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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

¿Sentido común británico?

8 de julio de 2021 22:36 h

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Tengo la pauta de vacunación completa (al final AZ+Pfizer). He llegado a Reino Unido desde un país -España- que tiene la mitad de incidencia que éste. Me hice un test antes de volar, una PCR al día siguiente de llegar, otra ayer y aún me queda otra esta semana. Aunque los test salgan negativos tengo que guardar cuarentena de 10 días (o seis por pagar el tercer test). En total, sale a unos 500 euros por persona. Todos los días de la cuarentena -sí, todos los días, de lunes a domingo- me llama un rastreador del NHS, el servicio de salud pública de Reino Unido, para recordarme que no puedo salir de casa en ningún caso, ni para comprar comida o medicinas, y leerme el mismo guion que me sé de memoria. 

Hasta ahora, así ha funcionado para cualquiera, vacunado o no, que llegue de un país en la llamada lista ámbar, en la que está España (salvo Baleares) y la gran mayoría de Europa, incluso países con una incidencia baja, como Alemania, Polonia o Italia. El precio y la logística son irritantes, pero guardar cuarentena si es posible teletrabajar y estando sano no es un esfuerzo tan grande comparado con todos los sacrificios de tantas personas en estos últimos 16 meses. Qué les voy a contar.

Si vienes de un país de la lista “roja”, donde están gran parte de países de Latinoamérica y África, te meten en un hotel junto al aeropuerto vigilado por la policía a hacer la cuarentena (le cuesta al viajero unos 2.000 euros).

Reino Unido tiene desde hace meses una de las políticas más estrictas para viajeros por la presión de ambos partidos. Salvo al principio de la pandemia, también ha tenido hasta ahora reglas estrictas dentro del país. Además del confinamiento inicial y la recomendación de teletrabajo que continúa hasta ahora, los restaurantes, pubs y comercios de todo tipo estuvieron cerrados entre octubre y abril con unas pocas semanas de apertura en diciembre, mientras avanzaba la vacunación. Boris Johnson fue capaz de resistir la presión de los suyos durante meses y llegó a tener una de las incidencias más bajas de Europa. 

Hasta mayo, cuando abrieron interiores de pubs y restaurantes, el contraste tras un viaje no era tan grande con el resto de medidas, aunque, pese a los duros requisitos, sorprendían las quejas continuas sobre la frontera tanto del partido conservador como del laborista, tanto de los defensores del gobierno como de los epidemiólogos más críticos. Sin duda, sólo una prueba hasta tres días antes de viajar (como pide España) es insuficiente para controlar el virus, pero la obsesión de Reino Unido con la frontera, con pocos matices de riesgo, incluso cuando tiene la epidemia descontrolada dentro de la isla hace pensar ahora en que hay algo más detrás de esta política. 

El sistema británico es muy eficaz detectando variantes, que se producen mientras el virus circula sin parar como lo ha hecho en este país. Pero la idea de que el virus es algo extranjero, que las variantes siempre vienen de fuera y que los problemas están en el resto del mundo ha calado hasta un límite sospechoso. Tiene mucho que ver con la idea de que el “sentido común” es algo propio y único de los habitantes nativos de esta isla (el “British common sense” sirve de comodín para justificar cualquier decisión difícil que el Gobierno no quiera tomar y que quiera dejar en manos de cada uno). 

Para muchos de quienes votaron a favor del Brexit, salir del club comunitario no era una manera de liberarse de la burocracia de la UE, sino, sobre todo, del resto de europeos. Y lo están demostrando. 

Las personas originarias de la UE son más de cinco millones, es decir, es la minoría no nativa más grande del país, y hasta ahora ni el Gobierno ni muchas instituciones independientes han hecho un esfuerzo especial para que este grupo se siga sintiendo bienvenido o seguro de que no perderá derechos en un país que ha ayudado a construir y a salvar, en el caso del personal sanitario del que depende la sanidad británica, donde hay tantos españoles y tantos otros europeos. 

El hecho de que el debate sobre el semáforo de viajes y sus restricciones se centre sólo en cuándo los británicos de pura cepa podrán ir a torrarse al sol es muy revelador. Ni los periodistas más sofisticados y atentos a los detalles de la BBC piensan en lo que suponen las restricciones para las personas que tienen familia, relaciones laborales o citas médicas en otros países más allá del lujo de irse de veraneo. 

Estos días el contraste es más sangrante. Las pocas restricciones que quedan en Inglaterra se van a levantar la semana que viene, incluida la obligatoriedad de la mascarilla en lugares cerrados de riesgo, como el transporte público. Ya no habrá cuarentena para los viajeros vacunados de países ámbar, aunque todavía serán necesarios test, la excepción será para personas residentes y vacunadas en Reino Unido y la lista roja seguirá siendo igual de exigente.

Creo que el tiempo del rastreador que me llama todos los días estaría mejor empleado en seguir los contactos de esos jóvenes sin vacunar o a medio vacunar -todavía quedan- que se van a meter en un autobús sin mascarilla después de haberse encerrado durante horas en un pub para ver un partido rodeados de gente gritando. Por desgracia, le van a dar mucho trabajo. 

El (nuevo) ministro de Sanidad prevé sin despeinarse que puede haber 100.000 casos diarios, con la presión creciente -aunque sea mucho menor que la de anteriores olas- que eso supone para los centros de salud y hospitales, las bajas médicas en los empleos y la ralentización del consumo por el miedo al contagio (que ya ha sido una realidad en Inglaterra en junio). 

El Gobierno británico dice que a partir de ahora el control del virus se trata de una cuestión de responsabilidad individual, de las decisiones de cada uno (salvo si llegan del extranjero). 

Pero si algo nos han enseñado esta pandemia es que esto no va de decisiones individuales ni de países en solitario. Nuestro destino es común, y sin ese principio, mal vamos.