección (“desleales”). A la vez que pasa todo esto, los directivos a menudo siguen con sus declaraciones políticamente correctas, como “desplegamos una intensa actividad de sensibilización frente a cualquier tipo de violencia que sufren niñas y mujeres”. En ocasiones, aunque no es fácil, este tipo de organización es condenada por su inacción. Aún así, no es habitual que sus responsables se disculpen. Gran número de ciberacosadas abandonan, en cuanto pueden, su trabajo o estudios. Eliminan en lo posible su presencia en internet, con consecuencias laborales y profesionales. En este contexto, es evidente, no es creíble hablar de “talento femenino”.
Como escriben las profesoras canadienses Houlden y Venetsianos, lo que buscan en el fondo las estrategias sexistas de minimización del ciberacoso a la mujer es mantener la organización tal como está. La minimización, escriben, es el instrumento de un statu quo poco interesado en cuestionarse. Contra semejante minimización se han levantado espontáneamente movimientos como Me too y Yo sí te creo.
Es obvio que una entidad de las características descritas necesita cambiar; en algunas ya se intenta. Se necesitan instituciones y empresas que, más allá de discursos virtuosos, pasen a la praxis. Si lo hacen, estarán contrarrestando la violencia e indiferencia misóginas, tan antiguas. Aún siguen operando.