El aborto libre y la vida buena
Recientemente, la presidenta de la Comunidad de Madrid, a propósito de la nueva ley de aborto, ha dicho que no conoce a ninguna mujer arrepentida de haber tenido un hijo y sí lo ha visto en mujeres que en su momento interrumpieron su embarazo.
La frase expresa con claridad meridiana algunos de los prejuicios naturales, sociales, ideológicos y culturales que están en el trasfondo del veto de las derechas al reconocimiento del aborto como un derecho, más allá de su natural apego a la doctrina de la iglesia católica.
Desde luego, la frase no se basa en ningún estudio sociológico existente que demuestre que hay más arrepentidas de no haber continuado con el embarazo que de tener un hijo, que en todo caso habría que evaluar controlando múltiples variables al cabo de los años, con la consiguiente inconsistencia de los resultados, sino que simplemente trata de contraponer la aparente naturalidad del curso del embarazo, como algo poco menos que inevitable y no sujeto por ello a ningún tipo de remordimiento, a la posibilidad de su interrupción como algo evitable y por tanto como una anomalía objeto de valoración, más bien de remordimiento que de alivio.
Sin embargo, el problema es que la complejidad del carácter natural y social de la vida humana ha supuesto a lo largo de la historia que un tercio de los embarazos se interrumpan de forma natural, como consecuencia de abortos espontáneos y, por otra parte, que las distintas culturas y condiciones sociales hayan recurrido a lo largo de la historia al aborto provocado. Y asimismo que en ambos casos el avance de la ciencia, del desarrollo social y político y de los movimientos feministas hayan contribuido a reducir los abortos espontáneos involuntarios, tanto como a garantizar la vida de las mujeres que han venido optando por el aborto voluntario. Una indudable aportación a la vida que niega la acusación a las feministas y a las fuerzas progresistas de defender la política de la muerte, arrogándose la injusta denominación de Provida.
Otro de los prejuicios tiene que ver con la idea clasista de que lo que una experimenta es la norma y que lo que no ocurre en tu entorno más cercano no existe, cuando es evidente que no ha supuesto en las distintas etapas de la historia ni supone hoy lo mismo un hijo o la alternativa de un aborto para una familia acomodada, a la que se refiere Díaz Ayuso como patrón de conducta, que para una mujer con otras creencias, viviendo diversos modelos de relación, en situación más o menos precaria y con un proyecto de vida en marcha o por construir, coincidente también con otras realidades.
Como tampoco lo es el sentimiento de arrepentimiento o de alivio ante el resultado de una decisión, como el aborto, que afecta a las distintas creencias, sean o no religiosas, a la situación económica y a las condiciones sociales o al proyecto de vida de unas o de otras mujeres.
En el fondo de estos prejuicios de clase como también de los morales late el rechazo a un concepto de vida diferente, tanto en las creencias sobre la vida humana así como de los derechos de la mujer sobre su propio cuerpo en relación con el no nacido, como también el dogma de lo que deberían de ser las condiciones de vida deseables y de lo que es o tendría que ser el concepto de una 'vida buena'.
En definitiva, el dogma sobre la vida y sobre la vida buena propia entendidas como patrón generalizable al conjunto de la sociedad, y en consecuencia la no aceptación de la pluralidad de creencias y convicciones, de modelos de relaciones, de familias y de situaciones sociales, es lo que lleva a la presidenta de la Comunidad de Madrid y a la derecha a negar la libertad de las mujeres para optar por el embarazo o el aborto y la posibilidad de que se haga con tranquilidad y sin traumas.
Por eso no pueden entender que la decisión de las mujeres de interrumpir el embarazo no cambie, por mucho que los gobiernos conservadores se empeñen en poner en marcha todo tipo de consejos y medidas de apoyo y adopción paternalistas, cuando no de obstáculos, presiones y prohibiciones para disuadir a las mujeres de la decisión libre de interrumpir su embarazo. El problema es que cuando del dogma se llega a las prohibiciones y al código penal se provocan los mismos abortos clandestinos, pero con más sufrimiento y muertes innecesarias.
Esta misma concepción dogmática de la 'vida buena' es la que ha impedido hasta la reciente aprobación de la ley de eutanasia, el reconocimiento del derecho a disponer de la propia vida, provocando también aquí un sufrimiento innecesario. Estos casos sí que deberían provocar el arrepentimiento. Porque en la decisión libre radica la posibilidad de acertar tanto como de equivocarse, y en consecuencia de la satisfacción, el alivio o por contra el arrepentimiento por la misma.
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